Elric de Melniboné, la gran epopeya multiversal de Michael Moorcock (I)
A estas alturas, todavía es necesario reivindicar constantemente la literatura de género, ya sea la fantasía, la ciencia ficción o cualquier otra de las que conforman ese inagotable universo creativo. El hecho de que a menudo se trate de obras de nicho que pueden construirse sobre cronologías internas confusas y que conforman largas sagas no ayuda a que el lector ocasional se acerque a ellas. No obstante, por encima de estas consideraciones siempre hay que reivindicar las obras que aportan diferentes sensibilidades y reflexiones; aquellas que demuestran que hay ideas que solo pueden tratarse de manera clara cuando uno se aleja del realismo y deja que el propio universo se convierta en una narrativa; las que hablan de cosas que no existen en la realidad y, sin embargo, nos permiten meditar sobre ella. Un ejemplo sería cómo Moorcock consiguió hablar del multiverso, de la tensión entre el cambio y lo estático, de la pérdida sentimental, de la herencia colonial británica… escribiendo la historia de Elric de Melniboné en los Reinos Jóvenes.
Nada atenaza tanto la cultura popular y su desarrollo como el canon. Hablo de esa lista de obras que deben ser leídas, vistas o escuchadas por todo el que quiera estar al día, ser culto y participar en las conversaciones del momento. Ese listado machacón de lo que se debe conocer, lo que merece la pena analizar y lo que es necesario comentar. No estoy refiriéndome solamente a un ejemplo puramente académico como el de Harold Bloom en su narcisista, eurocéntrico y pedante El canon occidental, que podríamos resumir de manera jocosa y exagerada en que Shakespeare es la medida de todas las cosas porque escribe en inglés y eso no es cosa menor, o dicho de otra manera, es cosa mayor. No, estamos hablando de una corriente de pensamiento que consigue que cualquier ensayista pueda parecer coherente y bien formado al tratar un asunto cultural, por complejo que sea el mismo, haciendo referencia a dos o tres obras una y otra vez, a pesar de que las relaciones se vayan haciendo cada vez más tenues y gratuitas.
Ese embudo cultural hace que dichas obras deban hablar de todo, de manera que no tengamos que adquirir el conocimiento de recogido por alguna otra para poder tratar el tema de moda. A menudo, el escritor u opinador parece un niño que está emperrado en que esa figura con forma triangular encaje en el receptáculo con forma cuadrangular. Él sabe que, al final, todo se limita a darle los suficientes golpes; lo que menos le importa es que el triángulo se rompa, porque buscar el cuadrado llevaría más tiempo del que tiene o quiere emplear en su tarea. Cuando uno tiene un martillo, todo parece un clavo. Así pues, ¿por qué no se va a poder explicar cualquier suceso con esta novela que me he leído? Y es que, leerse otra distinta, podría llevar demasiado tiempo.
Este fenómeno se manifiesta en el caso de la fantasía de manera indudable. Todos hemos leído artículos supuestamente profundos que emplean El señor de los anillos o Juego de Tronos para hablarnos de la realidad social o política de nuestro mundo, de filosofía, historia, gastronomía… De lo que sea. Suelen ser también los mismos textos y autores que reivindican que en la fantasía se pueden encontrar claves para analizar la realidad… siempre que esas claves estén en esas dos sagas que, con suerte, se han leído. Aunque a veces basta y sobra incluso con haber visto la adaptación audiovisual de turno. Porque ahí está el problema: el análisis se devalúa a través del empleo de un conjunto de herramientas tan limitadas que estas deben ir ampliando su capacidad explicativa hasta que este se diluye. No todas las obras hablan de todo, ni el hecho de que una obra sea de fantasía hace que sirva para hablar absolutamente de todo lo que habla cualquier otra obra fantástica. Lo mismo pasa, no nos equivoquemos, con la ciencia ficción, los videojuegos, los cómics, el anime… Con todo aquello en lo que el comentarista cultural medio tiene unas lagunas intenta disimular. El método consiste en picotear, leer «lo que hay que leer» (es decir, lo que ya han leído otros como él) y en afirmar, de ahí en adelante, que ese mismo canon le sirve para todo.
