El prefijo pos- está de moda. Antes se usaba menos y solo servía para referirse a algo que había surgido de (y se relacionaba con) un periodo anterior; ahora, en cambio, está sobreexplotado y cualquiera puede llegar, añadírselo a una palabra y dárselas de interesante.
Semejante popularidad, claro, le está quitando cierta gravedad. En España, hasta hace bien poco la gran aportación del pos- era su fusión con la Guerra Civil. Junto a ella nos recordaba que los tres años que le precedieron fueron un despropósito y que, todavía durante su vigencia, el pan de cada día de muchos fueron la represión y la penuria. Sin embargo, tras el ataque de la posmodernidad en general y de la posverdad en particular, la misma sílaba se le puede añadir a cualquier vocablo sin pararse a pensar excesivamente en el significado que pretendemos alterar. Así, surgen engendros que aportan más bien poco a la hora de explicar la realidad y, encima, vacían de contenido los originales.
Fíjense. Si, por ejemplo, continuásemos el repaso cronológico a nuestra historia y posificásemos el periodo más importante del siglo XX español, obtendríamos el resultado posfranquismo. En su momento, esta palabra habría sido una cosa seria: un intento colectivo por recordar que lo que vino después de la dictadura estuvo fuertemente influenciado por aquellas cuatro décadas; pero, por la razón que fuese, se optó por llamar al singular momento Transición, y la posibilidad de un maridaje serio de nuestra raíz y la dictadura se perdió para siempre. Ahora, en pleno siglo XXI, el posfranquismo solo puede ser una ocurrencia, una bufonada. Una caricaturesca extensión de un periodo terrible.
Para poder traer semejante concepto hasta el presente, por tanto, la España actual debería parecer una sátira de su propio pasado y cumplir con eso de que la historia siempre se repite, primero como tragedia y luego como comedia. Y para eso tendríamos que vivir en algo parecido a una pseudodemocracia dirigida por un gallego de derechas, no muy carismático pero resultón. Sé que es algo poco probable (¡con lo que ha pasado este país!) pero, por si acaso llegase a suceder, deberíamos ser exigentes con los paralelismos para no precipitarnos en nuestro juicio. Por ejemplo, habría que comprobar que el nuevo líder fuese sucesor de otro (a poder ser más castizo, más enérgico) que se hubiera pasado un poco de frenada pero, en su frenesí, hubiese dejado sentadas las bases de una especie de posmovimiento nacional que ahora recorriese encabritado la piel de toro. Y no descuidemos los detalles: un accidente en avioneta del gran rival político es cosa del siglo XX, pero igual cabría algún percance leve en helicóptero, que es como más moderno.
Por otra parte, hay que considerar que en todo régimen que se precie hay varias familias (que no facciones, porque esas se traicionan y hasta piensan diferente; las familias sienten distinto, pero en el fondo reconocen la ascendencia del líder y su causa común). De hecho, si existiera algo así como un edificio político posfranquista, debería tener unas escaleras muy estrechas para que familias con nombres absurdos (aguirristas, sorayos y así) se atascasen en su intento por llegar al piso con mejores vistas. El del gallego, claro, que viviría en un ático de esos muy modernos a los que se accede a través de un ascensor privado, con una llave personalizada que solo te puede dar quien ya tiene su copia. Y es que la cuestión de la sucesión es muy importante en este tipo de inmuebles, en cuyos balcones se cuelgan pancartas y banderas que quieren transmitir mucho, pero sobre todo sirven para esconder que aquí de lo que se trata es de vivir por encima del resto y hay que dejar fuera a los otros. Y fuera, ellos mismos lo admiten sin rubor, hace mucho frío.
Pero seamos cautos. El posfranquismo no podría llegar a materializarse si, como sociedad, recordamos que la única razón de ser del régimen original fue que las cosas se hicieran como siempre se habían hecho (como Dios manda, que se decía entonces). Y es difícil que este país olvide los extremos a los que llegó la dictadura para evitar que alguien pensase, actuase o sintiese diferente. No obstante y por si acaso: ¿qué síntomas podrían delatar la desmemoria de la España del siglo XXI?
