Federer vs. Nadal (XII): Tras los pasos de Björn Borg (Roland Garros, 2007)
En 2007, Federer y Nadal hicieron esperar al mundo del tenis: el primer tramo de la temporada esquivó su undécimo enfrentamiento, pero, a partir de la final del Master de Montecarlo, encadenarían cinco partidos en muy pocos meses: tres durante la primavera, sobre tierra batida; otro en verano, en una nueva final de Wimbledon; y un último duelo en el torneo de los maestros, sobre pista rápida. Al final de aquel año, Federer había logrado por fin imponer su tenis al mallorquín a lo largo de una temporada: la de 2007 fue durante mucho tiempo su mejor racha personal frente a un Nadal que amenazaba cada vez más claramente con extender su desafío más allá de la tierra batida. Una tierra de la que, por desgracia para el número uno, el español era el rey indiscutible.
Domingo, 10 de junio de 2007. Como es costumbre en la final de Roland Garros, luce un sol de justicia sobre París y eso no es bueno para Roger Federer. Si jugar contra Nadal en la Philippe Chatrier ya es como salir a la pista con un break en contra, el calor parece concederle un set. Gustavo Kuerten, el gran campeón brasileño de la tierra batida, asoma sonriente por la grada vestido de esmoquin. Unas horas más tarde será el encargado de entregar la Copa de los mosqueteros al ganador del Roland Garros: quizá a Federer, para coronarlo definitivamente como el mejor de siempre; probablemente a Nadal, en quien quizá estaba pensando la organización al escoger al último bicampeón del torneo. El tercero del español le colocaría a solo un paso de los cuatro consecutivos de Björn Borg con 21 años recién cumplidos. Nadal, por tanto, ya se había ganado el derecho a ser optimista sobre esa superficie; pero estamos en 2007 y nadie podía imaginar que era posible ganar hasta en doce ocasiones uno de los grandes torneos del circuito mundial de tenis. El de Nadal en París es quizá el mayor feudo de la historia del deporte moderno.
París como quintaesencia de la tierra batida. El de Manacor saltaba a la Philippe Chatrier con un balance de 42 – 6 a lo largo del año y un 20 – 0 en su carrera frenética en las pistas de París. Para llegar a la final, había vencido a del Potro en primera ronda, a Lleyton Hewitt en octavos, a Carlos Moyá, su futuro entrenador, en cuartos de final y a Djokovic en la semifinal. Todos ellos tenistas peligrosos sobre tierra batida, pero ninguno capaz de ganarle un solo set. El campeón llegaba inmaculado a la final. Frente a él, Federer viajó a París con un balance anual de 30 – 4 y el Open de Australia bajo el brazo. En 2007 ganaría por tercera vez todos los grandes menos Roland Garros. Hace más de una década, la carrera del suizo era una proeza inconclusa a la que solo le faltaba un triunfo en París, una plaza que se le resistió incluso antes de la irrupción de Nadal. Su mejor resultado en el torneo era la final de 2006, en la que había perdido precisamente frente al español; a pesar de ello, en 2007 el suizo tenía la esperanza de doblegar al rey de la tierra gracias al precedente de Hamburgo, donde sorprendió a su rival con un juego muy agresivo para los estándares de la superficie. En toda la semana, el suizo solo había cedido un set contra Tommy Robredo y se impuso en tres, aunque todos reñidos, a un especialista como Davydenko en la semifinal.
Era un día señalado en el calendario del número uno y Nadal, todavía favorito, entró en el partido incorporando a las particularidades del escenario lo que había sucedido en Hamburgo: en tierra batida, pero al mejor de cinco sets, convenía ser paciente a la hora de encontrar el ritmo; debía contener los errores no forzados e ir soltando poco a poco el brazo. Al otro lado de la pista, la hoja de ruta de Federer era la misma que le había dado la victoria en Alemania: buscaba un juego rápido que le permitiera escapar al lento pero inexorable castigo de los largos intercambios planteados por su rival. En cierto modo, encontró ese camino, pero no le llevó al destino previsto.
Una final atípica
Era el tercer partido de las dos mayores figuras del tenis mundial en París y, en los primeros compases del mismo, ambos trataron de imponer su propio guion. Beneficiado por el sorteo, el suizo trataba de aprovechar sus primeros saques con su servicio y de restar agresivo sobre los de Nadal. Frente a él, el español se mostró siempre dispuesto al intercambio largo, incluso pausado, tratando de contener la fuerza de algunos golpes para limitar los contraataques que tan buenos resultados le habían dado a Federer en Hamburgo. El pulso comenzó parejo, así que muy pronto, con 2 juegos a 1 a favor del suizo y los jugadores todavía rompiendo a sudar, el partido iba a encontrar un primer punto de inflexión.
