La política de Platón: entre la utopía y la realidad
El filósofo de origen ruso Alexandre Koyré escribió una vez que «toda la vida filosófica de Platón estuvo determinada por un acontecimiento eminentemente político: la condena a muerte de Sócrates». Es posible que la ejecución de quien el filósofo ateniense consideró «el más justo de los hombres» acabara por convencer a aquel joven aspirante a literato a dedicar su vida a la filosofía. Lo que es evidente es que, para Platón, la búsqueda del saber implicó desde entonces la reflexión en torno a la virtud individual y la belleza del conjunto de la sociedad. Reconforta considerar que uno de los pensadores más importantes de la historia de la humanidad dedicó sus mejores esfuerzos a la búsqueda de la justicia social.
Pero, ¿a qué nos referimos al hablar de política, en el contexto de la filosofía platónica? En este caso, no podemos entender este concepto como el mero desempeño de cargos públicos, por mucho que la biografía del ateniense quedara finalmente salpicada por varias convulsiones diplomáticas. Platón fue el filósofo que creó el mundo perfecto de las Ideas y escribió el mito de la caverna; pero, a pesar de haber dedicado su vida a trascender el mundo que le rodeaba con su pensamiento, siempre mantuvo un pie firmemente apoyado en lo civil. Porque, al fin y al cabo, el hombre es un animal social, y por tanto el Estado y la filosofía política debían estar incluidos en todo esquema ascendente capaz de elevar al hombre.
La utopía de Platón: República
En muchas ocasiones, los muros de la Academia resultan excesivamente gruesos y los pensamientos de los maestros encuentran dificultades para traspasar las barreras que les separan del resto de la sociedad. Sin embargo, el paso de los siglos ha deparado una gran difusión a ciertos pasajes de la República de Platón que, por desgracia, ha tenido que pagar el precio de su popularidad con la moneda de la simplificación.
Es muy conocido, por ejemplo, el hecho de que, a pesar de reflexionar largo y tendido sobre la igualdad, Platón entiende que la vida en sociedad siempre hará surgir de forma inevitable la estratificación social: la mera existencia de distintas actividades económicas acabará siempre por dividir a los ciudadanos, de tal forma que se producirá el surgimiento de una minoría selecta que, con el tiempo, acaparará el gobierno de la ciudad (la polis, en griego). Por debajo de ellos quedará el resto de la ciudadanía.
Platón tiene esto en consideración a la hora de esbozar una organización social ideal, con una clase inferior en la base, encargada de los oficios materiales. Ellos serán los productores y podrán tener tierras y una familia propia. Aunque esto parece una obviedad, lo cierto es que la propiedad privada y el derecho a la vida en familia serían todo un privilegio, habida cuenta de que ni los esclavos, ni las dos clases sociales superiores podrían disfrutar de tales comodidades.
Platón opina que ni los soldados, ni los políticos deben tener seres queridos, para que sus pasiones individuales no nublen su juicio. Los defensores del Estado serán mil guerreros con las características propias de un perro guardián; esto es, fieros y virulentos, pero al mismo tiempo dóciles y leales con quienes les dirigen. Dicha tarea, la de la dirección, recaerá finalmente sobre los gobernantes, que representan el elemento racional de la polis y tendrán poder sobre el resto, así como el deber de hacer cumplir la ley. Como los guardianes, sacrificarán la posesión individual de bienes materiales y los lazos afectivos en un intento por acercarse a las virtudes de la sabiduría y la prudencia, que en el plano político deben traducirse en la búsqueda del bien común para todos los miembros de la sociedad.
De nuevo, lo que se ha acabado instalando en el imaginario colectivo como un supuesto comunismo de bienes y mujeres, ha sido objeto de muchos debates condicionados por la luz que arrojan las convulsiones políticas del siglo XX sobre una obra de hace más de dos milenios. El hecho de que Platón admitiese la posibilidad de que las mujeres pudieran integrarse en el ejército y desempeñar cargos políticos, y el objetivo último de sus reflexiones políticas (la búsqueda de la justicia social) han quedado, en cambio, en un segundo plano. Pero lo cierto es que para el ateniense esta fue la más importante de las metas y su República supone un primer intento por alcanzarla. Platón tenía claro cuál era el camino que había escogido: solo si cada célula de la sociedad funciona correctamente y considera el bien común como el fin de su comportamiento individual, se conformará una unidad que, recordemos, en la Grecia Antigua se relacionaba con la perfección, la armonía y la belleza. En la ciudad ideal de la República, la prudencia de los gobernantes, el valor de los guardianes y la templanza de los productores construirán, al fin, la Justicia.
