El jurado popular: un renglón torcido de la justicia española
Imagínense a un español cualquiera que, a la vuelta del trabajo, encuentra en su buzón una certificación oficial. Preocupado (a lo largo de los años ha aprendido que el Estado suele ser portador de malas noticias) abre la carta y lee consternado que se le requiere para formar parte de un jurado popular. No es demasiado aventurado suponer que su primera reacción será mascullar entre dientes la más común de nuestras maldiciones. Luego, repuesto del susto, quizá se pregunte si podrá faltar al trabajo, si es que lo tiene, y si pagarán algo. Las respuestas a estos interrogantes son, respectivamente, «sí» y «67 euros al día, 18 por dietas y un variable en costes de desplazamiento». Si, tras averiguar esto, piensa que después de todo la situación no es tan desastrosa, estará equivocado. A la vista del funcionamiento de la institución del jurado en España, la situación, además de desastrosa, es muy preocupante.
Un añadido a la justicia española
En el Estado español la figura del jurado está regulada por el artículo 125 de la Constitución, incluido en el Título VI, relativo al Poder Judicial. Acudiendo a la legislación posterior, necesaria para poner en movimiento ese enorme y poco concreto edificio normativo que se construyó durante la Transición, observamos que la institución del jurado es tanto un derecho como un deber de todos los ciudadanos españoles, que pueden ser requeridos para la administración de justicia.
El jurado supone, por tanto, la principal vía de participación de la ciudadanía en el poder judicial, cuya independencia y eficiencia resultan básicas para el correcto funcionamiento de cualquier nación. Sin embargo, el origen anglosajón de su versión moderna ha dificultado en cierta medida el acomodo de esta figura en un cuerpo legislativo que descansa sobre el derecho continental europeo. La principal diferencia entre ambos reside, esencialmente, en la diversa consideración que ambos hacen de la jurisprudencia: en el derecho británico o anglosajón, los jueces deben tener en cuenta el conjunto de sentencias previas emitidas por sus colegas con arreglo a una determinada ley. Esto otorga una enorme importancia a las diferentes interpretaciones de las normas y, por lo tanto, a la apreciación personal de cada juez, provocando que las leyes sean relativamente ambiguas en previsión de que los diversos veredictos vayan delimitando el alcance de las mismas y adaptándolas a una realidad cambiante. En Europa, Latinoamérica y buena parte de Asia y África rige, en cambio, un Derecho legalista, que inicialmente prima la aplicación estricta de las normas aprobadas por el poder legislativo, eliminando los precedentes jurisprudenciales de la ecuación. Este modelo, que es también el español, supone que ha de ser el gobierno en funciones quien modifique la ley si es necesario; a pesar de ello, las necesidades judiciales actuales han ido introduciendo ciertos rasgos del Derecho anglosajón en todos los países de tradición continental y resulta muy complicado que un veredicto que ignore los anteriores no sea tumbado por el Tribunal Supremo, por buena que sea su base legal.
Esta es, en realidad, una solución a medio camino entre nuestro propio Derecho y el anglosajón. No hay que engañarse: las vaguedades son habituales en este ámbito. Pero, en cualquier caso, esta es especialmente reseñable porque envuelve a nuestro Estado en una ambigüedad que se estira en diversas direcciones según las necesidades de cada momento. El español es el Derecho de El perro del hortelano.
Una institución extraña
Considerar la presencia de las influencias anglosajonas en la judicatura europea es importante para comprender el funcionamiento de la institución del jurado, hoy esencial en la aplicación de la justicia en muchos estados y, singularmente, en los que fueron colonia británica. Su empleo es más intenso en estos territorios porque, aunque prácticamente todas las culturas cuentan o han contado con una figura similar en su ordenamiento, su creciente protagonismo en el Derecho moderno es de origen, efectivamente, anglosajón.
Un jurado consiste en conformar un grupo de ciudadanos legos en Derecho, es decir, sin conocimientos jurídicos, con el objeto de resolver una causa. En función del procedimiento empleado para formarlo, se pueden distinguir tres tipos de jurados: el puro o anglosajón, el escabinado y el mixto.
El jurado puro, quizá el más fuertemente implantado en el imaginario social gracias a su impronta en la cultura popular norteamericana, es también el jurado español. En este modelo, varios ciudadanos legos responden a una serie de preguntas incluidas en un cuestionario y, atendiendo a sus respuestas, el juez debe elaborar un veredicto que estará sumamente condicionado por la decisión de los ciudadanos. Frente a este modelo se fueron desarrollando, como evoluciones principalmente europeas del anterior, los modelos mixto y escabinado. El primero de ellos dio el paso de involucrar a los legos en la fijación de la pena y, el segundo, hoy en día imperante en buena parte de Europa, favorece el contacto entre los miembros legos del jurado y los magistrados técnicos o profesionales, que se colegian para enjuiciar conjuntamente todo el proceso. Esta variante dota de una evidente preminencia a los magistrados pero, al mismo tiempo, trata de salvaguardar la razón última de la existencia del jurado al exigir que todas las decisiones, incluida la elección de la pena, se adopten por mayoría.
