Hellraiser (II): Clive Barker y la primera Hellraiser
Clive Barker se convirtió por méritos propios en el auténtico renovador de la literatura de terror en los años ochenta. Pero una figura como la del británico no podía limitarse a un único medio de expresión artística: su necesidad de expresarse era demasiado fuerte para contenerse en el papel. De ahí que pronto empezara a coquetear con otras artes, entre las que destaca por méritos propios el cine.
Una expresión clásica para referirse a un ser humano capaz de ser hábil en muchas disciplinas es la de calificarle como un «hombre del renacimiento». Sin abandonar ese punto de partida, podríamos ver a Barker como el siguiente paso en la evolución. Su obra recoge las influencias de esa suerte de renacimiento que podríamos asimilar al primer Stephen King y decide llevarla a los límites. Su producción es más personal, menos ejemplar; un ejercicio de exploración y unicidad. Lo que en arte se llamó el manierismo. Y fue gracias a esa creatividad desbordada que consiguió trasladar su esencia al medio cinematográfico, el que codifica la mayor parte de nuestros mitos modernos.
Primeros pasos tras las cámaras
Un estudio de la primera y mejor película de Clive Barker no puede estar completo sin acercarnos de manera global a su carrera cerca de las cámaras. Un creador como Barker debe entenderse siempre como un artista total, para el que las diferentes artes funcionan como un todo sobre el que proyectar sus ideas. Una buena prueba de esta afirmación es que en su ya dilatada producción nos encontramos con obras literarias, cinematográficas, pictóricas, teatrales y hasta colaboraciones con compañías de videojuegos.
En los años setenta, mientras todavía era un estudiante en la Universidad de Liverpool, Clive Barker realizaría sus primeros acercamientos al mundo del celuloide. En los mismos le apoyaron una serie de amigos y colaboradores entre los que se encontraban dos que acompañarán la historia de Hellraiser durante mucho tiempo: Doug Bradley y Peter Atkins.
El primero terminaría dando vida a Pinhead y se convertiría en un icono del terror moderno, pero también fue un actor secundario en las dos producciones del joven Barker. Eran estas películas de arte y ensayo universitarias que desarrollaban los temas de la Salomé bíblica, pasada por el tamiz de Wilde y del pacto de Fausto. Por suerte para nosotros, también es el autor de un muy interesante y recomendable libro llamado Monstruos sagrados. El subtítulo de Grandes actores y sus caracterizaciones en la historia del cine de terror nos esconde dos de sus mayores logros: uno es el estudiar el valor de la máscara y la identidad oculta en la historia de la actuación desde el principio de los tiempos; el otro es hablar de su propia trayectoria vital y, por lo tanto, de la de Clive Barker en relación a Hellraiser.
Es gracias a este libro que sabemos que durante la realización de sus dos primeras cintas, el corto Salome (Salome, 1973) y el mediometraje The Forbidden (The Forbidden, 1978), el grupo de artistas que se habían juntado en torno a Barker se hacían llamar Hidra por el legendario monstruo griego. También que eran un puñado de jóvenes que no sabían muy bien lo que hacían pero que estaban llenos de vitalidad y de ganas de intentar cosas. De hecho, el centro de su actividad fue sin duda la producción teatral, siendo apaleados por la crítica especializada durante largo tiempo antes de conseguir desembarcar en Londres.
En lo cinematográfico, las dos obras que nos dejaron comparten muchos aspectos. Así, tenemos el uso de un blanco y negro rugoso y lleno de grano, la renuncia al empleo de carteles en su obra muda y la narración críptica, casi indescifrable. Tanto Salome como The Forbidden son una suerte de ventanas a un mundo que no podemos comprender y que en ningún momento se nos explica. El espacio interior de un Clive Barker que ya jugueteaba con sus posteriores obsesiones y dejaba que estas se mostrasen de manera tangencial.
