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Elric de Melniboné, la gran epopeya multiversal de Michael Moorcock (II)

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Decíamos hace un par de semanas, en la primera entrega de este artículo, que todavía hoy resulta necesario reivindicar la literatura de género. La fantasía, la ciencia ficción están repletas de obras con diferentes sensibilidades y reflexiones distintas; alejándose de eso que llamamos realismo, logran hablarnos de un modo peculiar de nuestro mundo. Un ejemplo de cómo lograrlo es el del inglés Michael Moorcock y, el gran exponente de su carrera, es su mítico personaje: Elric de Melniboné. 

Elric, el Campeón Eterno definitivo

Si intentásemos trazar una línea temporal, por descontado muy general y gruesa, de los grandes personajes de la fantasía denominada medieval, es muy fácil que tuviésemos que empezar remontándonos a los caballeros medievales soñados por gente como Chrétien de Troyes o Thomas Malory. Mucho después llegaríamos a los héroes de la estirpe del romance planetario, ejemplificados por el John Carter de Edgar Rice Burroughs. Del mismo autor, tendríamos a los hombres salvajes que regresan a la civilización y parece que la refuerzan y llenan de fuerza como su Tarzán. La ruptura, cogiendo mucho de la idea del salvajismo bárbaro, pero enfrentándolo ahora a una civilización vista como algo decadente, llegaría sin duda con el Conan de Robert E. Howard. Fue una revolución que ya había sido prefigurada en otras obras anteriores del texano como su ciclo de Kull. A partir de ahí tenemos una vuelta a lo clásico con Tolkien y esos niños que viajan al mundo fantástico de Narnia de la mano de C. S. Lewis, el giro hacia la picaresca de Fafhrd y el Ratonero Gris de Fritz Leiber… y la llegada de Elric para ponerlo todo patas arriba.

Porque Elric es la negación de casi todo lo precedente. Frente a los héroes proactivos, que buscan la acción y la provocan, él es una víctima de las circunstancias y solamente quiere mantenerse en un estado de aparente estasis. Es curioso que, en la escritura de Elric de Melniboné, cuando por fin se explica su origen, se afirme que finalmente se retirará durante un año a los Reinos Jóvenes para conocerlos. Uno querría pensar que lo hace para vivir aventuras por ellos; pero la realidad es que nosotros ya hemos leído lo que pasará y sabemos que Elric va a seguir siendo presa del destino. Podría parecer un error, pero en realidad es una estrategia que ilumina las contradicciones del personaje, que quiere ser en cierto modo un héroe pero está condenado a ser otra cosa diferente, mero peón de un juego que no comprende. Elric es un héroe apático que parece no tener nunca un objetivo claro, a menudo tiende a la autocompasión y establece metas tan difusas que, como lectores, sabemos perfectamente que no son objetivos, sino excusas. Es, en cierto modo, tan real que no puede ser un héroe al uso; él no puede crear la aventura sino solamente reaccionar ante los sucesos que el destino lanza hacia él una y otra vez.

Es cierto que Conan, al que es más fecundo compararlo, a menudo se encuentra también con problemas sin esperarlos ni buscarlos, pero siempre los enfrenta con la idea de conseguir algún beneficio, con la esperanza de mejorar en un viaje hacia la grandeza. En Tolkien tenemos una serie de personajes que se embarcan en una epopeya que saben majestuosa, la más grande imaginable, para salvar a su mundo de la manera correcta. Los hobbits salen de su acogedor hogar para enfrentarse a un mundo agreste y salvar su Arcadia. Elric vuelve a su hogar para destruirlo. Fafhrd y el Ratonero Gris son pícaros divertidos, John Carter lucha por su mundo de adopción contra todo tipo de males y Tarzán siempre se da un fuerte golpe en la cabeza para olvidar tanta complicación y volver a su estado original de buen salvaje… Todos ellos buscan la aventura o la propician con sus acciones. Elric, sin embargo, se ve arrastrado a ella; está obligado a ser un héroe, a representar un papel para el que nunca ha estado preparado.

