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Entrevistas

Pablo Batalla: «El nacionalismo nos hace identificarnos, no con quienes previenen la catástrofe, sino con quienes nos conducen a ella»

Pablo Batalla (Gijón, 1987) ha pasado dos años pensando en el nacionalismo español. Investigando el que ya fue y atento a los políticos, los memes y los videojuegos que tratan de impulsarse con él. Ha llegado a la conclusión de que este nacionalismo «encara los años 20 del siglo XXI con los hórreos abarrotados, custodios de un capital simbólico nuevo». Los nuevos odres del nacionalismo español (editorial Trea) parecen repletos. 

Comienzas el libro con un poema de 2019 de José Luis Gutiérrez Román, que dice textualmente: «No sois capaces de llamar a España sin dar arcadas o sin tener una erección».

Me lo topé en una reseña del poemario en el que viene y me gustó muchísimo, porque, en él, vi muy bien reflejada mi propia sensación de hastío, de hartazgo con respecto a esa tremenda trascendencia que los españoles damos a qué cosa es España, a su ser, a qué es, qué no es, si existe, si no existe, si existe poco o mucho. Me recordó a eso que se dice a veces de grandes filósofos españoles como Unamuno u Ortega; grandes cabezones que podrían haber ocupado un lugar más alto en el gran canon de la filosofía occidental, pero son una nota al pie de esa historia porque dedicaron tantísimas energías y tantísimo talento a disertar sobre el ser de España que descuidaron los temas más universales. Me pareció interesante introducir el libro con ese poema porque venía a ser una forma de referirme a mi propia relación con España, a mi propia identidad española. Gutiérrez Román dice que España «son solo eso, seis letras. Un nombre propio. Punto». Mi identidad española es esa: sentirme parte (y me siento parte) de una demarcación geográfica que es fruto de un azar histórico y no una misión divina ni algo grabado en las estrellas. Soy español, me gusta España, pero no me exalto por España ni para bien ni para mal: tampoco para ese no poder ni nombrarla y decir Estado español por algo así como que si nombras al diablo lo convocas.

Una de las frases más repetidas del texto es de Massimo d’Azeglio, que dijo: «Hemos hecho Italia, ahora hemos de hacer a los italianos». ¿Puede existir un país que no se siga haciendo continuamente?

Es algo que nos han contado los mejores estudiosos del nacionalismo: Anderson, Gellner, Hobsbawm… No es la nación la que construye el nacionalismo, sino que el nacionalismo construye la nación. Él va antes que ella. A veces, de manera muy literal. La asignatura de Geografía e Historia, lo cuento en el libro, se introduce en la educación pública en el siglo XIX antes de que exista un cuerpo profesional de geógrafos o historiadores. Primero la causa, luego los soldados. Esa frase de Massimo d’Azeglio se cita mucho porque expresa eso muy bien. Pero también hubo españoles que vinieron a decir lo mismo. En el libro cito a Joaquín Costa, que decía: «Hay que rehacer al español. O, mejor dicho, hacerlo». O a Pilar Primo de Rivera, que decía algo así como que el día que los catalanes bailen muñeiras y los gallegos sardanas, habremos construido España. España, no como algo que exista, sino como un proyecto, como una idea que hay que construir.

Efectivamente, la construcción nacional nunca se detiene. Eso no quiere decir que la nación se invente desde cero: siempre parte de elementos preexistentes, que existen de verdad. Lo que hace el nacionalismo es tomar los que le interesan, descartar los que no, reordenar, destilar, etcétera, y construir un relato. Literalmente un relato; uno que no es verdadero ni falso, sino verosímil o inverosímil, como una novela. Hobsbawm tiene una frase buenísima a este respecto: decía que los historiadores son al nacionalismo lo que los cultivadores de amapola de Pakistán a los traficantes de heroína: suministran una materia prima que después se destila y se lanza al mercado. Como decía Jameson, la historia es lo que duele: siempre es compleja, llena de matices, y te lo cuenta todo, lo que quieres y lo que no quieres oír sobre tu movimiento político, tu nación, aquello que amas. La historia nacionalista no duele, sino que agarra esos hechos y los destila para convertirlos en una sustancia adictiva.

En buena medida, tu libro trata los últimos elementos de ese proceso de permanente construcción del nacionalismo. Te refieres a la victoria de la selección en el Mundial de Sudáfrica como «el grito de Johannesburgo». Aquello no hacía falta ni destilarlo: era España siendo la mejor allí donde todos quieren ganar…

Yo celebré la victoria como el que más. Hasta estuve a punto de comprarme la camiseta. No me la compré porque no tenía pasta (risas). Te lo digo porque me preocupa que parezca que yo me sitúo en una especie de altura esnob desde la que juzgo y menosprecio lo que pasa allá abajo. Para contar cómo se ha construido en los últimos tiempos la nación española, muchas veces me basé, para entenderlo, en mi propia experiencia; en cómo yo mismo he sido muchas veces partícipe involuntario de esa construcción.