Ambas cintas están llenas de los contenidos sexuales que hemos llegado a esperar de su autor. En Salome, el punto álgido del metraje está ocupado por el baile del personaje homónimo, dotado de una irrealidad que permite que la seducción de Herodes nos resulte creíble. The Forbidden es más explícita y en ella abundan los planos de órganos sexuales masculinos. No es muy aventurado pensar que, a pesar de lo que pueda parecer, Barker seguramente consideraba que el momento más sensual de todo el mediometraje fuese el del desollamiento del protagonista. Resuelto de manera sobresaliente en lo visual, apoyándose en la mera aplicación de capas de pintura, la escena es el centro de The Forbidden y uno de sus puntos de unión más importantes con la carrera posterior del autor de Liverpool.
Esa idea de la sublimación y la belleza de la mutilación corporal se da la mano con otras dos prefiguraciones del futuro. Ambas se refieren a Hellraiser, siendo una de carácter visual y otra de naturaleza narrativa: la primera es la obsesión de Barker por registrar los efectos de la luz sobre un tablón sobre el que descubrimos una serie de clavos colocados de manera regular. Es el mismo Doug Bradley el que nos muestra de nuevo el camino al asegurar que cuando pudo ver el primer diseño de Pinhead lo primero que pensó es que Clive Barker había personificado y dado la forma definitiva a sus estudios con lo que sus colaboradores llamaban «el tablero de clavos».
En cuanto a la historia, también resuena la recuperación de la idea del rompecabezas como detonante de la trama. Si en Hellraiser veremos el empleo de La configuración del lamento, aquí tenemos un incomprensible y cifrado documento que es roto por nuestro Fausto para después tratar de recomponerlo. Los pedazos de papel, cubiertos de extraños símbolos, se van uniendo, recuperando su antiguo aspecto al tiempo que cierran el nuevo pacto. En la vuelta al orden se encuentra la perdición.
Tanto Salome como The Forbidden no dejan de ser un ejemplo perfecto de lo que suele entenderse como cine de arte y ensayo, en su variante cine universitario. Son obras lentas, presuntuosas y oscuras cuya única relevancia viene dada por la carrera posterior de Clive Barker. Por sí mismas resultan difíciles de ver en su totalidad de una sentada, pero sin embargo debe admitirse que tienen momentos de brillantez visual escondidos en su corto metraje que iluminan la carrera posterior de su director y hacen que su interés crezca para los seguidores del mismo. Nos permiten echar un vistazo al proceso formativo del universo personal de Clive Barker, que no es poco.
Sufriendo proyectos ajenos
Clive Barker acabó de grabar The Forbidden en 1978. Desde entonces, su relación con el celuloide se vería desplazada por su creciente actividad como escritor, tanto de prosa como de teatro. Se trasladó a Londres y empezó a hacerse un nombre poco a poco. Fue por eso que el director de videos musicales George Pavlou se acercó a él para ofrecerle realizar una película juntos.
Debemos tener en cuenta que la escena del cine de género y de terror inglés de los primeros años ochenta era un auténtico erial. Basta con dirigirse a la filmografía del que posiblemente sea el estudio más prestigioso del género, A New Heritage of Horror, para ver que apenas pueden mencionarse un puñado de películas durante estos años. Es cierto que el listado no puede considerarse definitivo, de hecho la primera película que mencionaremos relacionada con Baker no aparece en el mismo, pero es una buena muestra del estado que presentaba una industria que en el pasado había sido muy importante.
De hecho, el propio Barker ha reconocido que terminó descubriendo que Pavlou les había vendido a sus inversores una suerte de ópera rock, mientras que a él le pedía una película de terror. El choque de ambas ideas solamente podía ser desastroso. El guionista trazó una historia basándose en un concepto bastante curioso, el de gángsters contra monstruos, que luego los productores llenaron, según sus propias palabras, de tetas y persecuciones en coche.
Siendo sinceros, la verdad es que cuesta pensar que Mundo subterráneo (Underworld / Transmutations, 1985) pudiese haber llegado nunca a ser una buena película. Si el punto de partida es interesante, no en vano nos puede recordar a la adaptación ochentera a serie americana de La Bella y la Bestia (Beauty and the Beast, 1987), lo cierto es que los actores son realmente malos, la dirección es adocenada y el ritmo brilla por su ausencia. Los productores debieron tener mucha culpa en esto último, pero aún así debemos juzgar lo que podemos ver y no lo que pudo ser. Por desgracia, la película es tremendamente aburrida, el peor delito posible para una producción barata de género.
