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Cine y TV

Juez Dredd: apuntes para una historia social de la distopía

Eres un chico bien parecido, de hombros anchos y fuertes. Pero él es un hombre. Y hace falta algo más que hombros anchos y fuertes para ser un hombre.

Helen, en Solo ante el peligro (1952)

La gente me dice «eres el juez que ha enviado a la horca a un montón de hombres», y yo siempre respondo: «Yo no soy quien los ahorca. Yo jamás he ahorcado a un hombre. Lo ha hecho la ley».

Isaac Parker, «el Juez de la Horca», 1838-1896

  Yo soy la ley.

Juez Dredd, 1977-

Preámbulo: El sheriff solitario

La figura del juez que dicta sentencia con la biblia en una mano y el winchester en la otra ha fascinado a la mentalidad occidental desde antes de que la ficción codificara los mitos y leyendas del salvaje Oeste. En la actualidad, gran parte de esta imaginería tiene que ver con la cultura política del Estados Unidos de posguerra. El fértil encuentro del western y el macartismo en los años cincuenta favoreció una interpretación reaccionaria de la historia americana caracterizada por la inflación de la masculinidad y del individualismo heroico. El Oeste, en la visión de Ford, Wayne y demás figuras de la época, era un mundo peligroso en el que solamente la férrea moral del varón caucásico podía servir de brújula a los pioneros. Pistoleros rudos y carismáticos encarnaban las virtudes que el establishment conservador pretendía implantar para fulminar la ya lejana herencia progresista del New Deal. Muy pocos proyectos narrativos se atrevieron a cuestionar el modelo, y ninguno lo hizo con tanto éxito como Solo ante el peligro.

El sutil mensaje colectivista de Solo ante el peligro (Carl Foreman, el guionista, había sido militante del Partido Comunista en su juventud) es el eje interpretativo clave de esta obra. El sheriff Will Kane (Gary Cooper) es un hombre que tiene miedo. Hace lo que debe, como persona y como representante público, pero no se arroga condición heroica por ello. A su alrededor, el pueblo, la justicia, la administración y todo el incipiente entramado institucional americano se desploma, dejándole solo frente a una banda de criminales. El relato, sin embargo, no nos muestra al pistolero que sustituye a las leyes (el clásico conflicto entre la libertad privada y el monopolio estatal de la violencia); Will Kane es, muy al contrario, lo que separa al pueblo del caos provocado por el colapso del sistema democrático.

En el momento justo en que el sheriff pide ayuda a sus conciudadanos está destruyendo la mitificación conservadora del cine del Oeste. Que se la presten o no es menos importante que el hecho de que, contra la violencia privada, un representante de las instituciones invoca el papel del colectivo. La metáfora está clara: cuando el edificio liberal se tambalea presionado por intereses privados, la respuesta solo puede proceder del pueblo. Es la institución la que se pone al servicio del colectivo. John Wayne, indignado por ver a un sheriff pidiendo ayuda, contactó con Howard Hawks para crear una respuesta que recuperase los valores individualistas y heroicos del cine del Oeste. El sheriff de Río Bravo rechaza insistentemente la ayuda que le ofrecen el pueblo, enfatizando así una concepción vertical y rogatoria de la democracia que anticipa la célebre (y terrible) fórmula de JFK: «No te preguntes qué puede hacer América por ti…».

John Wayne, desde luego, había identificado a la perfección la amenaza ideológica que comportaba Solo ante el peligro.

1. El tránsito del cowboy al superhéroe: la frontera urbana

Nueva York

En algún momento de finales de siglo XIX la figura del cowboy dejó de reflejar la mentalidad dominante en el americano medio. La mitología del Oeste, convenientemente simplificada y desproblematizada, respondía admirablemente a la mentalidad de un país forjado en el culto a la pequeña comunidad agraria, la piedad puritana y los valores WASP. Estos rasgos ideológicos no fueron arrasados por el advenimiento de los grandes núcleos urbanos, pero sí hubieron de modificarse para acomodarse a la ciudad moderna, un concepto mucho más invasivo de lo que suele reconocerse. En el caso de los estadounidenses, reconciliar la herencia de la utopía jeffersoniana, que atribuía cierta superioridad espiritual a la pequeña comunidad agrícola, con la complicada y alienante vida de las ciudades requería modelos artísticos más refinados que la sencilla pintura del cowboy atravesando las interminables llanuras de Colorado.

Eso no quiere decir que la vida social demandase formas complejas de autorrepresentación cultural. Más bien al contrario, estaba surgiendo una nueva simplificación que actualizaría las esencias rurales de la ideología estadounidense. Las minorías hegemónicas (generalmente varones blancos, enriquecidos por el comercio y orgullosos de su herencia religiosa) denunciaban que las ciudades impulsaban una pérdida de la identidad americana. Inmigración, luchas por los derechos de las minorías, feminismo, criminalidad, socialismo, anarquismo, ateísmo… La ciudad se le aparecía a buena parte de los americanos como un revoltijo de efectos imprevisibles. La ficción popular se adaptó para reflejar esta nueva realidad urbana, identificar los temores de la sociedad y ofrecer soluciones satisfactorias. De todos estos desplazamientos culturales nos interesan dos en concreto: el detective hardboiled y la literatura pulp.

La literatura pulp enmarca la primera gran transición urbana de la cultura popular de Estados Unidos. En 1896 se publica Argosy, de Frank Munsey, revista que nos puede servir para establecer un primer anclaje temporal. El salvaje Oeste no desaparece de la ficción, muy al contrario, ocupa un papel central en la literatura pulp, pero se trata de un género reducido al romanticismo crepuscular de su ocaso como modo de vida. Poco a poco, las historias del Oeste comienzan a convertirse en meras fórmulas fijas que ya no funcionan como elemento de identificación ideológica. Los cowboys y los pioneros, que habían sido el elemento central de la teoría de la frontera de Jackson Turner, habían dejado de cumplir su función porque, en el siglo XX, la ciudad se convierte en la nueva frontera.