Otra vez Hobsbawm, decía que nos maravillamos con el fútbol porque vemos a once tipos que hacen maravillosamente bien lo que todos querríamos hacer bien. Galeano se refería al equipo o la selección como la espada del barrio, la ciudad, la nación… Una selección resume, compendia la nación. La encarna en once tipos procedentes de todos los rincones del país y de los que te conoces los nombres. En la cobertura periodística posterior a aquella victoria, una cosa que hicieron mucho los periodistas fue acudir a los pueblos de los futbolistas: visitar Tuilla, Arguineguín, Camas… Casillas es de Móstoles, pero se iban a Navalacruz. Había un interés en realzar un origen humilde y aldeano, existiera o no. Once aldeanos se unen y conquistan el cosmos.

Hay un libro precioso, Mundo simbólico: poética, política y teúrgia en el Barroco hispano, de Fernando Rodríguez de la Flor, que explica que la sociedad barroca se caracterizaba por una percepción de decadencia, de crisis; por el sentimiento de que ya no había una verdad única, la desconfianza hacia el poder y una sensación de fragmentación del cuerpo social. Precisamente por esto, la barroca era una sociedad que anhelaba con toda el alma algo que volviera a reunir esos fragmentos. El poder aprovechaba aquel anhelo y lo canalizaba hacia el espectáculo: autos de fe, coronaciones, procesiones… Grandes eventos que apelaban al corazón, a las emociones, y reunían en torno a ellos a esa sociedad desunida. El espectáculo creaba a la sociedad y no al revés. Yo leí ese libro mientras escribía este y, en un momento dado, se me encendió la bombilla de que en la sociedad contemporánea pasaba exactamente lo mismo con el fútbol. Desde luego, en España había pasado en 2010. El fútbol nos reunió, generó un éxtasis colectivo que se apoderó de todos nosotros, desde el más facha hasta casi el último radical de izquierda no nacionalista de otro nacionalismo. Gente que en nuestra vida hemos ondeado una bandera de España, estábamos allí celebrándolo como el que más.

El éxito, a través de aquella determinada forma de jugar, moderna, casi progresista, significó en palabras de Alejandro Quiroga el fin de la «furia y el fracaso». La bandera ondeó en toda España, también en Barcelona, pero en realidad quedaba muy poco para el mayor cisma nacional de los últimos años.

Claro. El espectáculo reúne a la sociedad barroca, pero la división sigue ahí: no desaparece, solo se le da una tregua que dura el tiempo que dura el espectáculo. Aquel verano, los periódicos generalistas hicieron lo que hace la prensa deportiva, que no describe, sino que prescribe. Los periodistas deportivos son catequistas que no nos cuentan cuál es la realidad, sino qué es deseable que creamos. Decían que había quedado demostrado que había una nación unida: vascos, catalanes, gallegos, asturianos, madrileños, habían jugado y animado unidos y habían vencido unidos. Pero España no era una nación unida en absoluto, como vimos rápidamente en los años siguientes.

De todas formas, desde luego, aquella celebración fue muy colectiva. No todos colgamos la bandera en el balcón, porque los republicanos que celebramos aquella victoria no dejábamos de rechazarla; no llegábamos a tanto. Pero sí que hubo un éxtasis colectivo. La cosa es que después fue derivando en un éxtasis de parte. Cosas que primero pasaron en el Mundial, como el a por ellos, luego se convirtieron en gritos contra el proceso independentista catalán, con los que se jaleaba a los antidisturbios enviados allá a pegar porrazos. El Mundial sacó del armario cosas por las que la gente se avergonzaba, pero que la victoria hizo que dejaran de percibirse de aquella manera.

Tras ese grito de Johanesburgo y rebuscando en los nuevos odres del nacionalismo español, estableces una conexión entre la pintura histórica, de Gisbert y Ferrer-Dalmau, y los videojuegos. ¿Qué mecanismos comparten?

La imagen siempre se ha usado para explicar y transmitir la tradición. Los cuadros históricos del siglo XIX, ya hubo quien lo señaló así entonces, vinieron a sustituir a las imágenes sagradas del catecismo. Los pintores agarraban momentos de la historia de la nación y los pintaban en estilo realista. Eran cuadros muy documentados y aparentemente rigurosos. En el libro cuento cómo Gisbert, por ejemplo, para el famoso cuadro del fusilamiento, habló con el confesor de Torrijos; se preocupó de enterarse de cómo iba vestido y llegó a acceder al traje con el que había sido enterrado. Quería que la obra fuera lo más verídica posible. Esos cuadros creaban después un canon, un relato de la historia de la nación. Pero ese relato no lo cuenta todo, no lo pinta todo. Se pinta lo que es útil para inspirar unos determinados sentimientos. E incluso en lo que se pinta puede haber falsedades. Gisbert pintó a Torrijos con la cara descubierta, pero fue fusilado con los ojos vendados. Quería morir con la cara descubierta, pero le obligaron a morir con los ojos vendados. Claro, todo eso es demasiado complejo para un cuadro, para una imagen estática que busca ser un chispazo que transmita de un solo golpe una determinada moraleja. Gisbert pintó el fusilamiento que Torrijos hubiera querido. Pero eso no es la verdad histórica, sino una verdad patriótica. En caso de duda, siempre primará la segunda. Hoy en día, sucede lo mismo. La pintura histórica continúa trabajando en el mismo sentido: Ferrer-Dalmau crea cuadros muy detallistas y documentados, pero nunca va a pintar la matanza de Badajoz. Pinta cuadros que pretenden inspirar un sentimiento patriótico en las masas.