Resulta complicado establecer cuál de todas las modalidades es la idónea en cada caso e, incluso entre los expertos, es objeto de discusión discernir hasta qué punto es necesaria esta institución. Teóricamente, el cometido del jurado es facilitar el control de los ciudadanos de un poder, como el judicial, en el que no tienen un cauce de participación claro como ocurre en el poder legislativo que, elegido democráticamente, además controla el ejecutivo. Sin embargo, las preguntas que subyacen bajo la institución del jurado son muy profundas: ¿es la institución idónea para implicar a los ciudadanos en la administración de justicia? Y, sobre todo, ¿están los españoles preparados para participar en ella? ¿Han manifestado su voluntad de hacerlo?
Da la impresión de que, en nuestra apresurada construcción de la democracia, del mismo modo que frankensteinizamos varias constituciones democráticas para amalgamar el Estado español, copiamos algunos elementos institucionales que nos resultaban un tanto ajenos pero, aun así, tenían que estar. El jurado no deja de tener un componente atávico: es la representación institucional de las viejas reuniones de todos los vecinos en la plaza del pueblo, frente al cadalso, para decidir el destino de un criminal. Ahora, como entonces, hay una autoridad que imputa y enjuicia. Ahora, como entonces, el pueblo solo puede juzgar a quien el poder le deja juzgar. Y ahora, como entonces, el pueblo español está acostumbrado a dejar este procedimiento en manos de diversas instituciones de las que, a pesar de todo, desconfía.
Los problemas ajenos y los propios
Si existe un estado míticamente ligado a la institución del jurado, ese es, por encima de cualquier otro, EE.UU. En varias ocasiones la leyenda de la justicia popular ha coincidido con otros tótems de la sociedad americana como la televisión o el cine. Quizá el encuentro más afortunado entre todos ellos se fraguó en las páginas del guion de Doce hombres sin piedad, escrito en la década de los cincuenta por Reginald Rose y adaptado con éxito a varios formatos. Sin embargo, la integridad del ciudadano número ocho (Henry Fonda en la película de Sidney Lumet) no es más que una parte, muy amable en este caso, de un proceso más amplio que en EE.UU. tiene una consideración, genuinamente norteamericana, de privilegio irrechazable: participar en el ejercicio de la justicia, desde el principio hasta el final.
Además de su integración en los jurados populares, la mayoría de la población estadounidense puede escoger a su sheriff, encargado de las labores policiales estatales que complementan las federales. Se asume, además, con absoluta normalidad, que en función de los deseos de su base electoral, cada sheriff aplicará la ley de un modo concreto. La justicia anglosajona en general y la estadounidense en particular están plagadas de conceptos que en la Europa continental suenan peligrosos. La sociedad norteamericana considera que es su labor controlar no solo la administración de justicia, sino el correcto funcionamiento de todo el aparato del Estado. La vigilancia del leviatán es uno de los principales argumentos esgrimidos por ciertos sectores para mantener su derecho a portar armas, a pesar de las evidentes consecuencias sociales que ello provoca. Es, por tanto, una concepción estatal netamente diversa a la preponderante en Europa, especialmente en la región mediterránea, y que, como cualquier otra, provoca ciertos desequilibrios. El problema para los estados del otro lado del Atlántico es que cada vez es más habitual que, a nuestros propios problemas institucionales, se añadan los importados de un modelo estadounidense cada vez más hegemónico.
Dado que los jurados siempre se forman a través de la elección aleatoria de unos miembros representativos de la sociedad, estos pueden llegar provocar calamidades ampliamente estudiadas pero nunca solucionadas: fenómenos como la tiranía de la mayoría, la dictadura judicial de ciertos poderes fácticos capaces de manipular las corrientes de opinión y realidades evidentes como el alto porcentaje de culpabilidades dictaminadas para ciertos delitos o colectivos denostados. Problemas gravísimos todos ellos, pero que podrían resumirse del siguiente modo: el jurado tiende a agudizar la benevolencia de la justicia con los ciudadanos más integrados en el tejido social y la severidad con los marginados. Esta realidad es hasta tal punto notoria que, habitualmente, los abogados defensores de medio mundo reprueban o aceptan el tribunal jurado en función de las características de su cliente y del tipo de crimen del que se le acusa.
Todos estos problemas son inherentes a la institución del jurado que, a cambio, debe permitir a los ciudadanos controlar la actuación de uno de los pilares del Estado. Sin embargo, en España, una serie de desequilibrios añadidos al funcionamiento de la institución provoca que esta pierda buena parte de los efectos higiénicos que pudiera tener.