La defensa que se esgrimirá para defender el procedimiento será, seguramente, que la metáfora debe llegar al gran público, por lo que es normal que se empleen las obras más conocidas. Este pensamiento aparentemente intuitivo es al mismo tiempo otra señal de la citada enfermedad cultural del canon: pensar que solo lo que es conocido debe ser empleado en el discurso cultural nos condena a estar siempre a remolque de las grandes compañías de lo audiovisual, que decidirán con su inversión económica qué es digno de participar en dicha conversación. Frente a esto, cabe pensar que el comentarista tiene siempre la oportunidad de aportar algo a ese diálogo, de sumar una obra o un autor. Si no, si todo lo que hará es reproducir por enésima vez la opinión más peregrina de El señor de los anillos, Juego de tronos o La guerra de las galaxias. Y eso, igual es mejor ahorrárselo.
Esta introducción tiene sentido porque, al hablar de la larga saga de Elric de Melniboné de Michael Moorcock, uno no puede evitar plantearse cómo puede ser que, para hablar del cercano proceso del Brexit, de la herencia colonial del Reino Unido y de casi toda la historia reciente del continente casi no se mencione esta obra. Y no nos equivoquemos: esto no se debe a que dicha obra no tenga la enjundia ni la profundidad necesaria para ello, tampoco por su falta de importancia en la historia de la literatura, fantástica o no; ni a algún tipo de consideraciones estéticas o artísticas en torno al uso del lenguaje. El único motivo que puede existir es que esos comentaristas no se la han leído. Y, normalmente, no lo han hecho porque nadie les ha dicho que lo hagan. Así pues, es mejor exprimir Juego de Tronos hasta el fin, por poner un ejemplo reciente, simulando que uno sabe algo de fantasía y pervirtiendo la obra al emplearla para explicar todo; incluso elementos ausentes en la obra original y que solo aparecen si estamos dispuestos a deconstruirla tanto que, al final, hablará de cualquier cosa menos de lo que el autor pretendía.
Así pues, recuperar a Elric es necesario. Hacerlo es una reivindicación de la contracultura y servirá para tratar de reflexionar acerca de su posible vigencia en nuestro tiempo. Leer a Moorcock supone reencontrar una saga que, pese a su longitud y a los premios que ha ganando su autor, sigue en los márgenes de la supuesta relevancia cultural. Esto nos habla de cómo, en estos rincones apartados, a menudo sobreviven propuestas diferentes que podrían explicar nuestra realidad mucho mejor que otras que ya están trilladas. Para eso, claro, algunos deberían leerlas.
Michael Moorcock o la contracultura que se acabó fagocitando a sí misma
Hablar de Michael Moorcock es hablar de una de las figuras más importantes de la historia de la literatura fantástica en todo el mundo. Este británico nacido en 1939 fue un auténtico niño prodigio. Con diecisiete años ya era editor de Tarzan Adventures, con dieciocho escribía su primera novela y con diecinueve trabajaba en The Sexton Blake Library. De ahí que a nadie le deba extrañar que, con solamente veinticuatro, acabara en el puesto de editor de New Worlds y, desde la mítica publicación británica, ayudara a dar a luz al movimiento de la New Wave británica. En el proceso, tuvo el orgullo de ver como varios parlamentarios británicos llegaron a pedir que se le retirase la subvención del British Arts Council a la publicación debido a su contenido. Porque, recordemos, la ciencia ficción puede ser tan peligrosa como cualquier otra forma artística para el poder establecido y una panda de escritores supuestamente minoritarios al servicio de un joven editor llegaba a dar miedo.
Es importante tener en cuenta que voy a centrarme en la obra de juventud de Moorcock. Después de todo, sus obras dedicadas a Elric se empiezan a publicar cuando el autor apenas cuenta con veintiún años. Lo indico porque el estilo de Moorcock ha ido cambiando con el paso de los años, hasta el punto de que a veces casi parecen existir dos versiones diferentes del británico. En las primeras historias de Elric, nos encontraremos la muestra más refinada de lo que podríamos calificar como su primer periodo. Este se extiende, aproximadamente, a lo largo de las décadas de los sesenta y setenta. Se trata de una etapa muy prolífica en la que demuestra estar dotado de un monumental talento para la construcción de grandes sagas de fantasía que entroncan con los viejos pulps y con el romance planetario. En general, sus obras destacan por una imaginación aparentemente sin fin y el desarrollo de una miríada de ideas que construyen un universo único, pero de manera desorganizada, caótica y totalmente personal. Aquí tenemos el nacimiento de ciclos como el de Elric, el de Dorian Hawkmoon, el de Corum, el de Erekosë, el de Jerry Cornelius… El concepto del Campeón Eterno nace y se desarrolla en libros que son escritos a la carrera, en los que la trama tiene una importancia primordial y las grandes ideas están por encima del estilo literario.