Pero, ¿cuál es el significado de «frontera» en el pensamiento norteamericano? Simplificando, la teoría de la frontera se consagra con una obra de Jackson Turner, escrita en 1893, en la que preconiza que el avance de Este a Oeste de los pioneros forjó una actitud emprendedora e igualitaria en la que se basan los valores de la democracia estadounidense. Para Jackson Turner, el desarrollo social norteamericano empieza una y otra vez en una frontera móvil que, a medida que avanza, elimina el barbarismo y promueve la civilización. Esta teoría acientífica (que sitúa a los indios como el enemigo de la democracia, elimina a los no caucásicos de la historia e ignora cualquier referencia a las clases explotadas) ha tenido gran importancia en la justificación de los sucesivos «destinos manifiestos». Allí donde Estados Unidos establece una frontera, parte de su tradición ideológica percibe una oportunidad de civilizar al salvaje. Es importante que tengamos en cuenta esta cuestión para comprender cómo se reabsorbe la mitología del salvaje Oeste en la literatura pulp: la ciudad, un espacio de conflicto y complejidad, se simplifica a partir de la teoría de la frontera. El espacio urbano se concibe como una frontera física contra la que el hombre civilizado debe pelear si no quiere verse reducido al salvajismo. Una oportunidad, además, de renacimiento espiritual y afirmación identitaria para el americano moderno.

Las primeras décadas del siglo XX están imbuidas de la búsqueda de la Arcadia, del paraíso prístino en el que recuperar las virtudes naturales. Es el retorno de lo salvaje, la era de Conan, Kull el Conquistador, El libro de la selva y Tarzán. La dinámica de estos personajes es clara: varones blancos de formación aristocrática que, tras verse obligados a sobrevivir en mundos hostiles, consiguen imponerse al medio y dominarlo. Al neourbanita estadounidense se le proponen modelos exitosos en los que un hombre acosado por peligros mortales logra imponerse gracias a su coraje, fuerza y determinación. La fórmula del hardboiled, aunque sea un tipo de narrativa mucho más progresista, ofrece un alivio similar: detectives duros que se enfrentan con sangre fría a tramas criminales desarrolladas en entornos oscuros y amenazantes. Allí donde Tarzán recupera la idea de una frontera física entre la civilización y la barbarie, el detective hardboiled, en un desplazamiento narrativo notablemente más refinado que las fantasías coloniales de Burroughs, establece la frontera en el día a día de la urbe y en el corazón de los hombres.

Pero en los años treinta y cuarenta el mundo se complica. Ni siquiera un héroe tan avanzado como Doc Savage, mezcla de luchador y científico, podía reflejar una época de fantasías destructivas, pesadillas atómicas y amenazas «de color» (especialmente negro y amarillo). La vida social, por otra parte, se había visto dramáticamente alterada tras la crisis del 29 y sus secuelas, y al ascenso del fascismo en Europa le acompañaba el expansionismo comunista en Asia. El liberalismo parlamentario se siente acorralado, y un nuevo concepto, íntimamente heredero de las últimas épocas del pulp, hace su aparición en la mentalidad occidental: el superhéroe. Podemos identificar dos grandes líneas. La primera, la de Superman, nos retrotrae a las historias de superioridad racial de Tarzán, Conan o el Hombre de Bronce. La segunda, la de Batman, se relaciona más con los detectives de los años veinte, y eso a pesar de las connotaciones clasistas de la figura de Bruce Wayne. Los cómics de superhéroes son la gran respuesta de la ficción popular estadounidense a los desafíos del siglo XX y, aunque podamos rastrear sus orígenes a través del pulp hasta el salvaje Oeste, son un fenómeno cultural enteramente novedoso.

2. La distopía thatcherista, las megalópolis del futuro y el temor urbano

Juez Miedo estallado

¿Podemos incluir al Juez Dredd en ese linaje superheroico? Peter Coogan, uno de los pocos historiadores que han tratado con cierto rigor el fenómeno superheroico, identifica tres grandes características del superhéroe: una misión, poderes y una identidad ligada a un apodo y un disfraz. Si aceptamos cierta elasticidad en la definición de «poderes», quizá convengamos en que la capacidad tecnológica y humana del Juez Dredd le sitúa claramente en un plano de habilidad aumentada, hasta tal punto que es capaz de enfrentarse a amenazas extrasensoriales como el Juez Miedo con la misma soltura con la que disuelve una manifestación.

Por otra parte, aunque Dredd viste un uniforme oficial, su función es claramente simbólica. Dredd jamás se quita el casco ni se viste de civil porque su aspecto físico es una metáfora de su rol narrativo, de manera que el traje de juez cumple las mismas funciones que el traje de Peter Parker.

Desde este punto de vista, y dando por buenos los principios que establece Peter Coogan, al Juez Dredd solamente le faltaría «cumplir una misión» para que le podamos considerar una figura superheroica. Sin embargo, y contrariamente a lo que pudiera pensarse en un primer análisis, el Juez Dredd no tiene una misión privada que cumplir. No combate el crimen por un agravio concreto, como hacen Peter Parker, Bruce Wayne o Frank Castle. Y aún podemos ir más lejos: el Juez Dredd ni siquiera aspira a cambiar el mundo en el que vive. Mega City es una frontera física, pero no conceptual; es, a todos los efectos, un concepto hijo de su tiempo y de su patria. Hijo de la cosmovisión británica de la era Thatcher.

Vamos a echarle un vistazo entonces al contexto editorial en que nace la revista 2000 AD (1977), hogar perpetuo del Juez Dredd. Thrill Power Overload, el libro de David Bishop, a pesar de su tono celebratorio, es un buen lugar para comenzar con la historia de la revista. El mercado británico de los setenta estaba dominado por dos grandes editoriales: DC Thomson e IPC´s Youth Group. Ambas compañías comienzan a competir por el público juvenil, en especial por los jóvenes de clase obrera radicalizada. La primera gran iniciativa exitosa es la revista Battle de IPC, en la que Pat Mills y John Wagner comparten responsabilidades, pero es Action (1976) la que logra conectar con esa estética radical, vagamente punk y decadente, que tanto caracterizó a la juventud de las ciudades portuarias e industriales de Inglaterra. En Action se publicaban versiones ultraviolentas de películas como Tiburón, Harry el sucio o La carrera de la muerte del año 2000. No sorprende que Clint Eastwood fuera el primer modelo de comportamiento del Juez Dredd y que John Wagner, cuando quiso definir el aspecto visual del personaje le dijera a Carlos Ezquerra que quería «algo así como un motorista de los de Death Race». El propio Wagner, por otra parte, estaba en plena sintonía con los gustos de la juventud de los barrios obreros; él mismo había pasado toda su juventud en Greenock, una ciudad industrial situada a unos cuarenta kilómetros de Gasglow que, desde mediados de los setenta sufría en toda su crudeza la crisis internacional. Es probable que Greenock, en pleno proceso de desestructuración social y depauperización, fuera uno de los primeros modelos para diseñar Mega City.