Elric es, también, un personaje débil que solamente mantiene su vitalidad con el consumo de drogas y con las almas que su espada devora para alimentarle. No es el mejor guerrero, no es el más valiente… no es el mejor en nada. Su mayor fuerza intrínseca proviene de su hechicería, de artes oscuras a las que suele recurrir como última opción y que se construyen sobre los antiguos pactos de sus antepasados con diversos seres demoniacos o sobrenaturales. Cada vez que emplea su magia, rompe un poco más sus lazos con el pasado de su estirpe; acaba con los últimos vestigios de una Melniboné que, según su educación, debía preservar. Elric no solamente es el último de los emperadores de la Isla del Dragón sino que tras él nunca podría haber otros, puesto que ha destruido el mismo país y las alianzas mágicas que lo hacían posible. En cierto modo, Moorcock plantea que su personaje ni siquiera es un gran hechicero, solamente tiene la fuerza de la tradición ayudándole. Elric es, en cierto modo, un ejemplo del nepotismo absoluto: un hechicero que solamente lo es por herencia, no por capacidad.

Otro aspecto clave del personaje es la extraña lealtad que parece despertar en los que comparten aventuras con él. El caso más claro es, por supuesto, el de Moonglum, su compañero en la última etapa de su carrera; pero también podemos pensar en otros casos como el de Smiorgan. Esas relaciones fueron muy bien definidas por el grupo Hawkwind en su tema Moonglum, que abren diciendo «Moonglum, amigo sin ninguna razón/Moonglum, amigo sin ningún motivo». Esa es la lealtad que causa Elric, la irracional e inexplicable, la de ver a personajes capaces de dar su vida por él sin que este parezca haber aportado nada a sus vidas más allá de su trágica figura. Lo cierto es que Moorcock juega aquí con las cartas marcadas: un elemento clave para entender a Elric es que se trata de la encarnación de una fuerza mayor, del Campeón Eterno.

Y es que, si algo ha dado fortuna a Michael Moorcock, ha sido su idea del multiverso. Descubrir el origen de un concepto semejante es casi imposible, hasta el punto de que se pueden encontrar referencias previas que van desde relatos de los años treinta, hasta las obras de H. G. Wells, pasando, por supuesto, por los cómics de DC. En 1961, esta compañía publicaba ya la mítica historia El Flash de dos mundos, considerada como la llegada del multiverso al mundo de la editorial americana. Pero lo cierto es que el primer uso del término y su aplicación a lo que popularmente consideramos hoy que significa se debe a Moorcock: en su historia The Blood Red Game, de 1963, dice lo siguiente: «enjoyado, el multiverso se desplegaba a su alrededor, lleno de vida, rebosante de energía palpitante». Ahí sitúan las fuentes académicas el primer uso del vocablo multiverso en una obra literaria, que no es poca cosa.

Pero lo más interesante de Moorcock no es solamente que haya podido crear el concepto, algo siempre discutible puesto que se trata de una idea que, ciertamente, preexistía a la palabra con la que finalmente lo expresamos. Importa también cómo el británico lo ha ido desarrollando, hasta el punto de convertir toda su carrera en una exploración del mismo. La obra literaria de Moorcock habita en un mismo universo compartido, un multiverso en el que los personajes pueden saltar de una realidad a otra, a veces de manera consciente y a veces de manera inesperada. En él, un poeta inventado por Swinburne en nuestro mundo real, o puede que no, es capaz de aparecer en un plano paralelo a los Reinos Jóvenes para ser compañero de Elric durante alguna aventura y luego volverse a su realidad, o a otra, para allí seguir con sus peripecias. Incluso podría reaparecer en algún relato posterior. Del mismo modo, los diferentes héroes de Moorcock pueden coincidir en una aventura particularmente importante en la que las apuestas sean verdaderamente altas.

Porque además de crear todas esas realidades, el multiverso de Moorcock destaca por construirse desde la idea de la existencia de algunas personas que encarnan ideales eternos, arquetipos que se repiten de manera no idéntica en todas las realidades. El más famoso, por supuesto, es el Campeón Eterno, que es a la vez Elric, Dorian Hawkmoon, Corum, Erekosë… y, a pesar de ello, es diferente en cada ocasión. No obstante, siempre porta su propia arma única, ya sea una espada como la Tormentosa de Elric o bien un bastón como el Rúnico de Hawkmoon. Y siempre, también, le acompaña un compañero, un amigo fiel que se encarga de ayudarle y que explica la lealtad que despierta en algunas personas el héroe. Esos campeones nunca son dueños de su destino, sino peones de la guerra entre la Ley y el Caos, seguramente un instrumento de la Balanza. Pero eso es algo que nunca sabremos, ni ellos tampoco.