Es curioso que el fin de esta primera etapa, que posiblemente sea también la más interesante y fértil de cara al futuro de la carrera de Moorcock, coincida con la publicación de un ensayo que, por sí solo, serviría para situar a cualquier autor en una posición de privilegio dentro de la historia de la literatura fantástica. Hablamos de Epic Pooh, un texto muy famoso en el que Moorcock defiende que gran parte de la literatura fantástica más laureada y citada, con Tolkien a la cabeza, destacaba por construirse sobre una ideología conservadora que no solamente afectaba a su contenido, sino también a su continente, con un uso del lenguaje y unos recursos totalmente conservadores y retrógrados que irían de la mano con las ideas de los propios autores. Para Moorcock, el éxito de Tolkien es el de una ideología conservadora; el de una literatura de confort y evasión que no se enfrenta a los problemas reales de su tiempo, sino que busca el escapismo y la consolidación de unos valores propios de la pequeña burguesía. No puedo evitar citar una parte del ensayo en una de las revisiones del mismo que realizó el propio Moorcock, muy amigo de este tipo de reescrituras:
«El señor de los anillos es una perniciosa confirmación de los valores de una nación en declive, con una clase dirigente moralmente arruinada, cuya autoprotección cobarde es la principal responsable de los problemas a los que Inglaterra respondió con la despiadada lógica del thatcherismo. La humanidad fue ridiculizada y marginalizada. El sentimentalismo se convirtió en el sustituto aceptable. Muy pocos parecieron ser capaces de diferenciarlos».
Ese Moorcock, furibundo militante contra la fantasía que podemos considerar clásica, es el que había existido hasta aquel momento. Un autor capaz de escribir espada y brujería sin abandonar en ningún momento la lucha a favor de un pensamiento crítico; capaz de mantener una mirada desencantada sobre una nación, la británica, que se había convertido en una pesadilla para todos aquellos que no comulgaran con la ideología extremista que personificaban Margaret Thatcher y sus acólitos. Era el caldo de cultivo de Alan Moore, de Grant Morrison, del punk, del mejor Ken Loach, de Irvine Welsh… y Moorcock lo había contado con héroes fantásticos, mundos imposibles y un multiverso en el que existían ideas eternas cuya esencia y cuyas personificaciones se iban multiplicando a través de diferentes dimensiones.
Ese mismo 1978, Moorcock publica también Gloriana, la obra que seguramente cambiará su fortuna literaria. Por fin llamará la atención de los autores que podemos considerar serios y entrará en nuevos círculos culturales, pasando del ostracismo a ser aplaudido por los suplementos literarios del Times y semejantes. Ganará el World Fantasy Award y el John W. Campbell Memorial Award, dando el pistoletazo de salida a una serie de obras que gozarán de una muy superior acogida crítica y hasta comercial. Así, llegarán Mother London, el Pyat Quartet, la secuencia de Von Beck y hasta excursiones por la literatura de franquicia como The Coming of the Terraphiles, una muy decepcionante entrega de Doctor Who. En general, estas son obras mucho más literarias que las anteriores y en las que el interés de Moorcock pasa a estar más bien en la palabra y no en la trama. El resultado es tedioso, por momentos excesivamente alambicado y sirve como muestra de que, en el camino a la relevancia literaria, a menudo hay que sacrificar lo que hace único e interesante a un autor. Sigue habiendo destellos de genio, por supuesto, pero al abandonar su voz única y personal para adoptar una más aceptada por la crítica mayoritaria, Moorcock pasa de ser un autor de referencia de la fantasía a ser un autor académico más, uno de esos escritores de prestigio que pueden ser leídos por los intelectuales que se han apartado de lo popular. Otro ejemplo cercano sería Alan Moore, no en vano admirador de Moorcock, cuya Jerusalén es digna de ser mencionada en cualquier suplemento literario de los que nunca pensarían por un momento en dedicar un párrafo a sus cómics del Capitán Britania, Doctor Who o Star Wars.