Como buena utopía, la República puede permitirse prescindir de un conjunto de leyes al uso. El buen gobierno de los ciudadanos más capaces y virtuosos hace que sea suficiente un conjunto de normas con un origen absolutamente racional. A pesar de ello, Platón deja entrever ya la utilidad que la tradición y las costumbres pueden tener a la hora de dotar de fuerza al Derecho. Se acerca de este modo a una receta a la que él mismo acabará rindiéndose en sus últimos escritos políticos, en los que, desde un punto de vista más realista, afirmará que el orden establecido puede ayudar a que los ciudadanos respeten la ley, evitando así que los dirigentes tengan que amenazar a la población con penas excesivamente severas. De hecho, el filósofo ateniense defendió hasta el final de su vida que los políticos deben ser pedagógicos y explicar las razones que motivan sus acciones, evitando así ejercer su autoridad de espaldas a la sociedad. El hecho de que mantuviera esta y otras posturas inalteradas a lo largo de varias décadas, revela un rasgo sobre el que luego será necesario regresar más adelante: lo cierto es que existe una gran compatibilidad entre muchas de las prescripciones propuestas para su utopía política y las que, más adelante, recomienda para la puesta en marcha de una ciudad real.
Otro pilar importante de la construcción de la sociedad ideal será, por supuesto, la educación. Platón aspira a que el sistema educativo inculque, especialmente a los soldados y los gobernantes, el objetivo compartido de la vida en común. Para lograrlo, todos los ciudadanos cursarán un ciclo de educación elemental que cubrirá aspectos físicos, intelectuales y morales, a través de materias como la gimnasia, la música y la poesía. Los profesores se encargarían de realizar diversos tipos de pruebas con el objetivo de evaluar las aptitudes de los estudiantes. Con veinte años, algunos de ellos comenzarían un segundo ciclo para que alcanzasen lo que el filósofo llamaba la opinión lecta, una cultura general suficiente para defender a la ciudad; los más capaces estudiarán durante cinco años la famosa teoría de las Ideas del propio Platón y también Dialéctica, la ciencia que el ateniense creía necesaria para el estudio de la Filosofía. El coste de este sistema educativo sería, obviamente, muy elevado, pero era algo necesario para obtener los tan ansiados filósofos-gobernantes.
Por último, Platón reflexiona sobre las diferentes formas de gobierno que pueden establecerse. La organización ideal, en su opinión, será el gobierno de los mejores, al que él llamó aristocracia. Hay que tener en cuenta que, dentro de la filosofía platónica, este concepto tenía poco que ver con el gobierno de los nobles. Los mejores, para Platón, eran los ciudadanos más virtuosos. Es decir, los filósofos gobernantes que destacaban, no solo por su sabiduría, sino también por su valentía, su prudencia y, sobre todo, por anteponer los intereses del común de la sociedad a los suyos propios.
Platón emparentó este gobierno ideal con una etapa mítica de la historia griega en la que la monarquía electiva garantizaba la primacía de los más capaces; sin embargo, preocupado como estaba por la deriva de la democracia ateniense, trató de explicar la progresiva corrupción de aquel sistema de gobierno perfecto: tras la caída de los reyes apareció una organización a la que llamó timocracia (o timarquía), en un periodo en el que todavía se encontraban restos de la aristocracia, pero en el que la corrupción de la propiedad privada se había extendido ya entre los guerreros y los gobernantes. Cuando el bien común desapareció de su horizonte, la política se aproximó al terreno de la oligarquía, en el que los más aptos dedican sus talentos a la acumulación de poder y riquezas. Finalmente, esto sumió a la mayoría de la sociedad en la pobreza y alimentó el estallido de violencia en el seno de la ciudad. Ese fue el momento en el que los ciudadanos decidieron tomar el poder en sus manos, estableciendo la democracia. Dicha organización es una desgracia para el hombre, porque inevitablemente serán los más populares (los más ricos, los más apuestos o los mejores oradores, pero no los más capaces) los que acapararán los cargos públicos. Eso llevará al hombre hacia la tiranía.
Cuando Platón puso el punto final a su República, no solo había establecido la catalogación de las diversas formas de gobierno que, en esencia, sigue utilizándose hoy en día, sino que culminó una de las grandes utopías políticas de la historia. Siguiendo su estela, algunos de los pensadores más importantes de Occidente añadieron a lo largo de los siglos sus propias visiones idealistas a la platónica, construyendo un género literario a su alrededor. Como muchos de esos autores, el filósofo griego también dedicó sus esfuerzos a tratar de encontrar el modo de aproximar la realidad al ideal que él mismo había establecido.