El multiverso de Moorcock es, así, el terreno en el que tiene lugar la lucha definitiva. Una lucha entre el cambio y lo inmutable, entre el Caos y la Ley. Ninguno de ellos es bueno ni malo y, si cualquiera triunfara definitivamente, el mundo se destruiría. Si venciese el Caos, nuestro futuro sería una existencia sin ningún tipo de certeza, un mundo cambiante de aberraciones en el que la conciencia no podría existir y nada sería inmutable ni cierto. Si la Ley consiguiese imponerse, nuestro mundo se convertiría en un erial eterno en el que no podría haber ningún cambio, un desierto inanimado en el que nada podría suceder porque nada podría cambiar, nunca, durante toda la eternidad de un tiempo que tampoco podría continuar. En medio, la Balanza, el concepto menos desarrollado y más oscuro, una fuerza que parece tratar de conseguir que el multiverso, entendido como el resultado de la influencia de las dos grandes fuerzas cósmicas, siga adelante.

La idea del Campeón Eterno es una de las más fértiles de la fantasía y la ciencia ficción desde que Moorcock la propuso en los años sesenta. El multiverso, a su alrededor, ha ido convirtiéndose casi en un estándar, hasta el punto de que en una serie tan alejada del fantástico como Luther llegase a verse el signo del Caos de Moorcock en un episodio. También se ganó el homenaje de Terry Pratchett, que definía a su mítico Rincewind, protagonista inicial de su serie del Mundodisco, como el Cobarde Eterno. Además, la estética de Elric y su carácter torturado llegaron a otros muchos personajes de la fantasía de gran éxito actual, como podrían ser Drizzt Do’Urden, el elfo oscuro más famoso de la literatura fantástica, creado por R. A. Salvatore; y el Geralt de Rivia de Andrzej Sapkowski. En todo caso, nunca ninguno tuvo ha podido igualar el nihilismo del torturado último emperador de Melniboné, cuya primera historia nos contaba cómo traicionaba y destruía su propio hogar.

Elric preclásico o arcaico (1961-1971)

Empezaremos un repaso por la obra concreta de Moorcock con sus primeras obras, las que podemos considerar como arcaicas o preclásicas, usando la terminología que suele emplearse en el mundo artístico. En estas primeras historias, todas ellas relatos o novelas cortas, se construyen un personaje y un mundo, pero todavía no se les consigue dar la profundidad posterior. Estamos hablando, ya lo hemos comentado, de una obra de juventud en la que podemos ver como el dominio del lenguaje de Moorcock todavía se está estableciendo. De ahí que no se lance a narrativas más largas y prefiera permanecer en el terreno de la historia corta, buscando cerrar el ciclo con relativa velocidad.

En cierto modo, podríamos considerar que en este periodo cuenta, en realidad, la historia de Stormbringer, también llamada Tormentosa, la espada de Elric. Afirmo tal cosa porque el personaje central evoluciona poco, a pesar de llegar a desarrollar incluso un nuevo interés amoroso. Elric es un personaje anclado en un momento concreto de su existencia, incapaz de seguir adelante desde los dos momentos traumáticos que le definen: la destrucción de Melniboné y la pérdida de su amada. De ahí que la historia vaya siendo, progresivamente, la de la desaparición de un mundo y la creciente importancia del instrumento de su renacimiento. Al final, no es tanto el propio Elric como la espada demoniaca que porta.

Las historias de este periodo tienden a ser muy imaginativas, con monstruos inesperados, personajes memorables y una mitología que, a la estela de Lovecraft, funciona sobre todo por su falta de jerarquía. Moorcock comparte con el autor de Providence esa difícil habilidad para que lo construido sobre la marcha, de manera incoherente y por acumulación, suene realista. Su idea del Caos y la Ley en lucha, con la Balanza en medio, es más evocadora cuanto menos desarrollada está, cuando más huecos parecen existir. Así resulta más humana, más comprensible. Nosotros miramos algo incomprensible, que los propios personajes parecen incapaces de expresar, y entendemos que eso es lo que lo hace verdaderamente único.

