Foxconn: ‘smartphones’ de sangre
Empecemos con una confesión: quien escribe esta sección sobre consumo tiene un iPhone 4. Intentaría justificarlo alegando que me lo regalaron, pero sé que no es cierto. Fui uno más de los muchos que recibieron su primer smartphone cuando fabricantes y operadoras los ofrecían a cambio de una cuota mensual aparentemente razonable. Como yo, muchos consumidores eran conscientes de que pagarían el regalo a plazos, pero accedieron porque las prestaciones de aquellos nuevos aparatos superaban con creces las de los anteriores teléfonos y, al fin y al cabo, su precio era muy competitivo respecto al de modelos antediluvianos que únicamente servían para llamar y enviar SMS. El resultado es sobradamente conocido: la estrategia funcionó y el atractivo de los teléfonos inteligentes hizo el resto. Ahora los smartphones dominan el mercado, no disponer de uno supone una seria exclusión social y pocos consumidores se interesan por saber dónde y cómo se fabrican.
Sigamos. Quien les escribe no es un fanático de la tecnología. A pesar de ello, en aquel momento tuve muy claro que quería subirme al carro de la nueva generación de teléfonos móviles. Aunque por entonces no conocía en profundidad la empresa que había diseñado el modelo que me estaban ofreciendo, creía saber lo suficiente sobre Apple: la compañía de la manzana mordida ascendía meteóricamente hacia el olimpo de Wall Street y estaba dirigida por un visionario que, personalmente, me caía un poco gordo. Mi razonamiento fue muy simple: algo malo debían estar haciendo, pero ¿acaso no lo hacían todos? ¿No acabaría teniendo un smartphone cuando, unos años más tarde, ya no hubiera una alternativa? La cuestión residía, me pareció, en si aquellos aparatos por los que todo el mundo parecía estar perdiendo la cabeza merecían la pena.
Y, caray, vaya si lo hacían. Los más jóvenes pueden tener dificultades a la hora de imaginar la sociedad presmartphone, pero lo cierto es que el mundo de hace tan solo una década parece ahora totalmente diferente. Constatar este fenómeno es tan sencillo como sentarse a ver ciertas películas y comprobar cómo muchas de sus escenas han dejado de tener sentido, al pivotar en torno a un problema que ahora es posible resolver en medio minuto, siempre y cuando haya cobertura. Es cierto, los teléfonos inteligentes han cambiado radicalmente el mundo y por eso los usamos compulsivamente (hasta siete horas al día, en el caso de los jóvenes japoneses). Ese es uno de los motivos por los que varias compañías que los diseñan, singularmente Apple, han multiplicado exponencialmente su valor. Sin embargo, por desgracia, no es el único.
Porque, desde luego, lo que hace unos años no conocía quien les escribe, eran los pormenores del proceso de fabricación de los smartphones y del resto de artículos que dominan el cada vez más colosal sector electrónico. Las sospechas que puedan albergar los consumidores que no quieran informarse sobre esta cuestión (e incluso las de quienes optan por hacerlo superficialmente) se quedarán cortas. Las manzanas de estas compañías tecnológicas lucen verdes, frescas y debidamente enceradas en las estanterías, pero al otro lado del mundo hay personas que mueren cosechando microchips y procesando materiales como el coltán, un mineral empleado en la fabricación de aparatos electrónicos y cuya explotación está relacionada con diversos conflictos en el Congo que han provocado millones de víctimas mortales. Como reos condenados a galeras, cientos de miles de trabajadores pasan su vida encadenados a un puesto de trabajo que no pueden abandonar, a cambio de un mísero sueldo. Uno de los capataces más despiadados del mundo se llama Foxconn y, muy probablemente, ha fabricado muchos de los artilugios que le rodean en este mismo instante.
Tras semanas de lectura, si tuviera que definir brevemente la corporación taiwanesa Hon Hai Precision Industry Co., Ltd (Foxconn Technology Group para los amigos), diría que es un leviatán del sector tecnológico. Desde su creación, en 1974, se ha extendido por trece países (China, Corea del Sur, Japón, Malasia, India, Pakistán, Turquía, EE. UU., México, Brasil, Australia, Hungría, Eslovaquia y República Checa), ha llegado a procesar casi la mitad de los productos electrónicos que se fabrican anualmente en todo el mundo y, aunque es extremadamente difícil obtener un dato concluyente al respecto, se estima que emplea a más de un millón de personas. Eso la sitúa entre las diez entidades que movilizan más mano de obra en todo el planeta, en una lista en la que figura, por ejemplo, el ejército de la República Popular China.