Hay que señalar, por lo curioso del asunto, que en paralelo a su carrera literaria Moorcock también tiene una extensa e interesante relación con la música rock. Así, podemos señalar que es el líder de la banda Michael Moorcock & The Deep Fix, que ha colaborado con Hawkwind, con Spirits Burning y, en la que posiblemente fue su cumbre en el mundo de la música, cuenta con el honor de haber escrito las letras de tres canciones para Blue Öyster Cult. Sirva este pequeño apunte para subrayar como la carrera de Michael Moorcock es una de las más personales, únicas e importantes del fantástico mundial, plagada como está de vericuetos inesperados y brillantes.
Con Moorcock estamos, por lo tanto, ante un ejemplo de como, desde la contracultura más absoluta, desde el género más puro, se puede llegar a ascender hasta el reconocimiento general. La duda que se nos plantea es, por supuesto, cuál es el precio del cambio. Es fácil convertir su experiencia vital en una suerte de cuento moral, en la historia de cómo una de las prosas más frescas de la historia del fantástico se convirtió en un anquilosado monumento a la intelectualidad más vacua a cambio del éxito y el reconocimiento de la alta cultura. Es difícil no convertir a Moorcock en un émulo de Robert Johnson e imaginarlo sentado en un cruce caminos en 1978, planteándose vender su alma a cambio del éxito crítico. Por desgracia para nosotros, lectores, al igual que el mítico guitarrista estadounidense o que Bart Simpson, Moorcock decidió que su alma era lo de menos.
La complicada historia de una saga en demasiadas partes
Aunque hoy en día, con el éxito comercial y la proliferación de las sagas inacabadas e inacabables, nos pueda parecer imposible, la fantasía de los años sesenta y setenta era un mundo muy reducido tanto en público como en oportunidades de negocio. Lo normal por aquel entonces era que los autores subsistieran a base de escribir relatos para revistas especializadas y, si tenían suerte, pudieran llegar a sacar alguna novela corta. En realidad, el panorama era muy parecido al que uno se encuentra cuando lee acerca de las novelas pulp de los años veinte y treinta, pero con el hándicap de que había muchas menos publicaciones. El éxito de El señor de los anillos era la excepción que confirmaba la regla y los aficionados que llegaban al género gracias a esa extensísima epopeya acababan descubriendo que su futuro era sumergirse en antologías y rebuscar entre revistas para poder seguir el trabajo de los que serían sus nuevos autores favoritos. La saga de Elric de Melniboné, por supuesto, es un buen ejemplo de ello.
Entre junio de 1961 y diciembre de 1962, se publicaron en Science Fantasy seis novelas cortas. En ellas, Moorcock fue construyendo poco a poco y de manera bastante libre el personaje de Elric y su mundo, los Reinos Jóvenes. En realidad, no era nada diferente a lo que tres décadas antes había hecho Robert E. Howard con Kull y, sobre todo, con Conan. Moorcock nos regala en aquel momento La ciudad de ensueño, Mientras los dioses ríen, El ladrón de almas, Reyes en la oscuridad, Los portadores del fuego y Al rescate de Tanelorn… Era una serie de obras que nacían de la traumática destrucción de Melniboné, un reino isleño que había sido considerado invencible durante milenios, que había dominado el mundo y al que ahora regresaba su legítimo gobernante para arrasarlo hasta los cimientos. Elric se nos presenta ya como un personaje finalizado, en la culminación de su arco personal. Se niegan así desde el principio algunas de las supuestas máximas literarias que cualquier autor debería seguir. Elric es el legítimo rey de la corrupta Melniboné/Inglaterra y regresa a casa para destruirla por culpa de la traición, de la maldad y de un amor condenado a perecer. Así, ya en su primera aparición, se nos presenta un personaje que es un mero peón de los acontecimientos. Nunca será el agente de su destino, sino una marioneta que parece seguir adelante cuando la gran saga de su vida ya ha sido contada, ignorante del futuro que le espera.
Recordemos que Elric nace en la temprana fecha de 1961. Los Beatles todavía no habían grabado ningún single y la mejor película en los Oscars era El apartamento (The Apartment, 1960). En medio de ese panorama cultural aparecía un autor de veintiún años que escribía las desventuras de un antihéroe albino, extremadamente delgado y enfermizo, vestido de negro, con una espada maldita que devoraba las almas de sus enemigos, que había traicionado y causado la destrucción de su reino, que servía a los caprichosos designios de los dioses del caos y que no sabía cuál era su lugar en el mundo. Un delirio de adolescente y gótico que cobró vida antes de que nadie pudiese pensar en la posible existencia de tal subcultura, una curiosa muestra de precognición cultural por parte de un Moorcock que decía haberse inspirado en una ruptura sentimental. Así, podemos apuntar que la saga de Elric nos señala que la existencia de la experiencia de la adolescencia, al menos en el Reino Unido, ya era una realidad en una fecha tan temprana como esta. Tal vez esto también nos indique un cambio con respecto a la literatura pulp que alimentaba al propio Moorcock: su obra está destinada en cierto modo a otros adolescentes, no es para niños ni a adultos.