Merece la pena señalar, para que nos demos cuenta del momento en el que nos encontramos, que sin embargo, tras su estreno recibió algunos parabienes críticos del propio Neil Gaiman en la publicación Shock Xpress. Seguramente su opinión venía ya marcada por su conocimiento de la obra literaria de Barker y el deleznable estado de la cinematografía de género inglesa, pero se atrevió a decir que con algunas modificaciones podría haber sido una película maravillosa que, en cambio, se quedaba en un fallo con estilo y, tal vez, la promesa de lo que estaba por venir. Tampoco es ninguna sorpresa que Gaiman dé en el clavo.
No se cumplió su profecía, sin embargo, con la segunda película que contó con guión de Barker. El de Liverpool no parecía dispuesto a aprender todavía, empeñado en demostrar que el hombre siempre tropieza dos veces con la misma piedra. Así, aceptó volver a trabajar con el mismo director y los mismos productores en un segundo proyecto que, esta vez sí, se concibió desde un principio como una película de terror: una adaptación de su relato Rawhead Rex bajo el título de El sacristán del diablo (Rawhead Rex, 1988).
El resultado fue una película de terror con monstruo que se llevaba la acción de la historia a la Irlanda profunda por razones desconocidas. Si el relato que la inspira resulta una pequeña joya del terror, en su narración del choque entre las antiguas creencias inglesas y el mundo moderno, aquí todo se ve convertido en una película de terror más en la que los efectos especiales destacan por su ineptitud y nada nos sorprende, salvo que alguien pudiese creer que los efectos del monstruo pudiesen llevar al terror y no a la risa.
En defensa de Pavlou hay que reconocer que la cinta tiene más ritmo y es notablemente más entretenida que Mundo subterráneo. Pero, al igual que aquella, nunca consigue más que efímeros fogonazos de auténtico interés, sobre todo en algunas escenas en la iglesia, y se olvida en cuanto los títulos de crédito aparecen.
El propio Barker ha admitido que su decisión de convertirse en un director de cine se debió en gran parte a la experiencia con El sacristán del diablo. Tras prometerle todo tipo de prebendas, los productores le prohibieron acercarse al rodaje y le mantuvieron al margen hasta mostrarle la primera copia de la cinta. A pesar de que en su momento Barker dijo que no le parecía una mala película, con el tiempo sus opiniones han cambiado y ha terminado por denunciar lo poco que se asemeja a los temas de su relato y la traición que eso supone.
Habiendo descubierto que los guionistas no eran más que el eslabón más débil del proceso creativo del cine, nuestro escritor decidió que tenía dos opciones. Una era coger el dinero y correr, lavándose las manos en el proceso. La otra era coger el toro por los cuernos y encargarse del siguiente proceso. Por suerte, Barker eligió bien.
Hellraiser, el triunfo del autor
Liarse a dirigir tu primera película, en los años ochenta, en Inglaterra y, encima, hacer una cinta de terror.. La valentía de Clive Barker habría bastado por sí sola para que pudiésemos tener una visión positiva de Hellraiser (Hellraiser, 1987). Por suerte para nosotros, no hace falta recurrir a ese mérito para salvarla: la película está llena de motivos por los que convertirse en un clásico moderno y reinventar el género.
A pesar de que Barker veía aquí la oportunidad para llevar a la pantalla su mundo literario, no dejó que este le atara. Él mismo admitió que la novela corta El corazón condenado era un punto de partida, no una meta. La historia estaba abierta y podía ser modificada siempre que hiciese falta. En realidad, las variaciones no son excesivas, destacando por su peso en el argumento la conversión de Kirsty en la hija de Larry (el Rory del libro), en un giro que consigue dos cosas de igual importancia: por un lado, refuerza la unidad familiar y la convierte en un elemento central de la cinta; por otro permite, evitar que se cree una suerte de segundo triángulo amoroso que distraiga nuestra atención.
La película se construye como una historia de casa encantada, un elemento que se refuerza y subraya cuando se presenta la arquitectura de la antigua vivienda de la madre de Larry, situándonos perfectamente en el escenario central de la historia y permitiendo que sepamos en cada momento la disposición de las habitaciones y, sobre todo, del ático, que será el centro de los oscuros sucesos de la trama.