En el caso de los videojuegos, en España no existe una industria potente del videojuego patriótico. Alguna cosa hay, pero es una industria en pañales frente a otras de Europa como la polaca, la checa, etcétera. Sin embargo, es un negocio de futuro que seguramente acabe dando frutos porque, verdaderamente, hay una demanda: en la Red, muchos usuarios piden juegos ambientados en la época del Imperio y, si observamos lo que sucede en otros países, hacia eso apunta la inercia de la industria. En Rusia, el videojuego patriótico tiene mucha importancia. En 2011, el Gobierno decidió empezar a dar becas, premios y financiación. Y el representante gubernamental explicó que se exigirían videojuegos veraces y documentados, pero también que cualesquiera imágenes negativas del soldado ruso serían descartadas y no recibirían financiación. La simple verdad patriótica por encima de la compleja verdad histórica una vez más. El resultado de eso es una especie de pintura histórica al cubo; una pintura en la que te metes.

En el libro, das con una expresión afortunada: terciomanía. El furor por la época de la crisis y decadencia del imperio español.  

Los Tercios nunca interesaron al nacionalismo decimonónico. La pintura histórica, de hecho, nunca los representó. Se pintó muchísimo la Reconquista, pero los tercios eran incómodos para la visión liberal de la historia de España, que afirma que con Carlos V se jodió todo. Para este relato, al acabar la Reconquista España era un país fértil, rico, poderoso, próspero… Y, de repente, llegó por un azar genealógico una casa real de fuera, una casa ajena, con intereses ajenos, que consumió los recursos y la prosperidad en librar guerras que a España no le correspondían. Sin embargo, ahora los Tercios son lo que más interesa, la gran época carismática del nacionalismo español contemporáneo. En el libro me pregunto por qué.

El cuadro más famoso de Ferrer-Dalmau, El último tercio, representa un instante final de la batalla de Rocroi: el tercio superviviente que, bajo un cielo atardecido, se dispone a resistir la última acometida francesa rodeado de los cadáveres de sus compañeros. De pie, en un mundo en ruinas. Varios de los mitos que hoy más gustan al nacionalismo español remiten a eso. Los Últimos de Filipinas, por ejemplo: un mito que resurge. Unos tipos que, acabada la guerra, siguen resistiendo en una aldea en medio de la selva. Una gesta absurda pero que remite a la dimensión religiosa del nacionalismo: nos gustan los mártires, el sacrificio ciego por el dios. Y al nacionalismo español actual le gustan las imágenes de defensa numantina de un imperio asediado. Blas de Lezo o los Últimos de Filipinas defienden un imperio que se desmorona y que lo hace, además, por la incompetencia de unos políticos que están dejando que se desmorone; y son los militares quienes detienen o ralentizan ese desmoronamiento. Ahí viaja una ideología. Otro mito que resurge es el del Regimiento Alcántara: un regimiento que se sacrifica para proteger la estampida de sus compañeros, perseguidos por los rifeños, durante el Desastre de Annual. Se presenta también como una gesta defensiva. Pero es un buen ejemplo de cómo actúa el nacionalismo sobre la historia: recorta un determinado encuadre que le interesa y lo desgaja de un contexto que cambia su significado en un sentido que no le interesa. En el caso del Regimiento Alcántara, lo que deja fuera es nada menos que la primera guerra colonial en la que se gaseó a población civil desde aviones. Los españoles no eran víctimas en el Rif, sino victimarios; no eran defensores de una fortaleza, sino atacantes de otra.

Todo esto conecta con muchos tropos del discurso actual de la ultraderecha: Occidente asediado por los inmigrantes, por el marxismo cultural, por el relativismo, por el globalismo… Un asedio que viene de fuera, pero también cuenta con una quintacolumna dentro. Una quintacolumna a la que hay que combatir. Para ese combate, la época de los Tercios, una época en la que España libra guerras contra varios enemigos a la vez y que no son enemigos solo de España, sino de una determinada idea de Occidente, viene muy bien como ropaje historicista. Es aquello que decía Marx al principio de El 18 Brumario de Luis Bonaparte: temerosos los hombres ante la nueva escena de la historia universal que se disponen a representar, convocan en su auxilio espectros del pasado. La ultraderecha de hoy convoca a los Tercios, Lepanto, Mühlberg, para auxiliarla en la nueva Mühlberg y la nueva Lepanto que quiere librar contra los progres, los musulmanes, Bruselas…

En pleno análisis de los elementos de este nacionalismo español contemporáneo, haces una parada técnica para exprimir una genealogía política de Gustavo Bueno. Planteas el capítulo en términos muy actuales: los de un intelectual que buscó en la idea de orden, por la derecha y por la izquierda, protección frente a los desequilibrios del capitalismo.

