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Jerusalén, nada y todo – 24 de octubre

La autopista entre Tel Aviv y Jerusalén vive en un permanente atasco en el mes de las fiestas en Israel. Los israelíes van a pasar el día a la costa y anegan la vía al caer la tarde. Hay trenes, pero son poco prácticos para las familias numerosas de los religiosos más o menos fanáticos: no caben todos, y los trenes no los trasladan luego a sus colonias. Jerusalén se va anunciando con poblaciones satélite de casas cuadradas. No tienen tejado: no lo quieren porque da calor y se llena de mierda de pájaros. En Jerusalén, los edificios del gobierno replican la cuadratura de las viviendas, como una contradicción a las cúpulas curvas de las mezquitas. La identidad no es original, no es el principio sino un final.

Llaman síndrome de Jerusalén al supuesto trastorno psiquiátrico de los iluminados por Sión. «Jerusalén, corazón de los locos», dicen los pocos ateos que van quedando en una ciudad dominada por la división, la ocupación y la conquista. Divide et impera, decían los romanos que gobernaron Jerusalén a partir de la destrucción del Primer Templo. Hoy los ortodoxos se pasean con dominio por un oeste de la ciudad que bulle de actividad. En el mercado Mahane Yehuda se venden comidas populares a precios caros a jóvenes colonos. Las mujeres cargan con niños; los hombres, con fusiles de asalto. Un chaval de veinte años lleva dos cargadores en su AR-15 cerca de la puerta de Damasco mientras camina con sus amigas de faldas largas de casta fertilidad.

La noche del este de Jerusalén está oscura, silenciosa, casi fuera de lugar entre tanto jolgorio, un barrio en el departamento de objetos perdidos. Aquí el ayuntamiento pone difíciles y caras las licencias para abrir bares y comercios, y solo hay un cine para más de doscientos mil palestinos. El hotel American Colony, joya precisamente colonial de Jerusalén Oriental, tiene un hall of fame con artistas y literatos anglosajones: Graham Greene, John Lennon, Mark Chagall. Aquí negociaron palestinos e israelíes los acuerdos que se firmaron en Oslo. A los palestinos les cortaron el crédito por borrachos, dicen los rumores. En Jerusalén, más que verdades hay leyendas, chismes, secretos de alcoba retorcidos por la Historia. Lo único cierto es el refugio: por si los misiles se vuelven iconoclastas.

Del portal de Belén no queda ni rastro, y en los pocos kilómetros que la separan de Jerusalén van avanzando las colonias. Ya no hace falta dividir, solo imperar. Las familias palestinas se quejan de que los colonos les ocupan y roban las tierras, las mejores, las fértiles en un territorio absorbido por tantas promesas. Pero la ocupación es una forma de ver las cosas, dice un Boy Scout en Tel Aviv: antes fue soldado. A la mentira la llamó «visión alternativa de la realidad» aquella asesora de Trump. Jerusalén parece vivir cómoda en la ficción alimentada por Estados Unidos y Hollywood. Fue el Saladino de Ridley Scott el que definió la quimera. «¿Qué tiene Jerusalén que es tan importante para ti?», le pregunta el cristiano. «Nada», responde Saladino: «y todo». A las cruzadas, solo sobrevivieron las piedras.


Extramuros es una columna informativa de Efecto Doppler, en Radio 3.

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Víctor García Guerrero
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