Esa imaginación apocalíptica de la ciudad del futuro estaba presente, por supuesto, en toda la ciencia ficción occidental; basta pensar en Ballard, William Gibson, Mad Max, Bruce Sterling, Blade Runner… La ficción especulativa pintaba un futuro en el que las grandes ciudades tecnocráticas y deshumanizadas actuaban casi como un personaje por derecho propio. Así, no es de extrañar que cuando la editorial IPC se decide a lanzar una revista de ciencia ficción, 2000 AD, la megaciudad del futuro ocupase un lugar preminente en las obras publicadas. Por otra parte, 2000 AD, de la mano de Pat Mills, estaba directamente vinculada a las revistas europeas de ciencia ficción como Metal Hurlant, relación estética que se acentúa cuando Carlos Ezquerra toma los lápices del Juez Dredd. Las primeras encarnaciones de Mega City, dibujadas por Ezquerra, remiten inevitablemente a la plasticidad biológica de la escuela de Moebius.

En todo caso, la visión apocalíptica que la ciencia ficción tenía de las grandes ciudades del futuro no surgía de la nada. La concepción de la ciudad posindustrial como una potencial fuente de conflictos estaba de moda tanto en la literatura especulativa (da miedo comprobar la popularidad que tuvo La tercera ola, el célebre pasquín de Alvin Toffler) como entre políticos, urbanistas o académicos. Durante los años cincuenta, sesenta y setenta se convirtió en un lugar común denunciar a la gran ciudad como espacio de desorden, drogadicción, criminalidad, inmoralidad… y, claro está, desórdenes políticos. El miedo que gran parte de la sociedad sentía hacia el crecimiento de las ciudades ya había sido identificado, en 1929, por el filósofo marxista Ernst Bloch. Mike Davis, uno de los grandes expertos contemporáneos del desarrollo urbano, cita a Bloch en su magnífica obra Ciudades Muertas:

En The Anxiety of the Engineer [La angustia del ingeniero] [Bloch] explica, curiosamente, la figura del «burgués temeroso»  desde el punto de vista del contraste entre las ecologías urbanas de las ciudades capitalista y precapitalista. En el caso de esta última (para la que Bloch emplea Nápoles como ejemplo) no existe ninguna ilusión de dominio total sobre la naturaleza, sino, sencillamente, una constante adaptación ecológica. (…)

En la «gran ciudad americanizada», por el contrario, la persecución de la utopía burguesa de un entorno totalmente calculable y seguro ha ocasionado paradójicamente una radical inseguridad (unheimlich). A decir verdad, «allí donde la tecnología ha alcanzado una victoria aparente sobre los límites de la naturaleza (…) el coeficiente de peligro conocido y, de forma más significativa, de peligro desconocido ha crecido proporcionalmente» (Ciudades muertas, p. 23).

Desde Alan Moore a Warren Ellis pasando por John Wagner, todos los grandes autores del Reino Unido han abordado el mundo del superhéroe desde una perspectiva crítica que los ha llevado a diseccionar el impacto de su presencia en la ciudad posindustrial. Ya desde los años treinta, cierto gusto por la imaginación distópica y escatológica (algo que nos puede recordar vagamente a la fascinación por lo grotesco de la República de Weimar y del primer Japón Taisho) vino a caracterizar a la ficción popular inglesa. Además, el debate público sobre los conflictos de clase (enmarcados en su teatro urbano) fue parte de la vida cultural de las islas desde el siglo XIX, aspecto este que marca una gran diferencia tanto con Estados Unidos como con la mayor parte del mundo occidental. La mitología conservadora inglesa tiene más que ver con la nostalgia de los valores aristocráticos (orden, refinamiento, high culture) que con la idealización del individualismo emprendedor americano. La gran ciudad, para la cosmovisión inglesa, está más relacionada con un espacio de lucha social que con la lucha del individuo por proteger sus valores y su identidad. Allí donde el estadounidense veía una frontera urbana en la que la civilización debía protegerse frente a la barbarie a través del fortalecimiento espiritual del individuo, el inglés tendía a concebir un espacio de combate colectivo segregado por lo económico y lo cultural.

Obviamente estoy simplificando hasta el extremo ideologías nacionales muy complejas, pero creo que la mentalidad británica, más inclinada a reconocer que la sociedad urbana está abocada al enfrentamiento entre bloques, tuvo algo que ver con que la derecha británica tomase la iniciativa mundial en la restauración conservadora. El impresionante asalto de Margaret Thatcher al frente de la derecha británica se basó en exacerbar hasta el extremo todos los conflictos de clase, género e identidad, para luego intentar convencer a las «capas medias» de que solamente la familia y los valores tradicionales les podían ofrecer refugio frente al caos y la corrupción del mundo moderno. Esta estrategia tan agresiva marcó el camino para la de Ronald Reagan aunque, probablemente, ningún gobierno occidental la haya vuelto a ejercitar con semejante virulencia.

El Juez Dredd es una crítica de esa violenta restauración conservadora que se incardina, más o menos, en la lógica retórica del posmodernismo. El posmodernismo, que en gran medida se convierte en una corriente ideológica dominante a raíz de la derrota cultural de la izquierda en Europa, también utiliza la ironía como procedimiento discursivo. El Juez Dredd es una obra altamente irónica (el término inglés, mockery, suena más contundente, por cierto). Como es sabido, Wagner, Ezquerra y Mills se estaban burlando de sus gobernantes a la manera de South Park, exagerando los temores conservadores para deconstruirlos y ridiculizarlos. El mundo del Juez Dredd es un entorno urbano superpoblado, violento, multirracial, lleno de punkis, criminales y drogadictos. La única forma de preservar algo parecido a una civilización funcional es que el aparato represor y el judicial se fusionen en una única institución dedicada a proteger a la democracia de sí misma.

3. Las dos almas de Dredd. Los superhéroes y la democracia

I Am The Law

La paradójica complejidad del Juez Dredd tiene algo que ver con cierta contradicción en su primer diseño. Ha quedado establecido que Wagner, Mills y Ezquerra crearon a Dredd como una burla (más bien poco sutil) de los temores conservadores, de manera que el sistema de los jueces es, al mismo tiempo, la distopía que Thatcher agitaba frente a sus simpatizantes y la degradación última de la democracia a cargo de gobiernos represivos. Sin embargo, hay otra dimensión mucho más visceral, que, en este caso sí, no es más que la actualización del Clint Eastwood más brutal y fanático. John Wagner sugiere que todos llevamos un Dredd en nuestro interior:

¿Quién de nosotros no ha sentido la urgencia del castigo, el deseo de ver a alguien recibir su merecido? Digamos que estás conduciendo y alguien se cruza contigo, y tú piensas, «tío, no me importaría ver aparecer a Dredd, agarrar a ese gilipollas y reventarle la cara». Y tú, de veras (de veras), adorarías que pasara. ¿O soy un poco perverso?