En este periodo, nos encontramos con el final de la vida de Elric. Aquí, de nuevo, hay que citar a Robert E. Howard como referencia. Al igual que el texano iniciaba su narración de las aventuras de Conan con El fénix en la espada, en el que el cimmerio ya es rey de Aquilonia, Elric arranca su saga también exiliado, en pleno regreso para conseguir su venganza. Es una decisión muy importante, porque aquí no tendremos una historia del origen de un personaje al uso, sino una que nos cuenta lo que marca un determinado periodo de su vida.

También hay que volver a mencionar aquí el ejemplo de Fritz Leiber, otro autor clásico que en su serie de Fafhrd y el Ratonero Gris prefigura el proceso de Moorcock. Allí también tenemos una serie de aventuras de unos personajes maduros a cuyo origen regresamos más tarde. En el caso de Leiber esto es incluso más notable, dado que terminará dedicando tres relatos a ese proceso de retrocontinuidad, creando uno independiente para cada personaje y, otro, para reunirlos a ambos en la ciudad de Lankhmar. El hecho de que los últimos de esos relatos se publicaran en 1970 podría indicar una influencia directa en que Moorcock visitara el origen de Elric poco después, pero se trata de una suposición sin soporte documental (al menos hasta donde yo sé).

En resumen, podemos considerar que en este periodo Moorcock destaca por su creatividad y capacidad para describir un mundo completo con sentencias muy sencillas y una economía total en el lenguaje. Sus personajes pecan de una cierta falta de profundidad, siendo claramente el producto de un escritor primerizo; de una suerte de escritura punk que pone el sentimiento, lo irracional, por encima de todo lo demás. El resultado son unas historias seminales para la fantasía gracias a su habilidad para pintar un mundo único y romper con la tradición británica de raigambre tolkiniana, pero que seguramente no hubiesen llegado a cuajar y a perdurar sin lo que estaba por llegar.

Elric clásico (1972-1976)

Para señalar los límites de esta etapa, la más corta pero más importante de la historia de Elric, debemos utilizar dos publicaciones que marcan todo este periodo. En 1971 ve la luz la edición inglesa de La torre evanescente, llamada entonces The Sleeping Sorceress. Podemos considerar esta la última obra que pertenecería al periodo preclásico de Elric, a pesar de lo cerca que está su cronología de su etapa clásica. Esto se debe a que responde a un interés concreto de Moorcock: ir rellenando de manera progresiva los huecos en la narrativa del personaje a partir de la destrucción de Melniboné. Así, mantiene una visión estática del personaje, que engarza perfectamente con los relatos anteriores y debe seguir una cronología previa. Se trata, literariamente, de una obra de transición en la que aparece un interés por la narrativa más ambiciosa, pero no acaba de realizar el cambio conceptual que nos dará al Elric más conseguido.

Este cambio llega en 1972 con la primera novela del personaje. Elric de Melniboné juega desde el principio la baza de emplear el nombre propio del personaje en el título, además de servir como precuela de las obras anteriores y mostrarnos, por fin, el origen de Elric. Esto nos recuerda, ya lo hemos dejado caer anteriormente, a procesos semejantes de autores como Howard o Leiber, prefigurando lo que otros muchos harán más tarde y, en gran parte, la habitual producción de precuelas fantásticas actual. Es curioso que algo como esto, que en su momento podía verse como innovador, se ha convertido ahora en un lugar común, siendo esperable que toda gran saga termine volviendo al origen de sus personajes tarde o temprano.

Con Elric de Melniboné, Moorcock crea muchos elementos que cambian la saga. Para empezar, escribe una novela, una obra única y larga frente a las anteriores colecciones de narraciones más cortas. Esto le permite alcanzar una mayor profundidad emocional y dar mayor importancia a la trama. Por momentos, parece que estamos leyendo una versión con más presupuesto de los relatos anteriores; sin embargo, y esto es importante, la narrativa de Moorcock todavía funciona como una recopilación de historias cortas, con una separación en capítulos o libros muy marcada. Esto le permite mantener la frescura de su prosa y evita que la acción parezca artificialmente alargada.