A los buenistas les gusta decir que don Gustavo, igual que Hegel, ha inspirado buenistas tanto de izquierdas como de derechas. Se nos cuenta que Gustavo Bueno, durante su juventud, fue falangista, un hombre que se paseaba con camisa azul por Salamanca, pero en un momento dado, cuando viene a Asturias, se convierte a la izquierda y es un admirador de la URSS que influye, y así fue, en los antifranquistas del momento. Sin duda, era un hombre brillante, un erudito. Toda la gente a la que dio clase, como Paco Erice, afirma que en el páramo de profesores mediocres que era la Universidad de Oviedo, aquel hombre resultaba deslumbrante, la inteligencia en estado puro. Más tarde, Bueno se convierte nuevamente: abandona la izquierda y se transforma en un conservador que acaba pidiendo el voto para el PP y no llega a pedirlo para Vox, porque no le dio tiempo, pero influye mucho en Vox: Santiago Abascal siempre lo cita como referencia.

La cuestión es que, si uno mira más atentamente la trayectoria de Gustavo Bueno, observa que no hay tales conversiones, que no hay tanto cambio y sí una trayectoria totalmente coherente basada en una constancia: la fascinación por la idea de Imperio y, concretamente, de un imperio opuesto al mundo anglosajón y protestante. Bueno es franquista hasta el momento en que el franquismo deja de ser autárquico y no alineado y avanza hacia el neoliberalismo, admite bases militares estadounidenses y se integra en el bloque occidental de la Guerra Fría. La izquierda, en aquel momento, abandera sin embargo un cierto discurso patriótico: el que refleja bien el famoso concierto de Paco Ibáñez en el Olympia de París. La España en marcha de Celaya. Bueno se fija en esto y en la Unión Soviética, pero no porque se haya hecho comunista, sino porque ve en la URSS ese imperio por el que él suspira; un imperio que abandere la razón grecolatina y agustiniana frente a la irrazón protestante y musulmana. En su visión, no hay más historia universal que la de los imperios universales y él necesita uno. Encuentra la URSS, pero admira a la URSS mientras existe y no le perdona el pecado de desplomarse, aunque poco antes de morir sigue diciendo medio en broma medio en serio que mantiene su veneración por Stalin. Con Stalin le sucede lo mismo: no admira al comunista, sino al nuevo Alejandro de un imperio universal. Desaparecida la Unión Soviética, hay que buscar un Imperio nuevo y es cuando empieza a desarrollar, más de lo que lo había hecho en su juventud, la idea de alguna clase de recuperación del Imperio español. Dice que España debe dejar de ser cola de ratón de una Europa sublime que la ningunea y convertirse en cabeza de león de Iberoamérica; de un imperio ni socialista ni capitalista, sino que abandere su propia verdad: que ningún hombre pueda proclamar su propiedad como completamente suya mientras otro la necesite.

Pues bueno, en el libro cuento todo esto y cuento también de dónde viene, al menos en parte. El gran maestro de Gustavo Bueno fue Santiago Montero Díaz, director de su tesis, a quien en los años sesenta envía un telegrama expresándole como su admiración hacia él aumenta con el tiempo. Y Montero era un fundador de las JONS de Ramiro Ledesma. Había pasado brevemente por el PCE, pero fascinado por la URSS más como resurrección de la Gran Rusia que como primer Estado proletario. Quería que España hiciera su propia revolución nacional a imitación de esa e impartía conferencias sobre la significación revolucionaria de la batalla de Covadonga, con un Pelayo socialista avant la lettre alzándose al mismo tiempo frente al capitalismo y el Islam. Después, se vuelve antifranquista en plena Segunda Guerra Mundial, pero porque se decepciona con Franco por abandonar a Mussolini y Hitler y, en 1945, envía un telegrama al embajador alemán expresando su inmenso dolor por la pérdida del Führer. Más tarde acabará apoyando la Revolución cubana y a Salvador Allende, pero porque ve en todo ello una insurrección de la hispanidad frente a los anglosajones. Montero es también un hombre fascinado por los imperios y los hacedores de imperios, Alejandro Magno sobre todo. Y ensalza al Imperio español de la misma manera que luego lo hará Gustavo Bueno y que antes lo hizo Ramiro Ledesma, a quien continúa admirando toda su vida.