Cableada hasta el tuétano y rodeada por unas cuantas democracias que ya estaban por ahí a mediados de los setenta, al posfranquismo le resultaría complicado reproducir ciertas estrategias del pasado. Por ejemplo, le sería imposible ejercer el monopolio informativo a través del NODO, así que tendría que aceptar la libertad de prensa, hacerla suya y buscar alguna forma de que los todos los medios plurales dijeran lo mismo. Luego, como los pantanos ya quedaron inaugurados hace tiempo, habría que construir autopistas, aeropuertos o cualquier otra cosa (necesaria o no) para que varias décadas más tarde, cuando la indignidad del régimen avergonzara a todos, sus defensores pudieran señalarlos orgullosos y preguntar qué habríamos hecho sin ellos. Y nada de fusilar, que eso hoy en día está todavía peor visto que antes; independentistas, artistas y demás chusma (que igual a usted pueden parecerle cosas muy diferentes, pero para el posfranquismo son la misma basura), de cabeza a la cárcel, pero a una muy cómoda y moderna, para que privar de libertad a la gente parezca una nimiedad, aunque luego esa persona de la que usted me habla y ya no forma parte de mi partido mejor que no entre. Por si acaso.
Todo esto sería, ciertamente, muy preocupante. Sin embargo, peor sería que el río no dejase de traer mierda y aquí nadie se preguntase por qué la estamos cagando. Porque son esa clase de preguntas, y no otras, las que hacen que este tipo de regímenes pongan sus barbas a remojar en su propio cenagal. La primera señal del apocalipsis posfranquista sería verle ofrecer al pueblo una ficción de su propia regeneración. Imagínense lo que podría dar de sí un Carrero Blanco del siglo XXI, con perfil verificado de Twitter y el apoyo de los medios. Incluso, cabría añadir, no está claro que en este mundo virtual alguien lograse hacerle saltar por los aires electorales, y a lo mejor nos lo encontramos encabezando algunas encuestas (que, si lo piensan, es casi peor a que nos lo impusiera el gallego, ya decrépito). En el posfranquismo, de hecho, esta comparación podría resultar un tanto controvertida, así que mejor lo dejamos aquí por si acaso.
Y es que siempre es mejor prevenir que curar. Por tanto, ¿qué hacer si algún día nos vemos atrapados en una deriva posfranquista? Por suerte y por desgracia, en ese caso podríamos acudir nuevamente a nuestro pasado; al tiempo en el que se recorrieron muchos caminos que llevaban, es cierto, en direcciones opuestas, pero que partían de un mismo convencimiento: era mentira. No había por qué resignarse y aceptar como inevitable un régimen miserable.
Debe existir, incluso, un cierto placer inconfesable en el hecho de reccorer esos caminos. Al no sentirse partícipe de la vergüenza. Me temo, eso sí, que con ese pecado viene la penitencia de mirar a los ojos de nuestra historia y comprender qué podría llegar a conectar al posfranquismo con su padre putativo: y es que en este país la rueda del tiempo solo gira si apunta en una determinada dirección. Y si para que no avance tenemos que apoyar al imbécil que sujeta un palo para detenerla, nuestro líder podrá hacerlo con toda la fuerza que le da nuestro miedo.
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Lo del gallego, lo dices por «Muiña», que traducido sería Mejor Molina, no?
Qué cojones tendrá que ver el lugar de nacimiento?
Salvo que seas un renegado y quieras disimular…
Efectivamente, no tiene nada que ver. Como habrás comprobado, el artículo pretendía aprovechar cualquier coincidencia absurda para plantearse otras, por desgracia, más serias. Y resulta que Franco y M., son ambos gallegos, como la mitad de mi familia.
Si una República catalana perdería más de la mitad de su riqueza y población, una República gallega iba a pasar hambre al estilo albanokosovar. Hay que ser necio para ser separatista gallego como este tipo, Que en Cataluña o Vascongadas que son regiones que desde el siglo XIX se han enriquecido haya un nacionalismo ombligista es comprensible como lo hay en el Norte de Italia y en menor medida en regiones como Baviera en Alemania o Texas en EEUU, pero que una región empobrecida, con cerca de un 25 % de habitantes mayores de 65 años tenga nacionalismo es iincomprensible. Los gallegos me caen bien y los tengo por inteligentes, pero con los del bloque y las mareas pongo la excepción, porque gente mala, tonta o engañada la hay en todas partes. order a custom essay