A Nadal le costó un horror sacar adelante sus siguientes servicios y, aunque eso podría haberle provocado dudas, superar el trance le puso en disposición de pasar al ataque. Con 2 iguales en el marcador, el balear se vio 15 – 40 abajo ante un Federer al que parecía funcionarle el plan, pero al que primero la cinta y luego la reacción de Nadal privaron del break. Si hay algo sólido en el juego de Nadal, es su manejo de la presión; su forma de afrontar las situaciones comprometidas: el español logró mantener su saque refugiándose del temporal en largos intercambios desde el fondo de la pista, pero volvió a sufrir en su siguiente servicio, tras un juego en blanco, fulgurante, a favor de Federer. Nadal pareció por un momento estar contra las cuerdas: no estaba siendo capaz de tomar la iniciativa y, cuando lo intentaba, cometía errores no forzados. Federer estaba apoyando su presión en una cierta hiperactividad que se traducía en golpes arriesgadísimos y subidas a la red un tanto precipitadas, pero todavía estaba fresco y con su muñeca prodigiosa podía solventar las situaciones más comprometidas. Por el momento, estaba jugando al ataque, frente a Rafa Nadal, y en tierra batida.
El gran problema de su estrategia fue que el esfuerzo no brindó los resultados esperados. El de Basilea volvió a situarse 15 – 40 en el sexto y, de nuevo, Nadal supo escapar acudiendo a un recurso táctico distinto en cada punto. El español es, de forma un tanto irónica, una auténtica navaja suiza del tenis. Esta es una de las grandes distorsiones mediáticas sobre su figura, comúnmente reducida, especialmente al comienzo de su carrera, al estereotipo del corajudo guerrero: la parábola y el giro endemoniado de su drive; los infinitos efectos, trayectorias y distintas velocidades de su saque; su manejo de la posición e incluso el recorrido de su brazo por encima de su cabeza son, en realidad, prodigios técnicos y tácticos que va mezclando en distintas proporciones a lo largo de los partidos para mantener siempre una carta oculta con la que sorprender a su rival. Son estos recursos, creados para la tierra batida y posteriormente exportados al resto de las superficies, y una resistencia inasequible para sus rivales, lo que le han convertido en una máquina de ganar sobre el polvo de arcilla. Con una sucesión de grandes saques, Nadal igualó el marcador mientras daba paso a la mejor versión de su derecha desde el fondo de la pista. Los errores no forzados seguían salpicando inevitablemente el agresivo juego de su rival y eso permitió al español mantener su saque. A mitad del primer set, Roger Federer había desperdiciado siete bolas de break y comenzaba a desesperarse.
Por eso le sobrevino un pequeño cortocircuito que Nadal aprovechó inmediatamente, transformando su primera bola de break. Fue tras un juego en blanco, al resto, plagado de errores del suizo, al que de repente se vio vacío y desconcertado. Lo cierto es que en el séptimo juego de la final, junto a su tesón y buen hacer desde el fondo de la pista, Nadal desplegó definitivamente su revés. Y eso, para el balear y en tierra batida, no solo supone cerrar uno de los pocos resquicios de su defensa, sino que da paso a los terribles contraataques de su revés cruzado. Un golpe de una importancia verdaderamente capital en su carrera, hasta el punto de que, prácticamente, siempre que le funciona gana el partido. Con todo su catálogo ya disponible y Federer un tanto desmoralizado, el español estaba poniendo el primer clavo en el ataúd del número uno.
El suizo tuvo la gallardía de intentar una inmediata reacción tras el break, pero, de nuevo, desaprovechó 3 bolas de juego con las que se esfumaron muchas de sus opciones de ganar aquel Roland Garros. 3 – 5 en el marcador, con 9 bolas de break contra tan solo una de Nadal, y carpetazo a una primera manga muy atípica, protagonizada por el juego entrecortado y poco espectacular de los dos grandes campeones. Entre la extrañeza, algunas claves: Federer estaba jugando solo con un 33% de primeros saques; Nadal con un 75%. El suizo acumulaba más golpes ganadores, pero también más errores. Finalmente, como en cualquier partido de tenis medianamente igualado, un puñado de puntos había decidido el resultado del primer set: el suizo estaba obligado a remontar en la Chatrier, al mejor de 5 sets. Puestos a buscar algún rayo de esperanza para el número uno, al menos su rival no estaba ejerciendo su habitual dominio aplastante desde el fondo de la pista. Si mejoraba sus prestaciones al saque y aprovechaba por fin alguna bola de break, tendría una oportunidad.