Tiene un gran apelativo, sentir que un gran proyecto lo lidera tu nación…

Pablo BatallaPablo Batalla nacionalismo

Es que el nacionalismo mola, la nación es muy seductora. Para ser un buen estudioso de algo, aunque sea un fenómeno que nos despierte rechazo, hay que ser capaz de entender lo que tiene de fascinante, e incluso dejarte fascinar un poquito por ello, tratando, claro, de que no se descontrole la cosa. Un poco como Ulises cuando se amarra al mástil para ver y escuchar a las sirenas sin peligro de correr hacia ellas. Las banderas, los colores, los desfiles, la épica de los grandes héroes, del enfrentamiento con Otro que desafía a tu comunidad, son cosas muy seductoras. Errejón lo expresa bien cuando habla de la potencia de sentirte parte de algo más grande y trascendente que tú. El nacionalismo ejerce ese influjo que antes ejercía la religión: el influjo de lo sacro, tanto más poderoso en un momento como este, de fragmentación, zozobras, incertidumbres… Sentimos que caminamos hacia la catástrofe y el nacionalismo nos insufla un sentimiento de protección. Pero es un sentimiento de protección falso. En realidad, el nacionalismo nos hace identificarnos, no con quienes previenen la catástrofe, sino con quienes nos conducen a ella.

Bastantes sectores, en principio alejados, están subiéndose al tren del nacionalismo español. Si tuvieras que reducirlo a una esencia, ¿cuál dirías que es el gran atractivo, el elemento transversal que les seduce?

El que puede ser el mínimo común denominador de los nuevos odres del nacionalismo español, y de hecho lo valoré como título del libro, es «y no pido perdón», ese verso del himno de Marta Sánchez que volvió especialmente locos a sus admiradores. En toda esta nueva producción simbólica está presente ese no pedir perdón que tiene que ver con la idea paranoide, pero muy útil a determinados intereses, de que existe una formidable conspiración, a la vez internacional e intranacional, contra España. Si convences a una sociedad de que es una fortaleza asediada desde fuera y desde dentro, podrás convencerla también de medidas excepcionales que no aceptaría si la fortaleza no estuviera asediada.

Hay un artículo muy bueno de Jorge Dioni en la revista laU, en el que explica que, cuando pensamos en los perdedores de la globalización, pensamos en la gente desempleada, en antiguas comarcas industriales afectadas por la deslocalización, ese tipo de cosas. Pero el diario Abc también es un perdedor de la globalización. Dioni ponía un ejemplo: en un momento dado, Abc decide retirar la publicidad de Netflix del periódico, no recuerdo por qué conflicto. A Netflix se la sudó infinito, porque Abc, que era una empresa muy poderosa en un marco estatal-nacional, en la nueva economía globalizada pasa a ser irrelevante; pasa de general de la economía estatal a cabo furriel de la nueva economía-mundo. Hay perdedores millonarios de la globalización y el nacionalismo es la superestructura de su deseo de volver a ser poderosos. No es solo eso, pero también es eso.

Lo planteas como un mecanismo de ida y vuelta. De hecho, reservas un espacio para reflexionar sobre la lucha de identidades que plantean los distintos nacionalismos peninsulares e, incluso, quienes tratan de reaccionar desde otras coordenadas.

Todo el mundo se parece a su peor enemigo. Un nacionalismo siempre genera otros y, entre lo que sucede en unos y en otros, siempre sigue habiendo vasos comunicantes. En el libro dedico unas páginas a contar cómo el nacionalismo romántico alemán, cuya expresión extrema será el nazismo y el sionismo, siendo obvios enemigos, surgen en el mismo contexto cultural y en el fondo se parecen mucho. Se odian, pero como pueden odiarse dos hermanos. Theodor Herzl, padre del sionismo, es un judío vienés asimilado y, en su juventud, un nacionalista alemán; llega a predicar la conversión masiva de los judíos al cristianismo y al nacionalismo alemán como vía de integración y desarrollo. Despreciaba al judío tradicional, apartado de la sociedad, escribía poemas a Bismarck, le fascinaba la nobleza prusiana… Es el Caso Dreyfus lo que le hace darse cuenta de que no hay integración posible y de la necesidad de que los judíos construyan su propio nacionalismo, su propia patria. Su propio espacio vital. Pero su concepción del judío es la misma que el nacionalismo alemán tiene del alemán: es alemán, no el ciudadano del país llamado Alemania, sino quien tenga sangre alemana aunque su familia viva lejos de Alemania desde hace trescientos años. Hitler tratará de repatriarlos a todos a la vez que gasea a los judíos. El sionismo dice que es judío quien tenga ascendencia judía, aunque no practique la religión judía, e Israel promulga una ley del retorno que concede la nacionalidad israelí a cualquier nieto de judíos, al tiempo que se la niega a los descendientes de los palestinos expulsados en la Nakba. El árabe es para el sionismo lo mismo que el judío para el nacionalismo romántico alemán: un cuerpo extraño que, en última instancia, es preciso purgar.