El Político: redefiniendo el arte de lo posible
La República no sería, por tanto, ni el único, ni el último intento de Platón por aproximarse a una sociedad justa y orientada al bien. En su segundo esfuerzo, el ateniense recupera su propia utopía y afronta las posibilidades de llevarla a la práctica, lo que le brinda ocasión para especular en torno a la definición de la propia ciencia política y los gobernantes que la practican.
Hay que tener en cuenta que esta obra se inscribe en la etapa de madurez del autor y, por tanto, data de un periodo en el que el ateniense departía con quienes visitaban a la leyenda en su Academia. El esquema utilizado es de nuevo el del diálogo, generalmente incluyendo al personaje de Sócrates, que departe con diversos interlocutores. Platón enfrenta en el Político la consecución de la llamada aporía; es decir, la demostración de los argumentos de los que trata la obra. Él mismo admitió que este diálogo no dejó de ser, entre otras cosas, una forma de practicar los pliegues y repliegues de sus razonamientos, en pos de la búsqueda de la armonía de los mismos.
En boca de un extranjero de Elea, el personaje que conversa con Sócrates, Platón explica que la política ya no guarda relación con la organización de la era de los Dioses, porque los reyes son esencialmente semejantes a sus súbditos: no son ya lo mismo que un pastor para su rebaño, porque cuidan de seres que son capaces de cuidarse a sí mismos. Y el hombre que cuida del hombre debe tener en consideración el bien común, así como el de cada individuo. Platón distingue de este modo entre τροφή (crianza), tarea propia de los pastores divinos que cuidaron a los hombres, y ἐπιμέλεια (cuidado), el deber de los políticos.
No contento con esta primera aproximación, el extranjero propone la analogía de los tejedores, capaces de comprender la naturaleza de distintos materiales. Lo mismo debe hacer el político porque, al fin y al cabo, ni todos los hombres, ni los objetivos propios de la política son homogéneos. Sin embargo, tras esta serie de reflexiones Platón retoma de nuevo el tema principal de su obra y vuelca todas sus conclusiones sobre el gobierno de la ciudad, el lugar por excelencia donde los hombres, heterogéneos como son, conviven. Será entonces cuando descienda de los planteamientos abstractos, rumbo a las proposiciones concretas que protagonizarán buena parte de su último pensamiento político.
Es de nuevo el eléata quien, al haber conocido distintos sistemas de gobierno a lo largo de sus viajes, reflexionará sobre las organizaciones en las que ha visto confiar a los hombres: la monarquía, que se bifurca en el buen reinado o la dictadura; el gobierno de pocos, que puede convertirse en aristocracia o degenerar hacia la oligarquía; y el gobierno de la muchedumbre, que es el propio de la democracia (y se queda, en este caso, sin reverso luminoso). Rápidamente, y ante tal fragmentación, el diálogo establece la necesidad de buscar el modelo ideal en el que inspirarse para poner en marcha un gobierno real. Y este no puede ser, de ninguna de las maneras, el de la multitud, porque el conocimiento científico no puede alcanzarse desde la multiplicidad (aún no había venido Aristóteles a decir lo contrario). Por tanto, tampoco podría lograrse el buen gobierno con la participación de todos los ciudadanos.
Hasta aquí, las críticas a las distintas formas de gobierno no incorporan demasiadas novedades con respecto a la República; no obstante, en esta ocasión el extranjero explica que no es posible alcanzar el gobierno de un uno ideal, constantemente vigilante, pues este hombre no existe, ni existirá jamás. Será necesario conformarse con la búsqueda de lo que sea correcto en la mayoría de los casos. Y es entonces cuando Platón expone que la mejor alternativa será el establecimiento de unas normas adecuadas que permitan llevar el buen gobierno más allá de los políticos. Es precisamente esa proyección hacia el futuro la que aconseja el apoyo de la ley en las costumbres y comienza a trazar un nuevo camino, que se va alejando de la utopía y acercándose a lo posible. Es una renuncia a lo ideal, en busca de la tan ansiada armonía en el seno de la ciudad real.