Queda claro que Joe Dredd representa nuestras pulsiones antidemocráticas, que son, por cierto, tan humanas como las otras. La sed de venganza forma parte de nuestras inclinaciones emotivas tanto como la ternura hacia los cachorros. Cuando el Juez Dredd persigue a los malos, acabando con ellos sin falta de atravesar un intrincado proceso judicial lleno de interminables garantías, nosotros celebramos su victoria. Somos cómplices, en cierta medida, del perverso funcionamiento de Mega City. Sin embargo, ¡qué reconfortante es que Spiderman deje a los malos envueltos en telaraña con un mensaje para la policía! Cumple con su deber como justiciero y, además, confía en el sistema. Porque, al fin y al cabo, Spiderman, Daredevil, el Capitán América, Batman y Superman tienen una misión que responde al supremo ideal de la justicia. El Juez Dredd no tiene una misión: tiene un trabajo.

Esa diferencia es, pese a que pueda resultar sorprendente, la que nos revela la esencia progresista del Juez Dredd y las inclinaciones conservadoras del edificio narrativo superheroico. La ideología liberal americana tiende a considerar que la democracia emana del individuo, de sus valores éticos, culturales, religiosos. En esta tradición, la democracia (lejos de ser una conquista de las clases populares) sería una forma de pensar característica de una determinada civilización y legada a la posteridad por los Grandes Hombres, por utilizar la famosa formulación de Carlyle. Las instituciones políticas y el estado, sin embargo, lejos de ser la representación del poder popular, son vistos como una potencial fuente de intromisión en las libertades individuales y comerciales. Los superhéroes llevan al extremo esta lógica. Cuando el Capitán América decide servir a los ciudadanos de su país sin dejarse manipular por el gobierno y abandona su identidad, toma su lugar el USAgente, convertido desde entonces en un violento y amoral funcionario público. Esa oposición entre el patriotismo del individuo y la tiranía estatal se repite, con diferentes matices, a lo largo de toda la historia del cómic americano. En Civil War, la mejor macrosaga Marvel de lo que va de siglo, los personajes que luchan por las libertades patrióticas (el Capitán América o Luke Cage) se sitúan al margen de la ley, mientras que Iron Man o Mr. Fantástico, los «malos», se alinean con el gobierno y las instituciones.

Esta desconfianza para con las instancias representativas se extiende a toda la ficción popular, que la manifiesta en formas más o menos soterradas. Se considera que el compromiso con el patriotismo, las libertades civiles y la justicia surgen de la ética de cada individuo. Si extendemos ese razonamiento al mundo de los superhéroes podríamos preguntarnos en qué se diferencia el tibio progresismo de Peter Parker del alegato seudofascista de Frank Miller en Holy War. En términos estructurales, en nada. Son extremos del mismo eje explicativo, personajes que definen lo que es correcto e incorrecto a partir de sus propios criterios. El superhéroe no es otra cosa que una forma contemporánea de culto al Gran Hombre cuya fuerza y coraje le sitúan por encima de los procedimientos democráticos.

No es casualidad que la ficción más izquierdista enfatice siempre la importancia del procedimiento formal para la democracia: pensemos en Oz, o en The Wire. Al margen de que en The Wire no haya «buenos y malos» (oposición fundamental para la ficción mainstream), llega a resultar agobiante la forma en la que las instituciones y la burocracia constriñen la labor de los policías. Pero esos procedimientos formales, en ocasiones fuente y pantalla de oscuras corruptelas, son, pese a todo, la única forma que tiene la democracia de impedir que los policías se conviertan en justicieros. Las instituciones democráticas se protegen de sí mismas con protocolos enrevesados para impedir que los individuos poderosos decidan por su cuenta qué es lo correcto.

El Juez Dredd no niega el procedimiento institucional: de hecho, lo consagra como su forma de vida y pensamiento. Cuando Dredd grita «I am the law», se está situando en el mismo eje ideológico que en The Wire. En el extremo contrario, sí; defendiendo un sistema dictatorial, sí, pero en dirección opuesta a la carretera por la que viajan Punisher, Spiderman y Batman. Porque el Juez Dredd no está ejecutando ninguna misión trascendental, ni lucha por un compromiso ético, ni está purgando sus pecados de infancia. Es un trabajador que defiende, de la única manera que conoce, los procedimientos formales que aún permiten establecer una fina línea entre un parlamentarismo degenerado y una mera tiranía feudal. No es un antihéroe, si es que tal concepto tiene algún sentido. Antihéroes pueden ser Veneno, Harry el Sucio o Punisher, personajes que se toman la justicia por su mano. El Juez Dredd respeta la cadena de mando y no permite que ningún juez decida que puede saltarse la ley a su conveniencia.

4. Una historia de la primera época de Dredd (1977 – circa 1985)

Juez Dredd 02

En esta primera época del Juez Dredd, que podíamos definir como ideológicamente sencilla, era muy habitual asistir a pequeños actos de caridad en el cumplimiento de la ley. El relato que voy a comentar ahora serviría para caracterizar de golpe tanto al Juez Dredd como la vida de Mega City en los primeros años de 2000 AD. Ocurrió en City Block 2 (2000 AD, Prog 118: 1979), una historia escrita por Wagner y dibujada por Ron Smith en la que Dredd intenta atrapar a tres hombres que atracan un banco por hacer algo. Por puro aburrimiento. En otro punto del argumento tenemos a Arnold, un conserje que acaba de perder su trabajo.

Esta breve historia de seis páginas resume las virtudes de John Wagner y nos informa de alguno de sus defectos. No es un narrador instintivo. Ni siquiera sus mejores historias alcanzan todo el potencial contenido en la premisa; algunas, como America (1990), vuelan bajo debido a la pobre caracterización de los secundarios. Otras, como Necrópolis (1990) (quizá su trabajo más ambicioso), se diluyen a causa de una trama tan fragmentada y anticlimática que termina por arruinar todos los giros y revelaciones. Sin embargo, John Wagner ha nacido para crear eso que los ejecutivos de Hollywood llaman «situaciones de alto concepto». El método de Wagner suele proceder a través de contrastes tan potentes que, por sí mismos, construyen el relato y mantienen al espectador a la expectativa. No pretendo hacer de menos su capacidad para mantener el interés durante tramas larguísimas  (aunque su sentido del ritmo me parece muy deficiente), pero creo que es en el formato corto en donde da lo mejor de sí mismo.