La cinta también se permite juguetear con el tópico de la cinta costumbrista. Familia distanciada por el matrimonio en segundas nupcias del padre y una clara frialdad entre la hija y la madrastra. Trauma por la mudanza de los progenitores desde la ciudad a los suburbios. Distanciamiento de los esposos. Y en mitad de todo esto, el terror esperando para abrirse paso gracias al oscuro pasado, evitando que todo desemboque en un telefilme digno de las sobremesas de alguna cadena televisiva.
Sin embargo, la película nunca trata de engañarnos, sino que nos trata con el respeto que cree que nos merecemos como espectadores. Las primeras escenas están dedicadas a darnos las claves necesarias para que lo entendamos todo, con Frank (del que aún lo desconocemos todo) consiguiendo la caja de Lemarchand y sucumbiendo ante ella, en una escena tan efectiva como sorprendente.
La historia de Hellraiser se construye desde dos tipos de maldad diferente. Existen, así, dos grupos villanos que actúan de maneras casi contrarias y complementarias. Por un lado, Frank y Julia, convertidos en una suerte de matrimonio demoníaco dispuesto a empezar una nueva familia del terror, símbolo de la corrupción de nuestra sociedad. Por el otro, los cenobitas, elementos externos que sirven para ampliar nuestra percepción del mundo y clarificar el proceso de corrupción de los seres humanos.
Frank es el verdadero villano central de la cinta. Se nos presenta como un hombre lleno de fuego, de pasión, un buscador de placeres inconfesables. Pero también como un monstruo clásico, sobre todo en el momento en el que entra en la vida de Julia. Frank aparece en la puerta de la casa de la prometida de su hermano poco antes de la boda, bajo la lluvia y en medio de la noche. Cuando Julia abre la puerta, le solicita que le deje entrar, imitando a los vampiros más clásicos. Y allí permanecerá hasta que ella le dé su permiso de forma explícita, le invite a entrar en su casa y, de manera implícita, en su existencia.
La relación de Frank y Julia es clave por su asimetría y la progresiva transformación de la mujer. Frank es el personaje fuerte, el dominador que impone su férrea voluntad. Ella se entrega a él y es poco más que un cascarón vacío cuando la conocemos, tras la desaparición de su amante. Es este un auténtico íncubo que rompe con nuestras expectativas y parece capaz de convocarla desde el más allá para que acuda a él y le traiga de vuelta. A este respecto, es clave la escena en la que se dan la mano por vez primera el dolor y el placer: mientras Julia recuerda su aventura con Frank en el tétrico ático, Larry sufrirá una terrible herida en la mano. Será la sangre de Larry la que cause el regreso de su hermano, que lentamente tratará de convertirse en una suerte de doppleganger de Larry, un sustituto dispuesto a tener su mujer, su hija y su propia existencia.
Clive Barker dijo en algunas ocasiones que esa profundidad en el personaje de Frank era realmente lo que más le interesaba mientras grababa Hellraiser. Quería que el monstruo no fuese un elemento oscuro, una suerte de máquina de matar incomprensible, sino que fuese capaz de razonar y de contar al espectador por qué actuaba. De hecho, su Frank es totalmente amoral y monstruoso en su aspecto, pero muy humano en algunas de sus actitudes. Así, le podemos ver fumar un cigarrillo tras su resurrección o hablar sobre su condición con Julia. Frank es el verdadero monstruo moderno de Clive Barker, una extraña mezcolanza que incluye elementos del íncubo, el vampiro y el doppleganger, pero los adereza con la cultura S&M que tan grata era para un director que había empezado a trabajar en la cinta bajo el título de Sadomasochists from Beyond the Grave, o lo que es lo mismo «Sadomasoquistas de más allá de la tumba».
Frente a Frank se sitúan los cenobitas, el otro elemento central del universo de Barker. Seres venidos de un infierno que apenas llegamos a intuir como un pasillo aparentemente infinito. Serían su aspecto de pesadilla y las frases de su aparente líder las que conquistaran a una generación de aficionados al terror. Realmente sus apariciones son escasas, siempre a remolque de la trama, pero eso no evita que se hayan convertido en el verdadero icono de la saga.