Otro elemento clave es la introducción de elementos redentores con respecto a su representación posterior en la cronología interna y, para nosotros, anterior. Frente al adolescente oscuro y deprimido que conocemos, aquí encontramos un joven que quiere ser más moral que sus antepasados y convertirse en el mejor gobernante, el más justo de los reyes. A diferencia del resto de sus compatriotas, Elric es sensible, tiene empatía y trata de mejorar el mundo. De hecho, esta inocencia original es la que causará el posterior desencanto que hará que su existencia carezca de sentido. Aquí Moorcock da una lección de cómo construir a un personaje, de cómo una precuela puede iluminar el pasado sin tener que afectar por ello, de manera negativa, todas las obras posteriores. Elric sale vencedor de esta precuela gracias a que nos permite leer sus actos posteriores como coherentes, sin caer en contradicciones ni obligarnos a forzar nuestra credulidad.

Finalmente, Moorcock realiza un ejercicio de narrativa muy curioso al establecer de manera consciente el periodo del que quiere seguir contando historias en adelante. Ya sabemos que Elric decide emplear un año de su vida visitando los Reinos Jóvenes para tratar de entender mejor a la humanidad y aprender la mejor manera de gobernar Melniboné. De nuevo, se ilumina al personaje y se le da un fondo de bondad, pero, sobre todo, se busca una manera de poder aumentar el canon sin tener demasiados problemas de continuidad. Curiosamente, y de esto hablaremos más adelante, Moorcock terminará arruinando esta idea que, tal vez, juega con un periodo demasiado corto de la vida del personaje: un año no parece ser tiempo suficiente para tantas peripecias.

El periodo clásico, como suele ser habitual, cuenta con muy pocas obras. En el caso de Moorcock esto se ve potenciado por dos aspectos: por un lado, estamos en un momento de gran creatividad por parte del autor, lo que hace que se entregue a la confección de otras sagas; por otro, el giro hacia una literatura pretendidamente elevada está muy cercano en el tiempo. Elric de Melniboné y Marinero de los mares del destino son las dos obras que podemos entender como plenamente clásicas, realizadas ambas coincidiendo con las dedicadas a Corum, parte de las de Jerry Cornelius y con la segunda trilogía de Hawkmoon… Es, por tanto, un periodo en el que Moorcock parece estar decidido a dar una conclusión a su larguísima saga del Campeón Eterno. A lo largo de tantas páginas, muchos de los héroes presentados con anterioridad por el inglés se van cruzando y sus mundos se van interrelacionando en la construcción más formal del multiverso. Marinero de los mares del destino, de hecho, se construye partiendo de una reunión entre varios de los campeones y sus seguidores, jugando con que el lector avezado pueda reconocer al resto de los presentes gracias a la lectura de otras sagas. Es un triunfo que, al mismo tiempo, la historia siga funcionando perfectamente en el caso de quien no decida acumular semejante bagaje lector.

Este proceso, sin embargo, puede verse alterado por culpa del éxito crítico. En 1978, Gloriana, que en el fondo sigue perteneciendo al ciclo del Campeón Eterno, convierte a Moorcock en un autor diferente, en uno que puede acceder a los imaginarios salones de la alta cultura. Ahí también muere la posibilidad de que continúe el Elric clásico, que pasará a dormir el sueño de los justos durante mucho tiempo. Duerme, de hecho, hasta regresar convertido en otra cosa.

Elric manierista (1977-presente)

Tras el paso a la literatura considerada más seria, la producción de Moorcock se alejaría de los Reinos Jóvenes y Elric. Los años ochenta estarán marcados por Mother London y por la secuencia de von Beck o el Pyat Quartet. A finales de la década, sin embargo, se irá dando un regreso a los temas y personajes anteriores. En 1986 volverá a Erekosë con El dragón en la espada y, finalmente, en 1989 escribirá La fortaleza de la perla, volviendo a Elric. A esta le seguirán La venganza de la rosa en 1991 y, en 2022, The Citadel of Forgotten Myths. Mientras, entre 2001 y 2005, realizará la saga secundaria The Moonbeam Roads, que aquí ignoraremos.