City Block 2 - 2Esta página me parece muy indicativa de esa fabulosa capacidad de Wagner para mantener el conflicto argumental en sus niveles más primarios. Keep it simple, que dicen los gurús del guion. Mientras que los ladrones le dicen a Dredd que, por mucho que los meta en la cárcel, volverán a robar para experimentar el subidón que les produjo el atraco al banco, el pobre Arnold se pregunta qué será de su vida ahora que le echan de su puesto trabajo. La oposición temática está clara y resulta potente.

City Block 2 - 4Nosotros vamos a seguir con Arnold. Fíjense en la primera viñeta: el pobre exconserje es un Futsie, una víctima del «Shock del Futuro» (¿referencia a Tofler?) que en el siglo XXII hace enloquecer a algunas personas hasta convertirlas en asesinos. Este detalle es el típico de las historias de ciencia ficción de finales de los setenta y principios de los ochenta. Así, Arnold dispara a las calles mientras exige que alguien le devuelva su puesto de trabajo. Y el Juez Dredd interviene.

City Block 2 - 6Las primeras viñetas denotan esa falta de instinto para el ritmo al que me refería un poco más arriba. Es evidente que el tiempo que transcurre entre la primera viñeta y el que transcurre entre la segunda y la tercera no es proporcional a las acciones involucradas. En la primera viñeta Dredd sujeta al suicida Arnold, y en la segunda ya está dictando sentencia, en una elipsis absolutamente despreocupada e imprecisa. No afecta al flujo de lectura, entre otras cosas, porque el tono de la historia no nos lleva a prestarle demasiada atención a los elementos formales pero Wagner, un genio del entretenimiento, es inseparable de este pequeño déficit.

En todo caso, lo que nos interesa es la resolución del conflicto. El Juez Dredd sentencia a Arnold de por vida… a trabajos forzados. Este celebra el castigo y se aleja de su bloque como si fuera un héroe, mientras que Dredd resume la situación: «No es tarea de los jueces preocuparse por la gente, pero, a veces, es difícil no sentirse conmovido por un caso especial. Incluso un juez puede ser compasivo».

Este es el Juez Dredd de los primeros años de 2000 AD. El mundo de Mega City es un desastre, un entorno lleno de violencia y destrucción; los jueces son un instrumento represivo que aterra a los ciudadanos. Pero, por otra parte, son la última línea de defensa de la civilización, y los peligros son tan enormes como variopintos: tan pronto hay que combatir a los Jueces Oscuros, a un dinosaurio, a la Asociación de Gordos (sic) o a los robots vampiro de la Tierra Maldita. Eso por no hablar de los revoltosos punkis. Estamos ante un mundo que, a pesar de la seriedad intrínseca del personaje principal, es fundamentalmente grotesco y exagerado.

Así, en esta Mega City mortífera y disparatada, el Juez Dredd puede permitirse el lujo de ser un personaje plano, recto en su obsesiva fidelidad a la ley.

Y de ser, aun así, tierno. Todos los fans de Dredd recordamos con cariño su relación con Tweak, la desafortunada criatura que conoció durante una de sus primeras aventuras, la celebérrima Saga de la Tierra Maldita. Aviso: la siguiente página podría entenderse como un SPOILER del origen y destino del entrañable Tweak.

Dredd es un hombre duro, un rígido servidor del estado, que ha consagrado su vida a la ley sin perder, por ello, su capacidad para empatizar (de vez en cuando) con sus conciudadanos. Impartir justicia en Mega City es un oficio peligroso pero, digámoslo así, bastante estable. Este espíritu camp y gamberro, lleno de violencia estilizada, es lo único que supo captar Sylvester Stallone cuando perpetró Juez Dredd en 1995. La película, como ejercicio de evasión, podría haber sido menos espantosa con un casting más saludable, pero Stallone en el papel de Dredd y Rob Schneider en el papel de… Rob Schneider (en serio, ¿qué otra cosa iba a hacer?), terminan de hundir la realización de un Danny Cannon que no sabía qué hacer con el material. Es un relato que traza un retrato caricaturesco de Joe Dredd, reduciéndole a una especie de Harry el Sucio que alterna el desierto de Mad Max con el mundo de Soylent Green. Consecuentemente, la película de Stallone adopta la estética comiquera sin modificaciones, con lo que la pantalla se llena de spandex, hombreras imposibles, trajes que parecen de licra y complementos del Zara. No es que les faltase presupuesto… es que querían ser «fieles» al cómic.

Bien. Abramos un paréntesis.

5. Una adaptación inteligente: Dredd, 2012

Karl Urban DreddNo me voy a dejar atrapar por el (siempre interesante) debate acerca de la fidelidad en las adaptaciones cinematográficas. Mi postura es que cada medio tiene su propio lenguaje y que cualquier adaptación requiere un diseño cuidadoso que puede implicar modificaciones sustanciales respecto a la fuente original. No siento ningún interés por los proyectos de Zack Snyder; incluso los que me gustan, me dejan la impresión de que ni surgen de un análisis del cómic ni de un interés real por el lenguaje fílmico. A veces hay que trastear con las formas para que tu visión artística aporte algo que merezca ser recordado. Prácticamente todas las versiones fílmicas de Madame Butterfly son mediocridades exóticas y orientalistas (la ópera original, hermosa como un sueño, no dejaba de ser una celebración racialista y machista de los estereotipos colonialistas), hasta que David Cronenberg la transforma en un desafío a las convenciones de género en su magistral obra de 1993.

La alambicada prosa de El corazón delator se convierte en un silencioso descenso a la paranoia en la versión gráfica de Alberto Breccia. Shari Springer Berman y Robert Pulcini hacen un trabajo soberbio adaptando el cómic American Splendor a la gran pantalla, el Ghost World filmado por Terry Zwigoff le aguanta (durante un rato) la comparación a la obra maestra de Clowes y, por recuperar a Cronenberg, Una historia de violencia es una pequeña joya tan llena de cine que a menudo nos olvidamos de que es la adaptación de un cómic del propio Wagner.

Hasta ahora no he citado ninguna película de superhéroes entre las buenas adaptaciones, y no es porque no haya disfrutado unas cuantas. Creo que en X-Men, Spiderman y Batman hay películas realmente meritorias por las que no me importaría volver a pagar entrada y confío en que la futura adaptación fílmica de Civil War contribuya a dotar de matices y profundidad a los héroes de Marvel. Pero el esquema narrativo de prácticamente todas las películas implica un retorno a las fuentes primigenias de los personajes. ¿Cuántas veces vamos a tener que tragarnos las aventuras de instituto del Peter Parker adolescente o la muerte de los padres de Bruce Wayne? ¿Cuántas veces nos van a volver a explicar que Charles Xavier y Magneto son dos caras de la misma moneda, visiones mutuamente distorsionadas del sueño mutante? La industria de entretenimiento considera que el cómic, en términos generales, es un artefacto que se define por dos o tres rasgos básicos. De hecho, el repentino respeto cultural que recibe el mundo del cómic tiene mucho que ver con el cuestionable término comercial de «novela gráfica». En ese contenedor no se incluyen los tebeos de superhéroes, considerados un género menor que, ocasionalmente, produce obras que «lo trascienden» (concepto odioso), como Dark Knight, o incluso que «lo deconstruyen» (concepto acertado, intención perversa), como Watchmen.