Esa codeterminación entre nacionalismos rivales sigue funcionando, aunque lo más interesante que pasa hoy es que ciertos nacionalismos no encuentran su Otro codeterminante en otro nacionalismo, sino en los movimientos sociales contemporáneos, y singularmente en el movimiento LGTB. Un estudio polaco que cito compara el tratamiento que la derecha y la ultraderecha hacen hoy del gay con el que hacían de los judíos en los años treinta. Compara dos diarios nacionalcatólicos, uno de aquel momento y otro actual, y demuestra que las cosas que se decían en Polonia de los judíos entonces son las mismas que se dicen hoy de los gays: viven entre nosotros y se parecen a nosotros, pero no son como nosotros, pervierten a nuestros hijos… En ambos casos se agarra un odio enraizado en la cosmovisión católica, el odio al judío, el odio al gay, que antes era más o menos espontáneo e intermitente, y se convierte en un discurso permanente, sistematizado. En Polonia, hoy se celebran manifestaciones con pancartas que muestran una esvástica tachada, una hoz y un martillo tachados y dos tíos follando tachados. Se presenta así al movimiento LGTB como una nueva invasión de Polonia; un totalitarismo ajeno que llega desde fuera a destruir la nación. Pues bueno, yo, al leer aquel artículo, me acordé de algo que pasó en Oviedo. Cuando el tripartito de izquierda pintó de arcoíris los bancos de la plaza de la Escandalera, prácticamente al día siguiente aparecieron vandalizados con la bandera española. Cuando se cuelga la bandera gay en el balcón de un Ayuntamiento, Vox exige que se quite y se cuelgue una española, aunque ya ondee en un mástil delante del consistorio. Hay una identificación automática: allí donde hay una bandera gay, debe reemplazarse por una bandera española.

Otra cosa que reflexiono en el libro es que, en los últimos años, ha sucedido algo con el desfile del 12 de octubre. Hasta hace poco, todo el mundo pasaba de él. Pasaba la izquierda, pero también pasaba la derecha. Algún fan de lo militar podía verlo por la tele, pero no generaba esa intensidad populachera que ha empezado a generar. Y creo que es, tengo esta teoría, como reacción al desfile del Orgullo gay, un día que se ha convertido de alguna manera en la fiesta mayor de la izquierda. Ya no lo es el languideciente Primero de Mayo. Sea uno gay o no, celebra el Orgullo si es de izquierda. Ese día se ha vuelto el gran mascarón de proa del progresismo; un día que expresa, más allá de lo gay, una determinada visión del mundo que tiene que ver con la libertad, la diversidad y la unidad en la pluralidad. La derecha ha convertido el desfile del 12 de octubre en algo parecido: el día que expresa una determinada visión del mundo que trasciende lo militar; una celebración del orden, la jerarquía, lo marcial, la virilidad tradicional. Si el Orgullo celebra la horizontalidad y la igualdad, el 12-O celebra la verticalidad y la desigualdad: hay un palco de autoridades, está el rey, alrededor los políticos, los generales aquí, los soldados allá. Y de repente, en las redes sociales, el 12-O es importante tal como lo es el Orgullo: la gente comparte fotos de los aviones, de las tropas, del rey cuadrándose… El 12-O es el día del Orgullo rojigualdo.

Con respecto a los nacionalismos periféricos, al escribir el libro me preocupaba que alguien pudiera pensar que soy un tipo que carga contra el nacionalismo español, pero simpatiza con otros. Es verdad que a veces la izquierda tiene esa simpatía y perdona a otros nacionalismos lo que no perdona al español. Pienso en una ocasión en la que Jordi Cañas, alguien que obviamente no es santo de mi devoción, dijo algo que me pareció certero: alguien del entorno del nacionalismo catalán había hecho un enaltecimiento de los almogávares, y él respondió algo así como por qué Hernán Cortés no y los almogávares sí. ¿No eran imperialistas los almogávares? En Albania se asustó a los niños hasta hace cuatro días, y no sé si todavía hoy, diciéndoles que venían los catalanes. Hubo una matanza indiscriminada, perpetrada por los almogávares durante su expansión por el Mediterráneo, que quedó grabada en la memoria colectiva hasta ese punto. ¿Por qué eso sí vale y no vale Hernán Cortés? Que no valga nada.