Aunque en ciertas filiales que la corporación tiene fuera del continente asiático se confeccionan algunos productos, el cometido más importante de estas instalaciones es la recepción y distribución de los artículos fabricados en las factorías donde los costes son más bajos. A pesar de que muchas de las empresas que subcontratan a Foxconn para que ensamble sus productos son norteamericanas (casos de Google, Dell, Amazon, Microsoft, Motorola, Hewlett-Packard o Apple, entre otras), sus componentes recorren miles de kilómetros en busca de la mano de obra más barata del mundo. Compañías como BlackBerry, Toshiba, la finlandesa Nokia, Sony, Nintendo o la china Huawei, completan el brutal catálogo de clientes de Foxconn.
En el mercado de la electrónica, como en tantos otros, la realidad dista bastante de la ficción que se representa con tanto celo en los puntos de venta de todo el mundo. Lo cierto es que, en el caso de los smartphones, Foxconn utiliza componentes y procesos relativamente similares para ensamblar los distintos terminales que se venden en las tiendas. Si su procedimiento fuera verdaderamente diferente, el coste de la producción se dispararía. En lo que más se diferencian esta clase de artículos es en el software y los acabados.
La importancia que Foxconn ha llegado a tener en la fabricación de este tipo de productos y el hecho de que tantas compañías del sector (que compiten entre sí) la escojan para ensamblarlos da una idea de lo competitivo que debe ser el precio de sus servicios. Para aproximarse a unos beneficios anuales de tres mil millones de dólares, hace falta reducir costes. Por eso Foxconn ha hecho de la explotación sistemática de sus trabajadores su seña de identidad. Curiosamente, la corporación decidió materializar el sistema que había diseñado para hacerse de oro a doscientos kilómetros de Formosa, en territorio del mayor enemigo político de Taiwán: China alberga, actualmente, más de doce factorías de la compañía. Y, aunque dentro de los planes de Foxconn se encuentra la apertura de dos nuevos centros de producción en Chengdu y Wuhan, el complejo más importante que ha erigido hasta el momento es, sin lugar a dudas, el de Longhua (subprovincia de Shenzhen), en el que viven (sí, viven) cientos de miles de trabajadores.
De nuevo, solo se puede ofrecer una aproximación de la cantidad de personas que trabajan en lo que popularmente se conoce como «Foxconn City». Las estimaciones van de los doscientos mil trabajadores hasta el medio millón. El oscurantismo de la compañía y la connivencia de las instituciones provocan que, en pleno siglo XXI, el dato sea muy difícil de confirmar a través de los aparatos que allí fabrican. También es público y notorio que alrededor del Longhua Science & Technology Park se alza una muralla que sirve para lo que han servido todas las que se han construido a lo largo de la historia: controlar quién entra y sale del recinto e impedir que a simple vista sea posible saber qué ocurre ahí dentro.
Foxconn City alberga en su interior más de una decena de fábricas y tiene canal de televisión propio, piscinas, gimnasios e incluso un parque de bomberos. Es decir, es una ciudad separada físicamente de su entorno y de la que muchos trabajadores no salen prácticamente nunca, ya que viven en las residencias habilitadas por la compañía en el interior del recinto. Oficialmente, trabajan doce horas, seis días a la semana. Pero resulta sencillo imaginar cómo la totalidad de su existencia está bajo el control de la empresa para la que trabajan. Al fin y al cabo, Foxconn no solo es el mayor empleador directo de la ciudad, sino que incontables puestos de trabajo dependen de su actividad en la zona. La empresa puede ejercer su influencia en la policía, los hospitales e incluso los supermercados y restaurantes del interior del complejo. Otorga las licencias a los locales de ocio que considera oportuno e instala cámaras de vigilancia en un pequeño mundo, cuyos habitantes son, todos, compañeros de trabajo. Hasta tal punto llega el control de la compañía, que los contratos que redacta incluyen una cláusula que impide tanto a los trabajadores como a sus familiares demandarla en caso de lesiones, muerte o suicidio. Foxconn está materializado algunos rasgos de las peores distopías jamás concebidas por el hombre; el gobierno y las élites chinas lo están permitiendo e incluso alentando; y todos los consumidores del mundo lo estamos financiado.