Este primer ciclo de Elric tuvo cierto éxito, al menos el suficiente para que Moorcock decidiera volver al personaje en cuatro nuevas novelas cortas entre junio de 1963 y abril de 1964. En realidad, merece la pena aclarar que, técnicamente, en inglés las seis primeras se consideran novelettes, mientras que las cuatro siguientes son ya novellas. Algo que simplemente viene a significar que las que integran esta segunda tanda son algo más largas. Aquí estaban La llegada del Caos (I), La llegada del Caos (II), El escudo del gigante triste y La desaparición de un señor condenado. El resultado final era, valga la redundancia, el fin del mundo, la muerte de Elric en mitad de su muy peculiar triunfo y una última frase que pasaba directamente a la historia de la literatura fantástica. No había más que contar. Moorcock todavía no había cumplido los veinticinco y mataba sin miramientos al personaje, sabedor de que tenía muchas historias de muchos otros que también quería contar.
Así pues, toda la parte que podemos considerar clásica de la saga de Elric se había publicado en menos de tres años y había estado formada únicamente por historias cortas. A estos diez relatos fundacionales se le irían uniendo algunos más de manera esporádica y que se dedicaban a rellenar algunos huecos de la cronología. Lograron mantener el interés de los lectores hasta que, en 1972, por fin, se publicó Elric de Melniboné. En esta ocasión, Moorcock daba el salto a la novela y nos contaba el origen del personaje protagonista. Estamos, posiblemente, ante la obra más conseguida de Moorcock dentro de la saga de Elric, un textoque une la libertad y la creatividad de su primera etapa con una mejor construcción de la estructura general de la obra, consiguiendo una novela que parece hilvanada a partir de varias novelas cortas, pero que funciona como conjunto. La seguirían, en 1976, Marinero en los mares del destino; La fortaleza de la perla, en 1989; La venganza de la rosa, en 1991; y The Citadel of Forgotten Myths en 2022. En total, cuatro novelas escritas a lo largo de cuarenta y seis años, porque, en cierto modo, para el autor Elric ya había muerto en los años setenta. Podemos encontrar el punto de corte en 1976, dos años antes de su éxito con Gloriana, cuando todavía se puede encontrar el estilo previo de Moorcock en Marinero en los mares del destino, la última gran obra de Elric.
Una lectura organizada de la saga de Elric es, por lo que ya se habrá podido intuir, algo bastante complicado. A todo lo ya expuesto habría que sumar algunos ciclos secundarios y que, por si fuera poco, el ciclo no está publicado íntegramente en castellano. En inglés, destaca la edición, considerada oficial, de la editorial Gollancz, en cinco volúmenes. Dedica cuatro a las obras que ya he mencionado y, el último tomo, al ciclo de La hija de la ladrona de sueños. En esta serie de dos artículos que iniciamos hoy, nos ceñiremos a la edición española de Edhasa que, pese a su falta de ambición, resulta muy funcional, con el añadido de la reciente y todavía inédita en España The Citadel of Forgotten Myths.
Ignoraremos los ciclos secundarios, como el llamado Elric at the End of Time y The Moonbeam Roads, inaugurado por La hija de la ladrona de sueños, que es el único de los volúmenes que llegó a ser editado en España por el ya desaparecido sello Marlow. Además, son en todo caso muestras del Moorcock más tardío y por ello menos interesante, una figura y un periodo al que podremos regresar en el futuro a través de La venganza de la rosa y, sobre todo, a The Citadel of Forgotten Myths. Pero, de momento y como a partir de 1960, es el momento de los primeros Elric y Moorcock.
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Enorme artículo, no por la longitud, si no por su contenido, podría decirse o al menos eso creo yo, que Elric es una de esas sagas fantásticas un poco olvidadas, ojalá siga así antes de que Netflix o similar la destruyan y la conviertan en un éxito o fracaso , da igual, televisivo.
Fue una de mis primeras lecturas en el género fantástico, y tal vez la que con más fuerza me metió dentro del género.
Gracias por darme una nueva visión sobre esta obra.