En nuestro país, las Delegaciones Provinciales de la Oficina del Censo Electoral escogen por sorteo, cada dos años, la composición de las listas de ciudadanos de las que posteriormente se extraen los miembros de los jurados. Por desgracia, la generalización del español que lamenta su mala suerte al ser seleccionado para participar en algún proceso quizá no sea demasiado exagerada: la ciudadanía española no siente como algo propio la administración de justicia. En el mejor de los casos, el poder judicial se percibe como algo a lo que acudir para solucionar un problema; en el peor, la justicia es el más formidable de los enemigos. Afrontar desde esta consideración la participación en su administración no puede arrojar sino malos resultados.
Además, hay determinados crímenes que, por diversos motivos, no están sometidos a la institución del jurado: los españoles solo juzgamos los asesinatos y ciertos tipos de homicidios, los allanamientos de morada, los incendios forestales, la omisión de socorro, la infidelidad en la custodia de documentos o presos y una serie de delitos hoy en día politizados como el cohecho, el tráfico de influencias, el fraude y la malversación. Crímenes que, en muchos casos, suelen imputársele en bloque a los funcionarios y gobernantes públicos corruptos. Las razones aducidas en la legislación para justificar la elección de este catálogo de crímenes son, por un lado, su escasa frecuencia, que evita que un procedimiento tan complejo como el jurado colapse el ejercicio de la justicia y, por otro, una escasa complejidad técnica, que posibilita que los legos puedan juzgarlos. Si están preguntándose cómo es posible que esa batería de delitos económicos sean considerados «no complejos» por nuestra legislación, no se preocupen: muchos magistrados también lo hacen.
Y es que la relación de los profesionales del Derecho con el jurado no ha sido, en absoluto, ejemplar. Destacan, en este sentido, los esfuerzos que en muchas ocasiones realizan los jueces para que una serie de delitos presuntamente interconectados acaben bajo el paraguas de la judicatura profesional. La legislación, muy compleja en este apartado concreto, establece que cuando uno o más imputados son finalmente acusados de varios delitos y siempre que no sea posible juzgar cada uno de ellos por separado, los hechos deben ser valorados por el tribunal estipulado para el crimen principal. Esto ha provocado que muchos jueces refuercen la posición de ciertos delitos para tratar de evitar que un determinado proceso acabe en manos de un jurado en el que, como institución, muchos no confían. Los recelos son, por tanto, recíprocos.
Una figura incómoda
El jurado aporta, a pesar de los pesares, una enorme contundencia a la justicia española: el porcentaje de casos resueltos a través de este método que tienen que repetirse es realmente escaso. Al fin y al cabo, en cualquier procedimiento democrático es difícil decirle a la mayoría de la población, en este caso representada a través de un muestreo, que se equivoca. Pero esto no es óbice para reflexionar sobre el hecho de que, muy probablemente, parte de los profundos problemas estructurales de esta institución se trasladarán hasta sus decisiones.
En España, el tribunal jurado ha protagonizado alguno de los casos más mediáticos de la historia judicial más reciente. Uno de los más sangrantes para esta institución fue el caso Wanninkhof. En 2001, los nueve ciudadanos legos asumieron como propias las conclusiones finales del fiscal y consideraron culpable del asesinato de la joven Rocío a la acusada, María Dolores Vázquez, que fue condenada por el juez a quince años de prisión. Para una parte de la judicatura profesional y de la propia ciudadanía, pareció evidente que la enorme repercusión social del proceso había influido en el jurado. En 2004, Dolores Vázquez fue absuelta por un tribunal profesional y puesta en libertad tras diecisiete meses en prisión.
Más recientemente, un jurado popular consideró, por cinco votos contra cuatro, que el Presidente de la Comunidad Valenciana, Francisco Camps, y el Secretario General de su partido, Ricardo Costa, eran no culpables de haber recibido los famosos trajes y otros regalos a cambio de sus influencias. En el contexto sociopolítico actual, gran parte de la sociedad española había decidido, varios meses antes, justo lo contrario. A muchos ciudadanos les dolió, especialmente, la sonrisa con la que Camps recibió la buena nueva de su no culpabilidad; sin embargo, quizá la más ofensiva de sus reacciones, aquella que debía ofender a propios y extraños, partidarios y detractores, pasó más desapercibida: el gracias que el entonces Presidente valenciano lanzó hacia las nueve personas que acababan de salvarle por la mínima delata la situación del jurado en España. El resultado de su deliberación no es algo que un político deba agradecer. Fue un gesto de Camps, el ciudadano, que por un momento se vistió de nuestro semejante cuando se dio cuenta de que le acababan de hacer un favor.
Y es que el jurado no es sino el lugar donde la justicia y la ciudadanía entrelazan sus respectivas problemáticas. Y, por desgracia, en ese espacio reservado para el encuentro de ambas partes, en España se genera un ambiente doblemente enrarecido.
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