En cualquier caso y aunque las costumbres pueden dar fuerza a la ley, los gobernantes deberán cerciorarse de que su instrumentalización de la tradición no convierte sus decisiones en injustas o arbitrarias. Tal y como aseveraba en su República, solo los políticos estarán por encima del Derecho, con el objeto de poder alterar, eliminar o sancionar otras leyes. Ocurre lo mismo con otras disciplinas que quedan excluidas de su arte, como la retórica, la guerra y la propia jurisprudencia. Todo debe aprenderlo (y aprehenderlo) el político, porque su tarea consiste, en definitiva, en gobernar todos los mecanismos que de uno u otro modo influyen en la sociedad de los hombres, entretejiendo los asuntos públicos de forma idónea y creando en la ciudad una misma opinión de lo bueno y lo bello. Creando y difundiendo armonía social.
Platón establece finalmente que el buen político será el varón metrético; es decir, aquel que domina la Dialéctica y, por tanto, ordena en ambos sentidos del término: calcula, mide y manda. Su tarea será la de descartar lo malo de la sociedad, del mismo modo que el científico descarta lo que no es cierto. El sentido de estas palabras queda claro cuando Platón admite que, en caso necesario, el político puede verse obligado a tomar decisiones desagradables como la imposición de penas de muerte, exilio y otros castigos infamantes. Todo queda al servicio del buen gobernante, que debe aspirar a convertir las mejores normas posibles en una mitología vinculante compartida por toda la sociedad.
Es fácil apreciar que, en el Político, Platón reflexiona en realidad sobre la subordinación de la verdad a la armonía social; sobre la subordinación, incluso, de la propia Filosofía a lo efectivo. El Platón de este diálogo puede parecer en cierto modo el padre del «fin que justifica los medios» renacentista; sin embargo, el Político fue el resultado de su intento por mezclar el elemento positivo que extraía de una época mítica y el contenido racional y justo de la filosofía. Una síntesis que Platón pretende alcanzar a través de la citada Dialéctica, excluyendo lo inservible y armonizando todo lo que resta, pues ese resto será necesariamente lo conveniente.
Leyes: el último viaje hacia la política real
Tras el Político, a Platón solo le restaba concluir su propio periplo y aterrizar con toda la suavidad que fuera posible en el accidentado terreno de la política real. Ese proyecto es el que se propuso cumplir en su última obra, que revela la ambición de un autor que dedicó sus últimos esfuerzos a repasar los detalles de un edificio político que había construido piedra a piedra. Había empezado en su juventud creando los cimientos de su lejana utopía y ahora era el momento de concluir con la hipotética fundación de una ciudad concreta.
Leyes es la última y más larga obra de Platón, a pesar de quedar inconclusa y haberse publicado tras la muerte del ateniense. Ya sin el concurso del personaje de Sócrates, Platón atenúa aún más el idealismo de su enfoque político y eso le lleva, necesariamente, a acentuar la importancia de las leyes que dan título a su diálogo, reconociendo finalmente la importancia de las normas a la hora de plantear un sistema político verdaderamente adherido a la realidad. El objetivo último será, de nuevo, evitar el conflicto entre las distintas clases sociales.
Para lograrlo, Platón renuncia por primera vez a la superioridad del político sobre las normas: los hombres imperfectos necesitan que el gobernante sea ante todo el custodio de las leyes y el ordenamiento político y por lo tanto incluso él mismo debe respetarlos. Partiendo de esta concepción, Leyes no es sino una larga exposición de las normas que debería adoptar una hipotética ciudad de nueva fundación, lo cual permite a Platón ofrecer un nivel de concreción muy superior al de anteriores obras en las que se ocupó de la cuestión política.
A pesar de que, de nuevo, se repiten argumentos como la necesidad de que el político pondere la prudencia, la sabiduría, la justicia y la valentía durante su ejercicio del poder real, en esta ocasión también hay oportunidad de considerar cuestiones más prosaicas como la relación entre el abuso del alcohol y los desórdenes públicos o su influencia en la percepción que la ciudadanía tiene de sus propias leyes.
Antes de llegar a ofrecer la que finalmente fue su última visión política, Platón reflexiona nuevamente sobre el origen del propio Estado a través de los casos de las ciudades de Argos, Micenas y Esparta. Sus cruentas guerras son, en opinión de los personajes del Político, reflejo de un mal gobierno que debe evitarse a toda costa. No obstante, la verdadera novedad de Leyes es la mencionada concreción de todas las reflexiones políticas de Platón en el desarrollo de una legislación para una colonia de la ciudad de Cnossos. Esto dará inicio a un intenso debate con el que se pretende escoger lo mejor de los códigos normativos conocidos, creando un modelo basado en la inteligencia.