En el libro hablo, en distintos momentos, del nacionalismo catalán, el vasco, el gallego e incluso el andaluz, del que cuento cómo ha recuperado un libro delirante de Ignacio Olagüe, escrito en los setenta, que afirmaba que los musulmanes no habían entrado en la península, sino que el Islam hispano había sido una gemación autóctona, la evolución hacia el Islam de núcleos arrianos en origen. Un libro desacreditadísimo desde hace lustros que, sin embargo, se acaba de reeditar y es elogiado desde sectores andalucistas. Pero, por motivos obvios, el caso al que más aludo es el catalán. Hablo, por ejemplo, de las series de televisión de TV3 para contextualizar un capítulo sobre el papel nacionalizador de la televisión y series españolas como El Ministerio del Tiempo, El Cid o Isabel. TV3 produce series propias desde muy pronto y las instrumentaliza a favor de la construcción nacional catalana. Ya antes de la muerte de Franco (en un momento en el que, por ejemplo, Canadá produce ficción para combatir el nacionalismo quebequés) hay congresos sobre la autonomía catalana, cómo debería ser, en los que se dice que es absolutamente crucial que Cataluña tenga una televisión y produzca ficción propia. Que produzca sus propios contenidos y, entre ellos, series de ficción que transmitan a las masas catalanas el ideal de una nación propia. La ficción catalana, cuando se produce por fin, refleja una Cataluña irreal a varios niveles. Aquí me remito a una tesis doctoral de 2005 y que analiza minuciosamente estas producciones. La representación de Cataluña en estas series, dice el autor, es muy mesocrática, apenas aparecen clases bajas. La Cataluña castellanoparlante no aparece y, si lo hace, es a través de un hispanoparlante que quiere aprender catalán y a quien responden en catalán. Un catalán, además, casi siempre central, barcelonés, no hay otras variantes. Si un personaje lee un libro, está en catalán; si entra en un supermercado, todos los carteles están en catalán; si un policía lee sus derechos a un detenido, se los lee en catalán, etcétera. Cosas que no pasan en la Cataluña real. Las series no reflejan la Jerusalén real, sino la Jerusalén celeste del catalanismo; la Cataluña ideal. Pero, ojo, con las series españolas pasa lo mismo. En una serie española, es más fácil escuchar tailandés (hay diálogos en esta lengua en La embajada) que gallego, euskera o asturiano, que las contadas veces en que aparecen es con un propósito burlesco; solo los habla un personaje pueblerino o estrambótico.

Para ir acabando, también en el último tramo de tu libro reflejas, desde el interés por la figura de Chaves Nogales y arrastrándola hasta el presente, la figura del equidistante. Esa tercera vía española que dice que ni con unos ni con otros, pero al final parece ir caminando, cada uno por diferentes motivos y a distinto ritmo, en una determinada dirección.

Chaves Nogales es otro personaje olvidado que, de repente, de la noche a la mañana, resurge con una fuerza inusitada. Nos lo encontramos hasta en la sopa. Se reeditan sus obras completas, se escriben columnas sobre su figura, se hacen documentales sobre su vida. Chaves Nogales por aquí, Chaves Nogales por allá. Pérez-Reverte habla de él constantemente en sus artículos y Ciudadanos pide que se le enseñe en las escuelas. Y bien, ¿por qué Chaves Nogales? Todo resurgimiento de un personaje del pasado obedece a intereses del presente. Y en nuestro presente, el gran leitmotiv de la Transición, aquello de que no miremos al pasado, sino al futuro, ya no vale. Somos una sociedad anhelante, saturada de pasado, que necesita recubrir de pasado todos los discursos. Y en consecuencia, urgía buscar algo del pasado que recubriera el discurso roto del consenso de la Transición. Es ahí donde aparece Chaves Nogales: un republicano que se va de España en el año treinta y seis, harto de los dos bandos por igual. Ni rojos ni azules, los dos bandos son igual de criminales y aquí lo único que queda es largarse.

Hoy hay una autoproclamada tercera España que abandera el mismo discurso: ni rojos, ni azules, el centro. Gente sublime y estupenda que considera que hay que ponerse cuidadosamente en el medio de García Lorca y los que le metieron dos tiros en el culo por maricón. Sí, el bando republicano cometió atrocidades. Es verdad y, de hecho, algunas exposiciones de memoria histórica republicana y antifranquista lo han investigado y difundido. Sabemos ser autocríticos. Pero siempre me pregunto lo mismo: si no equidistas en la Segunda Guerra Mundial, donde también los dos bandos cometieron atrocidades, ¿por qué equidistas en la Guerra Civil, que fue exactamente la misma guerra, con los mismos bandos, las mismas alianzas y las mismas fuerzas en conflicto? ¿Por qué estos tipos no dicen ni nazis ni aliados, Auschwitz estuvo mal pero Dresde también, Hitler fue terrible pero la República de Weimar era un carajal, etcétera? Lo que no se acepta en ese caso, porque se entiende que, con todo, un bando representaba el Bien, aunque en él hubiera malos, sí se acepta para nuestra guerra.