De su mano llegaremos a la clave de la historia para Barker: nosotros mismos somos nuestra perdición. En ningún momento los cenobitas necesitan tentar a los seres humanos, engañarles ni hacer trampas. Su maldad es pura y directa. La búsqueda del placer y de nuevas experiencias es lo que lleva a sus víctimas hasta ellos para, en un giro de una ironía que solamente podemos calificar como británica, caer en la perdición mientras consiguen aquello que anhelan. Su objetivo es mostrarnos vistas desconocidas y llevarnos al lugar en el que placer y dolor se dan de la mano, y siempre habrá personas dispuestas a entregarse a ellos sin falta de mascaradas de ningún tipo.
La caja de Lemarchand o la configuración del lamento, es el elemento desde el que se nos presentan estos cenobitas. Frank busca romper las barreras entre los mundos de manera activa, debiendo resolver el rompecabezas para abrir el portal. También Kristy consigue abrirlo, pero solamente en su momento de máxima desesperación y tras mostrarnos una obsesión con la caja semejante a la de su tío, recordándonos que algunas personas son más susceptibles a la influencia del objeto. De nuevo, es nuestra naturaleza la que nos guía a la perdición, sin la ayuda de elementos externos. La caja es solamente un icono, una suerte de amuleto que sirve de guía a aquellos que buscan su condenación, nunca un sujeto activo.
Otro aspecto central de la película es el meramente visual. Con un presupuesto muy exiguo y una valentía que solamente podía venir causada por su desconocimiento de las reglas más evidentes de la dirección, Clive Barker consiguió construir nuevos mundos como el cine de terror no había hecho en muchos años. Los efectos visuales son sencillos pero efectivos, consiguiendo que lugares tan mundanos como una habitación de hospital y un abandonado trastero se conviertan en apenas unos segundos en auténticas incursiones del infierno en la tierra.
Merece la pena detenerse por último en la figura de Pinhead. Conocido en esta cinta solamente como el «jefe de los cenobitas», el personaje interpretado por Doug Bradley será la clave de la saga cinematográfica y, seguramente, la causa de su derrumbe. Su aspecto, derivado de la tabla de clavos de The Forbidden aplicada a una cabeza humana, y las frases que le entregó Barker, consiguieron que a pesar de su escasa presencia en el metraje se erigiese en uno de los iconos de terror más reconocibles para las nuevas generaciones, llegando a ser uno de los personajes homenajeados en ese gran festival para los cinéfilos que aprecien el terror fantástico que es La cabaña en el bosque (The Cabin in the Woods, 2012). Ese éxito, sin embargo, hará que lleguemos a ver cómo en futuras entregas se pierde en él la esencia de los cenobitas y termina convertido en un villano de opereta más. Pero eso aún no ha llegado y en Hellraiser tenemos la oportunidad de disfrutar del verdadero Pinhead por primera y, por qué negarlo, última vez.
Hay más aspectos de interés en la película: la figura de Kirsty y su configuración como una heroína de acción en la línea de las final girls que arrancaran con la Sally de La matanza de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974); la genial banda sonora de Christopher Young, que curiosamente llegó tras vetar los productores la participación de la banda Coil; el trabajo de los actores, sobre todo de una Clare Higgins en estado de gracia… Todo en la película funciona perfectamente, con la excepción de algunos efectos visuales poco logrados (sobre todo los relacionados con el monstruo de dos cabezas) y una delirante decisión de llevar una historia netamente británica a un lugar indefinido del este de los Estados Unidos mediante algunos redoblajes y una innecesaria referencia a Brooklyn.
Hellraiser fue un triunfo del terror inglés en un momento en el que nadie confiaba en él. Se trata de una obra personal y única, construida además por un director novel que buscaba precisamente eso, transmitir su universo propio tras las decepciones sufridas con anterioridad. En ese aspecto, solamente podemos aplaudir su trabajo y agradecerle que nos regalara una de las grandes cintas del cine de terror de los años ochenta, con unos postulados que se mantienen tan actuales como el día que se estrenó. Estamos, después de todo, ante una obra que esconde el germen del horror sobrenatural posterior. Una de esas obras cuya trascendencia llega a superar a su calidad, condenada a ser objeto de culto con el paso de los años.
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