La ciencia ficción sabe mucho de esto. No veremos Alphaville, de Godard, o La invención de Morel, de Resnois, en los estantes (es un decir) de ciencia ficción, junto a Battlestar Galactica y Serenity. Este poco soterrado desprecio afecta a la fantasía, al cómic, a los videojuegos, al terror… y, en general, a todo ese conjunto de géneros de ficción popular denigrados por los mass media que Samuel Delany denomina (aunque no es el pionero en el uso del término) «paraliteratura». A nadie se le ocurriría decir que «La muerte de Ivan Illich es una obra que se eleva por encima del género del drama psicológico» o que los relatos de Flannery O´Connor «trascienden el trillado género del costumbrismo sureño». Entre otras cosas, porque la industria cultural no está muy interesada en que los lectores comiencen a comparar las cualidades artísticas de los finalistas del Premio Planeta con las de Tolstoi u O´Connor. Pero ese es otro tema. El caso es que los relatos del género superheroico tienden a ser vistos como una mera repetición de la gran oposición temática entre el bien y el mal, sin tomar en consideración los matices que los personajes van acumulando con el tiempo.

Sin embargo, Dredd (2012), la película de Peter Travis, no solo es una adaptación seria, sino que huye de las fórmulas habituales del cine de superhéroes. No es un Año Uno, es decir, no es un relato sobre los orígenes del personaje; tampoco es una obertura paradigmática basada en los rasgos más notables de los cómics, y ni siquiera es un compendio de alguna historia especialmente célebre. Podríamos encontrar alguna similitud con Block Mania (2000 AD: 1981), pero el guion de Alex Garland plantea una historia completamente nueva. Hay que decir que Garland (un narrador bastante sólido) jugueteó con la idea de adaptar Origins (2000 AD: 2006-2007), la saga en la que Wagner explica el advenimiento del sistema judicial de Mega City, pero la descartó. Y podemos felicitarnos porque, a cambio, profundizó en las esencias del Juez Dredd, obviando los elementos más grotescos, camp y surrealistas, para enfatizar la complejidad política e ideológica del cómic.

Esto conlleva varias decisiones a las que merece la pena echar un vistazo. En primer lugar, la obra de Pete Travis prescinde de algún icono del personaje, siendo la omisión más llamativa el águila (inspirada en el escudo franquista, no el americano, según Carlos Ezquerra) que Dredd lleva en el pecho. De hecho, el uniforme que con tanta dignidad porta Karl Urban es mucho más sobrio y manejable que la armadura que lleva en el cómic. Mucho más realista. El gran mérito de la adaptación de Travis (cuyo reparto se come al de Cannon salvo, quizás, en la caracterización de Lena Headey) tiene que ver con el intento de convertir una obra tan exagerada y excesiva como Dredd en un sistema narrativo creíble en términos fílmicos. Así, la estética de esta película ya nos indica, desde un primer momento, que los autores se están tomando en serio a los personajes.

El diseño de la trama también tiene mucho que ver con este intento de dotar de verosimilitud a Dredd. Alex Garland sabía perfectamente que el gran público desconoce, en general, la vida social de Mega City. No es un detalle menor. El espectador casual de Spiderman, Capitán América, Thor, Linterna Verde y Lobezno conoce todo lo necesario para comprender sus películas: los buenos luchan contra el crimen. El espectador casual del Juez Dredd, en cambio, confundiría la exhibición de violencia con una simple glorificación del justiciero. Los lectores de 2000 AD saben que gran parte de las aventuras de Dredd se relacionan con el pueblo de Mega City (víctimas y criminales, mesías y psicópatas, rebeldes demócratas y tiranos en ascenso…) y lo han incorporado a su comprensión del personaje. Ese trasfondo social y la compleja interacción de los jueces con las masas es lo que diferencia al Juez Dredd de la simple violencia estilizada de Harry el Sucio, o de Punisher.

Alex Garland diseña un espacio narrativo autorreferencial que, desde la primera escena, establece la premisa mínima del sistema judicial de Mega City. El Juez Dredd persigue por la autopista a unos criminales a toda velocidad y los ejecuta sin tomar en consideración el peligro que la carrera supone para los civiles. El hecho de que mueran inocentes durante la persecución no hace otra cosa que añadir delitos en el marcador de los criminales. Así funciona la justicia. Acto seguido, la película realiza un recorrido por el Peach Tree Block, una pesadilla urbana en la que viven millones de personas hacinadas soportando índices de paro del 98%. El narcotráfico es la única fuente de ingresos para la inmensa mayoría de sus habitantes, y Ma-Ma (Lena Heady) es una antigua prostituta que dirige con mano de hierro los negocios de la droga en Peach Tree. El Juez Dredd es enviado a combatir la introducción de una droga especialmente mortífera, el Slo-Mo, controlada por Ma-Ma. Dredd tiene otra tarea: evaluar las aptitudes de la recluta Casasandra Anderson (Olivia Thirlby), una poderosa psíquica que, sin embargo, falló el test para acceder a un puesto de juez.

No sé si los fans de Dredd coincidirán conmigo si afirmo que el personaje que diseñó Garland para esta película rinde un tributo justísimo a la Juez Anderson del cómic. De hecho, creo que estamos ante una de las mejores representaciones de una mujer en todo el cine de superhéroes y, en términos generales, en todo el cine de acción. En primer lugar, Anderson no está erotizada. Lleva su uniforme, como cualquier aspirante a juez, y no se dedica a hacer poses para que se le noten las nalgas o el pecho. En estos tiempos en los que la lucha por la dignidad de la mujer parece haberse reducido a pequeños escarceos lingüísticos, reconforta comprobar que algunos autores se niegan a encasillar a la mujer en los dos grandes estereotipos que, históricamente, ha ocupado en la ficción occidental. En primer lugar, tenemos a la mujer paciente, el descanso del guerrero, la princesa que debe ser rescatada. El segundo estereotipo no es más que la masculinización enfática del primero, por más que algunos lo consideren un avance: la mujer convertida en una femme fatale hiperpoderosa y amenazante. Examinen ustedes el cine de acción y busquen a mujeres normales, verosímiles, que, como Bruce Willis en La jungla de cristal, consigan logros extraordinarios a partir de capacidades relativamente ordinarias. Ya les adelanto que no encontrarán muchas. Lo más habitual será que se topen con el equivalente étnico de la geisha paciente, o con la asiática que lleva una katana y un apretado mono de cuero mientras da volteretas aterrizando sobre sus afiladísimos tacones. La mujer en el cine de acción permanece atrapada entre el rol tradicional y la hiperinflación paródica de su negación.