En cuanto a lo que decías de caminar en una misma dirección, a mí me llamó mucho la atención en un momento dado algo que también cuento en el libro. Buscando en Amazon los libros de María Elvira Roca Barea o Pedro Insua, al consultar las recomendaciones del algoritmo para ver si encontraba otros libros de los que no tuviera noticia y fueran interesantes para comentar en el mío, descubrí que lo que Amazon me recomendaba eran panfletos ultraliberales de Escohotado o Rallo, anticomunistas de Federico Jiménez Losantos, antifeministas de Cristina Seguí o hasta un panfleto autoeditado de un chiflado que dice que el Nuevo Orden Mundial nos conduce a la entronización de Lucifer. Es decir, Pedro Insua, un tipo que dice ser un socialdemócrata jacobino; Santiago Armesilla, comunista; el furibundo anticomunista Losantos; María Elvira Roca Barea, que no se pronuncia, pero da la sensación de una liberal-conservadora; el libertariano Rallo, etcétera, conviven en las mismas bibliotecas; hay gente que encuentra en ellos una verdad común. Me acordé de algo que le leí a Colin Campbell sobre lo que llamaba el cultic mileu. Él se refería a movimientos tipo espiritismo, ufología, homeopatía, etcétera: movimientos distintos entre sí y hasta adversarios en algunas cosas, pero que vienen a ser heterodoxos de la misma ortodoxia, a enfrentarse a las burlas de los mismos y, debido a ello, empiezan a respetarse mutuamente. Comienzan a no pisarse, a no criticarse mutuamente y, a la postre, a escucharse e influirse. Hay un proceso de convergencia. Pues bueno, eso es lo que está pasando con esta gente. Vienen de sitios distintos, incluso antagónicos, pero acaban funcionando como una unidad. Todos se oponen a lo mismo: a la izquierda.

Pablo Batalla nacionalismo

No es el epílogo de tu libro, porque un texto como este tiene que recapitular, pero diría que una de tus últimas conclusiones es que avanzamos inexorablemente hacia el escuadrismo.

No diría tanto como inexorablemente. No hay que frivolizar con las comparaciones con Weimar. Pero sí que es verdad que nuestro tiempo empieza a no recordar poco a la fase de formación del fascismo histórico; una fase que yo situaría entre 1890 y 1920, aproximadamente. Son años en que va consolidándose un determinado clima cultural: la fascinación por el hombre de acción, un rechazo creciente del parlamentarismo como una cosa gris y mezquina, el deseo de aparición de un cirujano de hierro que reúna a una sociedad fragmentada en torno a un ideal más grande de la vida, la romantización y estetización de la política, a la que se exige que se parezca al arte y que no negocie ni dialogue… También son años en que una cierta revolución feminista genera angustia e ira en un montón de machos destronados, horrorizados por aquellas mujeres que salían, que fumaban, que hablaban, que exigían. Años cada vez más dados a la conspiranoia, en los que una pandemia, la de la gripe española, genera bulos antisemitas sobre los Rothschild propagando el virus y ese tipo de cosas. También eso que Bebel llamaba el socialismo de los imbéciles: un anticapitalismo incapaz para la abstracción y para imaginarse otra cosa que la conspiración formidable de uno o unos pocos capitalistas concretos. No hace falta demorarse mucho en qué paralelismos podemos encontrar hoy de todas estas cosas.

Lo que comentas del escuadrismo lo comentas por algo que yo digo en un momento dado sobre la simpatía militante, extraña si uno lo piensa, que generan la Policía, la Guardia Civil y el Ejército; esta gente no policía ni militar que se afilia a asociaciones en defensa de estos cuerpos, que lleva camisetas y pulseras en su homenaje, que grita «¡viva la Guardia Civil!». A mí me parece que llevar una pulsera de la Guardia Civil debería ser tan imaginable, ni más ni menos, como llevar una pulsera del INEM o de la Confederación Hidrográfica del Duero. Yo no soy antipolicial: la Policía y el Ejército tienen que existir y la existencia de la Guardia Civil no me molesta. Una vez, me salvaron en la montaña. Pero me preocupa esa identificación tan intensa con ellos. Me parece un síntoma preocupante. Pasa lo mismo con la simpatía que despierta Desokupa, una gente que no sé si llega a la categoría de escuadra, pero se le acerca: porrazos parapoliciales en defensa de la propiedad. No hay que frivolizar, insisto. Pero sí que se percibe, me parece, la fermentación de algo que camina en dirección a una explosión brutal de violencia. Cuando se convence a una sociedad de que hay algo perverso que la ataca, que la quiere destruir, la conclusión lógica es eliminarlo.

Fotografía: José Migoya

Víctor Muiña Fano
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Un comentario

  1. Asumiendo que lo que hay es lo que es al margen de preferencias, cuando la selección ganó el mundial en Sudáfrica tuve la sensación de que el país, sus habitantes, habian recuperado la bandera que una parte de ellos tenía secuestrada. Eso se diluyó rápidamente.
    Por otra parte es curioso el hecho de que un pais como este, sin un sentimiento de nación arracimada, dividido y un tanto cainita, es capaz de crear «nación» en el mundo a través de esa rivalidad. ¿Qué otro país tiene dividido al mundo con dos equipos de fútbol?. El fútbol, simulador de batallas de guerras pactadas

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