A pesar de ello, al comienzo del segundo set el respetable se temió un desenlace rápido. Nadal parecía dispuesto a poner el piloto automático: sus servicios incluían puntos de saque que se sumaban a los errores no forzados y, cuando el punto no llegaba rápido, comenzaba a trabajar con su drive el revés de su rival hasta madurar el intercambio. Los servicios de Federer ofrecían más alternativas, lo cual era mala señal para el suizo: seguía subiendo mucho a la red, lo que permitió a Nadal soltar alguno de sus espectaculares passings shots, aunque sus golpes ganadores le mantuvieron en el partido en un momento difícil. Con ambos jugadores ganando su saque, la realización francesa aprovechó el impasse para ofrecer las imágenes grabadas en los vestuarios instantes antes del comienzo del partido: Federer, tranquilo, había saltado a la pista caminando; Nadal, hiperactivo, escuchó las últimas instrucciones de su tío y salió a la Chatrier como un toro en chiqueros, abrazando la iconografía que había facilitado su primer tirón mediático. Bajo la garra quedaba la cabeza fría y analítica, siempre dispuesta a estudiar las variantes tácticas que pueden contribuir a la victoria que se le ha ido reconociendo con el paso de los años.
Mientras tanto, en la pista Federer lograba regresar poco a poco a la estrategia de Hamburgo: subiendo constantemente a la red provocaba el desenlace rápido de los puntos y eso le permitió arrancar de nuevo varias bolas de break a su rival. En el séptimo juego de la segunda manga, un gran golpe del suizo obligó a Nadal a golpear con su derecha desde fuera de la pista: el número uno por fin tenía la ansiada rotura de servicio. 4 – 3 para el suizo, que debía cerrar el set para recuperar sus esperanzas de disputar la final de París.
Lo cierto es que lo lograría, pero su pequeña victoria tuvo un coste muy elevado: Nadal, mientras perdía la segunda manga, puso los cimientos de su victoria en el torneo. Inmediatamente después de perder su saque, el manacorí recuperó la concentración para alcanzar su propia bola de break. No logró materializarla en uno de los intercambios más dramáticos de la tarde, un espectacular globo que botó justo en la línea y que hubo que repetir ya que los jueces cantaron out precipitadamente. Federer conseguía por tanto confirmar el break del anterior juego y ponerse con 5 – 3, a un paso del empate; pero tampoco entonces Nadal bajó los brazos.
El noveno juego fue una auténtica guerra: Federer quería cerrar la manga cuanto antes y dispuso para ello de 4 bolas de set que elevaron su cuenta personal de bolas de break a una cantidad disparatada, pero el tesón del español le obligó a un sobreesfuerzo físico de casi media hora de juego extra; Nadal exigió al mejor de siempre una inversión calórica y mental que concluyó en el décimo juego, cuando el saque del suizo hizo subir el definitivo 6 – 4 al marcador. Los dos mayores mitos de la historia del tenis habían invertido casi dos horas en disputar solo dos sets, lo que hacía presagiar un partido largo y épico, ya que no estaba siendo bueno. Sin embargo, la final solo duraría otra hora más. Roger Federer necesitó tomarse un respiro tras su pequeña victoria del segundo set y, cuando quiso darse cuenta, estaba siendo barrido por su rival.
Porque en la tierra de Nadal hay muy pocos bajones. Incluso, cuando el partido lo exige, el balear tiene la capacidad de subir el ritmo cambiando el paso de su juego: cuando la ortodoxia no alcanza, Nadal se vuelve más agresivo desde el fondo. Fue así como el español encontró pronto varios winners que marcaron el devenir del tercer set, en el que su dominio desde la línea de cal fue aplastante. De repente, todas las subidas a la red de Federer acababan en pasantes que minaban la confianza del suizo, que perdió tres juegos casi sin darse cuenta. Solo habían pasado trece minutos desde que celebrara el empate y el número uno prácticamente había perdido el tercer set.
El quinto juego de la tercera manga fue, probablemente, el principio del fin para el de Basilea: tirando de orgullo y siempre tocado por el genio del tenis, Federer logró asomarse nuevamente a la bola de break, forzando un deuce sobre el servicio de Nadal. Pegó como nunca para recuperarse, pero vio impotente cómo Nadal devolvía, una y otra vez, con garantías, todos sus golpes. Agotado, Federer acabó jugándose una dejada que tiró desde demasiado lejos, encontrándose con la red. No fue un error cualquiera: fue una forma de cortar por lo sano con un intercambio que le estaba agotando. Fue un síntoma del cansancio que, unos segundos después, le impidió presionar el saque de su rival con garantías, cuando intentó subir nuevamente a la red. El resultado fue uno de esos passings shots, made in Rafa Nadal, que no parecen seguir las leyes de la física. Ahora sí, Nadal había logrado meter a su rival en ese terreno en el que su ligera superioridad en todos los aspectos del tenis sobre tierra batida termina imponiéndose de forma inexorable. En el séptimo juego, el cúmulo de errores del suizo y su lenguaje no verbal dejaron mudo a un respetable que, más allá de las filias y las fobias con respecto al tenis español, tenía ganas de ver al mejor tenista de la historia inscribiendo su nombre en el palmarés del Roland Garros. Tendrían que esperar un año más: el segundo set de Nadal obligaba a Federer a una remontada inverosímil. Las casas de apuestas empezaron en ese momento a echar la persiana.