Pero no en esta película. Cassandra Anderson se revela como una psíquica poderosa que necesita emplearse a fondo para competir con sus enemigos. Acompaña a Dredd, pero termina por seguir su propio camino, tanto para resolver la trama como para probarse a sí misma. Es un personaje redondo, en el sentido que establece E. M. Forster: su arco interior evoluciona de forma coherente y ajustada a las experiencias que debe atravesar. Su poder no reside en la fuerza, sino en la fortaleza moral que la lleva a comprender sus propias fortalezas y debilidades; ese es, en última instancia, el Rubicón de todo personaje completo.

Lo mismo podríamos decir del otro personaje femenino, Ma-Ma, cuyo pasado trágico nos recuerda que en un mundo de pesadilla en el que comer cada día es un lujo, la criminalidad puede ser, sencillamente, una forma de escapar de la muerte. La estrategia con la que Garland establece lo que está en juego es muy clásica. En la primera escena de la película habíamos visto al Juez Dredd asesinar a unos ladrones sin ningún tipo de juicio y sin preocuparse por el peligro mortal que la persecución hizo correr a los transeúntes. Tras la presentación de Ma-Ma, estamos seguros de que si sus subordinados la decepcionan, ella les hará cosas muy feas y muy cortantes. Nos queda claro, por contraste, que el Juez Dredd es el bueno. Es la misma estrategia que utilizó Tarantino en Abierto hasta el amanecer (bueno, en todas sus películas): «¿Crees que Seth y Richard son malos? ¡Espérate a ver contra quién pelean!». (Lástima que la segunda parte del espléndido mediometraje que es Abierto hasta el amanecer nunca llegara a estrenarse. Se dice que era una especie de videoclip de Michael Jackson, con vampiros cutres, mal dirigido y peor escrito. Extraño, ¿no?) La idea de Garland es la misma: «¿Te escandaliza que el Juez Dredd asesine a criminales sin juicio previo? ¡Pues espera a ver contra quién se enfrenta! ¡Espera a ver en qué mundo vive! ¡No hay esperanza en Mega City!».

Y esa negación de la esperanza es la auténtica esencia del Juez Dredd, en el cine y en el cómic. Por eso jamás puede triunfar, ni ser un héroe. Por eso, aunque derrote a Ma-Ma, no ha marcado la diferencia. La gente se seguirá muriendo de hambre, la droga será el único medio de vida de la mayoría y las bandas camparán a sus anchas sin que el sistema judicial pueda soñar con hacer otra cosa que rascar ligeramente la superficie de la pesadilla de Mega City. Tampoco pretende hacer más. El Juez Dredd no es un pistolero que se toma la justicia por su mano, ni un policía que hace-lo-que-tiene-que-hacer para salvar el día. Es el alto funcionario de un estado que dirige una salvaje, monstruosa, opresión de clase. Es, también, una de las pocas personas capacitadas para trazar una tenue distinción entre los criminales y los inocentes. Es, en definitiva, un personaje que no puede mejorar el mundo que le rodea. Todo lo que le queda es creer en la ley… y hasta esa fe se tambalea cuando sufre en sus carnes la corrupción que inunda Mega City. El Juez Dredd de Travis, Garland y Urban evoluciona. Joe comienza a preguntarse cosas…

Probablemente las mismas que se preguntaba allá por 1986.

6. La evolución ideológica del Juez Dredd

Referendum democraciaAunque el tópico insista en que el Juez Dredd es un personaje plano, lo cierto es que su postura respecto al sistema ha fluctuado intensamente desde que en Necrópolis decidió renunciar  a su condición de juez. No fue una defección completa, ni necesariamente ideológica, pero marcó un antes y un después en su relación con Mega City. La época en la que Dredd era sencillamente un juez-policía que combatía una galería de malvados a cual más terrible o disparatado (si es que tal época realmente existió) se había acabado ya a mediados de los ochenta. El tono de las historias de 2000 AD se volvía más oscuro a medida que avanzaban los años ochenta. Con Democracy (2000 AD: 1986) se terminan las risas en Mega City. Esta saga comienza con la conversión de Hester Hyman en mártir por la causa de la democracia. Desde unas semanas atrás un halcón del ala dura de la derecha de los jueces, el Juez Silver, había tomado el poder en la ciudad, intensificando la represión contra los demócratas y rebeldes. Poco después de este relato llega otra historia pivotal dentro de Democracy y de la historia de Dredd: La marcha por la democracia. El sacrificio de Hester Hyman había inspirado una gran movilización popular que inspira a millones de ciudadanos a organizar una gran marcha por sus derechos y libertades. El Juez Dredd, utilizando todo tipo de trucos sucios, consigue reventar la marcha utilizando provocadores infiltrados, reprimirla y hacer quedar a los pacíficos manifestantes como violentos rebeldes. John Wagner y Alan Grant querían decirnos algo.

Pero Dredd aún no se planteaba abiertamente que existieran dos bandos, ni varias formas de ver la justicia. Comienza a quedar claro que Joe ha formado su identidad en torno al respeto a la ley y que si cambia de forma de pensar, su vida se hará pedazos. Dredd reconoce la tiranía, pero piensa que la aspiración a la democracia solo traería consigo el terrible desorden del pasado, justamente la clase de anarquía que terminó por darle el poder a los jueces. Este combate entre las dos almas de Dredd (el inflexible agente de un estado totalitario y el ser humano que sufre por sus semejantes) tenía mucho que ver con el conflicto entre los guionistas de esta época, Alan Grant y John Wagner. Hay que recordar que estamos a punto de entrar en los difíciles años noventa (auténtico drama para el cómic americano) y Grant, revitalizador de Lobo, es uno de los autores que mejor simboliza la tendencia a crear antihéroes que no iban más allá de la estilización de la violencia. De hecho, el propio Alan Grant escribió Juicio sobre Gotham, un crossover (los noventa, niños, ¿recordáis? No eras nadie si no salías en un crossover con Lobezno, Batman, W.I.L.D. Cats o Spawn) entre Batman y el Juez Dredd en el que este último aparecía retratado como una especie de bruto fanático sin mucha materia gris.