Aunque el afán de la compañía taiwanesa por construir un caparazón alrededor de Foxconn City no ha podido evitar que el escándalo se haya colado en ocasiones a través de sus alambradas, hasta el momento las ventas de las compañías que trabajan con el gigante taiwanés no se han resentido. Lejos de ser así, los resultados anuales de la mayoría de ellas han seguido mejorando, incluso en los ejercicios más polémicos, como por ejemplo el del año 2007. Fue entonces cuando Apple decidió encargar una investigación independiente sobre Foxconn para salir al paso de las noticias que varios medios estaban publicando sobre la compañía. Lo más sorprendente del caso es que, aunque se confirmó que algunas de las acusaciones eran ciertas, los fabricantes continuaron trabajando con Foxconn.
Desde entonces, la compañía ha recibido denuncias por discriminar al personal chino en favor del taiwanés, obligar a los trabajadores a realizar horas extra e impedir su sindicación. Sin embargo, la manifestación más espeluznante del opresivo ambiente que se respira en Foxconn city, han sido los numerosos suicidios que se han producido en sus fábricas: a lo largo de la última década, más de una veintena de personas se han quitado la vida en el interior del complejo, la mayoría saltando por la ventana más cercana a su puesto de trabajo. Varios empleados más han resultado gravemente heridos o han sufrido lesiones permanentes por el mismo motivo.
La situación no parece mejor en las demás instalaciones de la empresa en China: en 2012, más de un centenar de trabajadores de la fábrica de Wuhan (capital de la provincia de Hubei), subieron a la azotea de un edificio y amenazaron con suicidarse colectivamente. Foxconn logró salvarse de lo que prometía ser un auténtico escándalo mediático indemnizando a los trabajadores y obligándoles a firmar un documento garantizando que no volverían a amenazar con quitarse la vida. De hecho, los acuerdos legales de este tipo y la instalación de redes de seguridad bajo las ventanas de los edificios de sus fábricas han sido las principales medidas que Foxconn ha tomado para hacer descender su tasa de suicidios.
Frente a las frías estadísticas, algunas historias con nombres y apellidos ilustran de forma aún más cruda la situación de los empleados de la compañía taiwanesa: en 2001, la muerte de Cheng Long, un trabajador de veintitrés años de edad, se relacionó con el exceso de trabajo; Sun Danyong se quitó la vida a los veinticinco, angustiado por la pérdida de un prototipo del mismo teléfono que, un par de años más tarde, me regalaría una compañía telefónica.
Habría dado igual si en aquel momento hubiese optado por otro modelo: la inmensa mayoría de las compañías que no trabajan con Foxconn operan del mismo modo. Por desgracia, esta situación no es exclusiva del sector de la electrónica. Empresas que con anterioridad fabricaban en sus países de origen optaron por deslocalizarse en busca de costes más bajos y controles laborales laxos, con la intención de maximizar beneficios. Sucede también en otras industrias (un caso paradigmático es el sector textil) que acumulan tasas de suicidios aún más altas que la de Foxconn City. La media anual para toda China se va hasta los veinte suicidios por cada cien mil trabajadores.
Ante semejante panorama y con el incipiente desarrollo de otros modelos de fabricación y distribución, resulta necesario ofrecer alternativas en un mercado, como el de los productos electrónicos, que tiene una creciente importancia social. Es importante explorar los límites y las posibilidades del comercio justo, pero sería preferible hacerlo a través de ordenadores y smartphones que no estén manchados de sangre. Sin embargo, frente a las nuevas posibilidades que van apareciendo, por ejemplo, en las industrias de la moda y alimenticia, resulta complicado encontrar compañías tecnológicas que opten por otro modelo de negocio.
Y quizá esta es la verdadera clave, porque somos los consumidores quienes tenemos en nuestras manos la posibilidad de volver a convertir la ética en un valor añadido. La experiencia demuestra que, para conseguirlo, no basta con creer a la primera historia entrañable que cualquier transnacional cuenta sobre el proceso de fabricación de sus productos y el reciclado de sus componentes; es necesario combinar la vigilancia de estos procedimientos con la puesta en marcha de nuevos proyectos que conciban desde un otro punto de vista la relación entre la empresa y el consumidor y sean capaces de transformarla en resultados tangibles. Porque, como han escrito Adela Cortina y Victoria Camps, «también en la cuenta de resultados se pueden percibir los beneficios de vivir moralmente, en la medida en que las empresas capaces de sintonizar con el público generan ese capital simpatía que, sin ser principio financiero, tiene sus repercusiones en la cuenta de resultados. La exigencia de que las empresas asuman la responsabilidad social está sobre el tapete de la discusión europea y global». Es una discusión que debemos afrontar con urgencia. Debemos tomar partido.
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