En cualquier caso, antes de profundizar en estas cuestiones, Platón aclara que la encarnación de la ciudad ideal debería emplazarse en un lugar no demasiado cercano al mar (por cuestiones defensivas) y próximo a una región fértil que satisfaga el acceso a los bienes de primera necesidad. Platón precisa incluso el número de habitantes que debería tener, que ascenderá a poco más de cinco mil ciudadanos, todos ellos propietarios de una porción de tierra y una casa. Estas parcelas, trabajadas por los esclavos, deberán legarse en herencia a un único heredero para mantener el tamaño idóneo de la ciudad, pero, a pesar de ello, no deberán considerarse propiedades. Este reparto de la tierra establece una suerte de límite inferior de riqueza, pero, en sentido inverso, fija también uno máximo, equivalente al valor de mercado de tres parcelas. En función de la riqueza de cada familia, todos los habitantes serán divididos en cuatro estratos sociales y los recursos generados por quienes traspasen dicho límite de ingresos serán tributados por el Estado. Es, sin duda, una propuesta alejada de la comunidad de bienes de la República.
A la hora de optar por alguna de las estructuras políticas conocidas, Platón se decide nuevamente por el gobierno de aquel que haya demostrado virtud y, como servidor de la ley, se comprometa a hacerla respetar y no emplearla para sus propios fines. Pero, en esta ocasión, aboga por mitigar su poder incluyendo treinta y siete magistrados de más de cincuenta años y elegidos por el conjunto de los ciudadanos, con la misión de vigilar el cumplimiento de las leyes y controlar la elección de nuevos magistrados, sacerdotes, maestros, etc. Además, para permitir la representatividad de las distintas clases sociales, el ateniense se decanta por un consejo de trescientos sesenta miembros (noventa de cada estrato), que recibirá el encargo de controlar el funcionamiento de todo el sistema de gobierno. Es un esquema que busca un camino intermedio entre la monarquía y la democracia, dos instituciones de las que Platón desconfiaba por el mismo motivo (las imperfecciones del hombre y, por extensión, de los conjuntos de hombres), y que deberán compensarse para alcanzar la tan ansiada armonía que, el ahora anciano filósofo, sigue persiguiendo sin descanso.
Pero, claro está, si hay algún tema del que se ocupó Platón en su último diálogo, es aquel al que dedicó el título de su obra póstuma: las leyes, que reciben por fin el protagonismo que no habían tenido en anteriores diálogos. El corpus legislativo de esta nueva ciudad deberá tener como objetivo alcanzar la virtud y, para ello, será clave no hacer girar el discurso público en torno a los castigos, sino difundir las razones que justifican cada decisión. Se intenta, de este modo, que los ciudadanos no cumplan las reglas por el miedo a las penas impuestas a quienes las infrinjan, sino por responsabilidad. Si esta actitud se extiende y mantiene en el tiempo, las leyes pueden conducir a la ciudad y sus habitantes hacia la felicidad.
En las últimas líneas que Platón destinó a la publicación, el ateniense parecer querer integrar su obra final en el resto de su pensamiento político: las leyes existen por y para la virtud, y el gobierno debe servir a la sociedad, teniendo en consideración el todo y no solo las distintas partes de la misma. Por ello, es necesario que se integren en él los hombres más virtuosos, los filósofos gobernantes a los que tantas líneas dedicó en la República. Se cierra así el círculo de un edificio que alcanzó el ideal del gobierno más bello que fue capaz a fundamentar filosóficamente y luego regresó, por el camino que él mismo estaba trazando, hacia lo real y lo posible.
Entre los hitos de ese camino sigue transcurriendo, más de dos milenios después, buena parte de la reflexión política actual. Porque en la filosofía de Platón siempre quedarán enseñanzas para cualquier tiempo y lugar en el que habite el hombre.
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Platón era simplemente el producto de una clase determinada, y su filosofía no hace sino representar a esa clase. Muy diferentes eran los filósofos jónicos, especialmente los de Mileto, precursores del pensamiento científico, y yo diría que del materialista. A pesar de su grandeza, Platón era un pensador idealista, esa corriente que no ha ayudado en nada a que los hombres de la caverna se volvieran y dejaran de ver sombras en vez de la realidad. Pero lo dicho en otro lugar: escribes estupendamente.
Que bien lo has descrito por que no vea y así nos va,
Esto no lo habría encontrado en el rincón del vago. Control+C
Ya tengo trabajo de fin de curso
Como profesor, te recomiendo que cambies alguna palabreja y cites la fuente. Te irá mejor.