El cómic, típico despliegue de estética metalera a lo Rob Zombie, es una maravilla por el dibujo de Simon Bisley, que quizá nunca ha estado tan cerca de alcanzar a su adorado Sienkiewicz, y la historia se deja leer, pero los personajes son tan profundos como una zapatilla. De hecho, el propio Grant reconoció en algún momento que él prefería mantener a Dredd como una parodia grotesca.

John Wagner estaba más apegado al lado humano del Juez Dredd, que tan bien había cultivado Pat Mills en las primeras sagas, y no quería que Joe Dredd se convirtiera en una especie de vengador enmascarado. En 1988 Wagner se quedó en solitario al frente del guion, y comenzó a intensificar los dilemas morales del Juez Dredd. Los lectores también tenían que enfrentarse a verdaderos problemas para empatizar con lo que estaba pasando: está bien que un juez castigue a criminales o que le reviente la cara al Juez Muerte pero, ¿infiltrar a provocadores en manifestaciones pacíficas para poder reprimirlas sin cortapisas? ¿Ponerse del lado de dirigentes cada vez más abiertamente fascistas? Vaya… la cosa tiene poca gracia.

Con America, Wagner subirá las apuestas.

America es la saga fundamental en la evolución del Juez, su non plus ultra particular. Como relato cumple su cometido sin rayar demasiado alto (Wagner es lo que es) pero, de nuevo, su diseño emocional y sus elecciones éticas están tratadas con espléndido cuidado. America retoma el tema de la lucha por la democracia y confronta a Dredd con la rabia, las ansias de democracia de los habitantes de Mega City. El Juez trata a los rebeldes demócratas como terroristas pero, en realidad, queda claro que algo en su interior comienza a romperse. Ese mismo año, y como consecuencia de America y Necrópolis, tenemos una línea argumental que, ahora sí, cambia por completo el mundo del Juez Dredd. Su fe en el sistema se quiebra y es el principal responsable de que, en una saga inmediatamente posterior, Mega City celebre un referéndum para elegir entre el sistema de los jueces y la democracia.

Tan visible fue el empeño de Dredd para que se celebrase el referéndum que incluso tuvo que superar un complot de la derecha de los jueces para asesinarle. Pero el referéndum tiene lugar y Mega City se moviliza para votar… y los demócratas salen derrotados. El pueblo elige la dictadura. Como insinúa el propio Dredd, los habitantes de Mega City, tras cuarenta años sin gobierno representativo, están acostumbrados a considerar que le deben la poca normalidad que aún queda en sus vidas al sistema de los jueces. Recordemos que estamos en 1990. La URSS se está haciendo pedazos y el imperialismo de Estados Unidos lleva más de una década intensificándose, ante la debilidad de su contrapoder. Wagner parece estar cuestionando el principio fundacional del colonialismo estadounidense: extender la democracia y el modo de vida americano. Al igual que le sucede a los habitantes de Mega City, la imposición tiránica de cualquier sistema de gobierno no provoca adhesión, sino que sustituye las ansias de libertad por el deseo de alcanzar una mínima estabilidad. John Wagner explora esa tensión entre la comodidad del «mal menor» y los riesgos inherentes a luchar por una ruptura democrática.

La evolución del Juez Dredd desde 1990 es símbolo y consecuencia de esa toma de conciencia social de Mega City. Quizá el aspecto en el que Dredd ha resultado ser más combativo es en la defensa de los derechos de los mutantes, un colectivo oprimido por el racista establishment de Mega City. En Tour of Duty (2000 AD: 2009-2010) vemos el conflicto entre dos jueces conservadores. El Juez Jefe Francisco, que había obtenido su cargo al frente de una plataforma antimutante, se enfrenta al mucho más racista Sinfield, que está en contra de cualquier inversión para mejorar las paupérrimas viviendas de los mutantes en la Tierra Maldita. La postura humanitaria de Francisco (aclaremos que era un racista que obligaba a esterilizar a los mutantes) enajena al ala más radical de sus partidarios. Mientras, el Juez Dredd, que había sido exiliado a la Tierra Maldita para supervisar la construcción de las viviendas, intenta combatir a una banda de mutantes violentos que se levanta contra los colaboracionistas.

Hemos llegado muy lejos, desde aquellas primeras historias de violencia más o menos despreocupada. Aquel vigilante que aplicaba la ley con gatillo fácil en relatos que enfrentaban al «mal menor» contra los verdaderos villanos ha dejado de existir desde hace más de dos décadas. Se ha llevado muchos desengaños, tanto con el sistema como consigo mismo. No ha podido cambiar el mundo, y Mega City sigue siendo una pesadilla urbana, regida con mano de hierro y rodeada de un desierto radioactivo. Pero el mundo sí le ha cambiado a él. Lo que ha aprendido le ha convertido en mejor juez y en mejor persona. El Juez Dredd no es un héroe, ni un justiciero. Es solo un anciano que aún intenta hacer su trabajo lo mejor que puede. Y creo que, cuando Wagner decida que el recorrido del Juez toca a su fin, muchos de los habitantes de Mega City estarán de acuerdo en que Joe Dredd no fue un mal tipo. Al menos, coincidirán en que todo pudo haber salido peor.

Y eso, en Mega City, es mucho decir.

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2 comentarios

  1. Excelente análisis, fue toda una revelación para mi ver más allá de mi limitada visión de un mundo del cómic, el del Juez Dred.

  2. Muy interesante y mayormente de acuerdo. Sólo un par de apreciaciones en cuanto al pulp, si me permites.
    Ciertamente Robert E. Howard estaba imbuido profundamente de la idea de la frontera (especialmente explícita en Más allá del río Negro, que perfectamente podría ser un relato del oeste), pero ni Kull ni Conan son «varones blancos de formación aristocrática que, tras verse obligados a sobrevivir en mundos hostiles, consiguen imponerse al medio y dominarlo». Son más bien, y precisamente, «hombres de frontera», únicamente semicivilizados (un bárbaro cimmerio uno, Valusio el otro) que se convierten en gobernantes de una civilización que tiende a volverse decadente, gracias a su vitalismo salvaje y a sus valores «poco refinados». No sólo define, por tanto, la frontera como lugar del enfrentamiento entre civilización y barbarie si no como lugar privilegiado en dicha pugna.
    En segundo lugar la apreciación cronológica el «hero pulp», como Doc Savage o la Sombra, no se ve superado por la gran depresión si no que es hijo privilegiado de la misma: la Sombra aparece de 1930 a 1949 y Doc Savage de 1933 a 1949, coincidiendo su desaparición con el fin de la llamada «Edad Dorada» de los comics de superhéroes y la práctica desaparición de los mismos de los kioskos.

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