Ya hemos comentado que Moorcock cambia su estilo tras Gloriana y el éxito crítico. De repente, el escritor casi arrebatado que conocíamos se trata de convertir en un fino estilista del lenguaje, alargando las frases hasta el infinito, perdiéndose en todo tipo de disquisiciones y tratando de demostrar siempre su dominio de la letra. Cuando vuelve a enfrentarse a Elric esto se vuelve más evidente que nunca: aunque el personaje sea el mismo y estemos en los Reinos Jóvenes, parece como si estuviésemos leyendo algo muy diferente; una obra que olvida su origen para tratar de venderse como lo que no es.

Esto se ve en los bandazos que poco a poco va dando su propia concepción de la saga. Mientras que en La fortaleza de la perla parece que Moorcock quiere aprovecharse de lo que plantó en el final de Elric de Melniboné y seguir explorando ese año de vagabundeo del protagonista, no tardará en volver a la época posterior a la caída de Melniboné y llenarla de más y más sucesos con las, hasta el momento, dos últimas novelas. Además, dentro de las obras se da una mayor unidad narrativa: estamos ante tres auténticas novelas, aunque, en el caso de The Citadel of Forgotten Myths, sí se aprecia una mayor separación entre las narrativas fruto de que dos de las partes, las más cortas, ya se habían publicado con anterioridad de manera independiente.

El Elric que nos encontramos en esta nueva etapa es más reflexivo y parlanchín que nunca. Pasa de ser un hombre atormentado de largos silencios y extraños motivos a un personaje que parece necesitar nuestra compresión. En defensa de Moorcock diremos que el cambio no es tan brusco, puesto que a menudo la diferencia radica en que ahora tenemos acceso a los pensamientos de Elric, a su monólogo interior. En principio, la idea parece buena, porque conocer más de Elric y, de su mano, de las teorías sobre el Caos, la Ley y la Balanza, suena bien. Por desgracia, en general todo acaba con una palabrería sin mucho sentido ni interés que hace que uno comience a pasar las páginas con cierto hastío.

Parece que Moorcock trata de ser un nuevo Mervin Peake, un autor capaz de reunir un lenguaje elevado y barroco con el espíritu de la fantasía. La desgracia es que, donde el autor de origen chino tenía un discurso poético, el londinense suena siempre impostado. Sus últimas obras suenan como si constantemente tuvieran que probar el nivel literario de su autor, en cada línea, en cada conversación. Cada reflexión suena rebuscada y antinatural. Esto choca aún más cuando se compara con la obra anterior de Moorcock, en la que las palabras parecían surgir con la mayor de las ligerezas. En unos años hemos pasado de un autor que parecía el Robert E. Howard moderno a otro que pretende ser un relamido académico de la lengua que cree que tiene algo importante que decirnos en cada frase.

A lo anterior no ayuda que, por primera vez, se va notando, además, que existe un agotamiento en lo que Moorcock nos quiere contar acerca de Elric. Si en su momento el recurso a la precuela había funcionado perfectamente, ahora no parece que lo que nos cuenta tenga la menor importancia. Continuar las aventuras del Lobo Blanco, uno de los apodos de Elric, tenía todo el sentido del mundo cuando estas servían a una sensibilidad aventurera y fantástica, a la exploración de un mundo y un personaje. Todo se derrumba cuando su objetivo pasa a ser el de vehicular una serie de reflexiones supuestamente profundas. Tal vez, aunque sea duro decirlo, Moorcock funcionaba mucho mejor cuando solamente insinuaba los elementos más complejos de su mitología que cuando trata de organizarlos. Es entonces cuando se ve que todo consiste en dar vueltas y revueltas sobre lo mismo, que sus reflexiones están un poco vacías y contienen mucha palabrería.