Inmaculado en París
Justo antes del comienzo del último set, en una entrevista para la televisión francesa, Toni Nadal aseguró que su sobrino había jugado mejor durante el resto del torneo que en la final. No era falsa modestia, aunque desde luego se podría haber dicho lo mismo de Roger Federer. La cuarta manga pareció por momentos un partido de ronda, un enfrentamiento más o menos igualado, pero un tanto insulso, muy alejado del marco y la calidad de los protagonistas de la final del abierto de París. Bueno para Nadal, claro está, que iba por delante y solo debió salvar una bola de break en contra para cerrar el partido. Un trance que solventó gracias a un intercambio pesado, recordando de paso al suizo que ese no es el camino. El peaje de ese punto que, lógicamente, el suizo debía disputar hasta las últimas consecuencias para agarrarse al partido, fue de nuevo muy alto: tras él, Federer sufrió una sangría de puntos que no solo decantaron el juego a favor del español, sino que dieron paso al definitivo break del partido. Federer se mostró incapaz de contener la sucesión de fallos que, aliñados con algunos aciertos quirúrgicos de Nadal, le sacaron definitivamente de la final.
Nadal supo navegar lo poco que quedaba de partido: los últimos juegos se fueron en un suspiro, con Federer jugándose casi todos los puntos con su saque, pero demasiado apático al resto. Si en tenis hubiera minutos de la basura, habrían sido estos. Todos los presentes en la Chatrier, incluido Federer, habían asumido ya el resultado del choque y eso propició algún punto más espectacular. Poca cosecha para los asistentes, que aquel día vieron una versión un tanto descafeinada de los dos grandes campeones del circuito mundial de tenis. Teniendo en cuenta que la final se resolvió en 4 sets y sin un solo desempate, 2007 no fue el mejor año para realizar el desembolso del precio de una entrada de la final del Roland Garros.
Finalmente, Nadal cerró con un juego en blanco su tercer abierto de Francia consecutivo. Unos minutos después, aquel joven de 21 años se subía de un salto al graderío para saludar a los suyos. Últimamente, más de una década después, el español, que sigue ganando Roland Garros, se toma las celebraciones con más calma. La edad le ha ido transformando, pero sigue dominando con puño de hiero un torneo de una exigencia máxima. ¿Cómo es eso posible? Es una pregunta cuya respuesta merecería su propio artículo, pero que puede resumirse del siguiente modo: Rafa Nadal continúa ganando Roland Garros porque, en su plenitud, sus rivales podrían haber intentado batirle durante tres meses y no lo habrían conseguido. Sencillamente, un buen Nadal, en el crepúsculo de su carrera, sigue siendo superior a cualquier otro tenista sobre tierra batida.
A día de hoy, continúa sorprendiendo la enorme superioridad que el aspirante a número uno alcanzó sobre el mayor campeón de todos los tiempos en esta superficie en particular. Del mismo modo que Rafa Nadal dependió durante mucho tiempo del estado de forma de Federer para ganar otros torneos, es posible que el suizo jamás hubiera podido ganar Roland Garros frente a un Nadal sano: los intercambios más largos eran para el suizo una tortura que solo acababa cuando llegaba el error no forzado; tratar de acortarlos implicaba asumir una cantidad de errores no forzados que nunca se igualaba al otro lado de la pista; cada minuto bajo el sol de París, traía consigo un cansancio que Nadal soportaba con entereza, mientras él perdía la precisión que le colocó en la cima del deporte moderno.
Aquella tarde de 2007 acabó con 60 errores no forzados de Federer y con Guga Kuerten entregando la Copa de los mosqueteros a Rafa Nadal. París le aplaudió a rabiar, cada vez más encantada por el respeto del español al torneo, por su entrega apasionada al propio deporte del tenis. Kuerten resumió poco después la jornada con su eterna sonrisa en los labios: el mejor tenista de la historia sobre tierra batida había vuelto a ganar al mejor tenista de la historia. 21-0 en París y a un solo paso de igualar la gesta de Björn Borg. Ese era el horizonte en la Ciudad de la luz, pero el circuito mundial ponía rumbo a la temporada de hierba. Wimbledon asomaba en el horizonte y esta vez Rafa Nadal se lo iba a poner realmente difícil a su gran rival.
El español estaba a punto de entrar en uno de los tramos más productivos de su carrera. Federer apretó los dientes y extendió su reinando hasta el final de la temporada. Vasos comunicantes: cada victoria de uno de ellos era la derrota del otro.
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