Un elemento clave de este periodo es, también, la aparición de un sentido del humor inesperado pero bastante fallido en la obra de Moorcock. Esto se hace muy evidente en La venganza de la rosa, en la que el autor se trae a Ernest Wheldrake a los Reinos Jóvenes para que haga de bufón de la función. Es curioso que en un mundo como el creado por Moorcock, con el multiverso presente y la posibilidad de habitarlo con todo tipo de personajes, acabemos con un trasunto de Algernon Charles Swinburne hablándonos de la Tierra. Puede sonar divertido, pero por desgracia no lo es y eso lastra el conjunto haciendo que las insinuaciones de infinitos mundos terminen ahogadas por la necesidad de un personaje que nos recuerde, constantemente, que el nuestro es el centro de toda la acción.

Con The Citadel of Forgotten Myths da la impresión de que Moorcock quiere cerrar muchas de las tramas creadas en las obras anteriores; darnos una explicación acerca del pasado de Melniboné y aclarar el por qué de su existencia. Pero, si más de medio siglo antes puede que las ideas de Moorcock hubiesen funcionado, ahora no despiertan el interés que debieran y nos hacen añorar a aquellas historias que se resolvían de manera directa, sin necesidad de creerse más inteligentes de lo que son y que no trataban de reinventar la rueda en cada momento. Es difícil, por la edad de Moorcock, que tengamos más entregas de la saga de Elric. Es posible que sea lo mejor.

Conclusión

En la historia de la literatura fantástica es fácil caer en una suerte de división muy sencilla que iría del romance artúrico a la literatura pulp, ejemplificada normalmente por Robert E. Howard; de ahí, a Tolkien, Moorcock, a la Dragonlance y sus semejantes; acabando con George R. R. Martin y el resto de los autores contemporáneos. Desde luego, nos dejaríamos fuera a muchos autores clave como Fritz Leiber, Mervyn Peake, C. S. Lewis, Gene Wolfe, Ursula K. LeGuin… Pero esa primera visión, un poco de aficionado principiante, ya sirve para ver que Moorcock marcó una época y trajo al género muchos conceptos que se quedaron para siempre.

Elric es el ejemplo de esa trascendencia de Moorcock, que ha sido capaz de crear un personaje que ha llegado a brillar por encima de muchas de sus obras. Signo de su grandeza es que normalmente no se citan los títulos de sus relatos o sus novelas, sino su nombre. Elric es más grande que la literatura que le soporta: es un ideal de Campeón Eterno que se proyecta sobre Drizzt Do’Urden y sobre Geralt de Rivia. Su mitología es la que inspira los mundos de Warhammer, su Caos y su Ley son ideas fértiles que siguen vivas hoy en día; su disección de la naturaleza del héroe sigue vigente… Y sin embargo, el propio Elric parece casi muerto.

Tal vez sea culpa de que no exista una adaptación a las pantallas de sus aventuras. En el cómic sí las ha habido y con diferente fortuna, pero lo cierto es que Elric es una criatura netamente literaria. Quizá por eso no se acuda a él tanto como se debería; quizá por eso su decadente Melniboné no ha sido empleada para hablar del Brexit cuando era una conexión tan obvia que parecía inevitable. Como ya señalamos, muchas veces los comentaristas culturales prefieren llenar de contenidos espurios otras obras en lugar de acercarse a las que mejor servirían a sus intereses, atrapados en una inmediatez audiovisual que se justifica con el supuesto conocimiento del público, como si este fuese una masa aborregada.

Reivindicar a Elric, a pesar de que después de los ochenta la producción literaria del mismo sea apenas una sombra de su pasado glorioso, es necesario para conseguir la recuperación de aquellas obras que nos permiten hablar de nuestro presente sin necesidad de convertir el último éxito de ventas en una criatura omnipresente que nos sirva para hablar de todo, en todo momento. Conectando con la actualidad cultural, el hecho de que el multiverso estuviese presente como centro narrativo en Todo a la vez en todas partes quizá sirva, sin querer, para hablar de esa visión de túnel cultural que nos atenaza. Una en la que las mismas obras sirven para hablar de todo, siempre, en cualquier lugar. Frente a ello, leamos también a aquellos que pusieron los cimientos de nuestro panorama cultural y comprendamos por qué sus ideas siguen vigentes.

Ismael Rodríguez Gómez
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