Lenguajes de odio y redención: «Tres anuncios en las afueras»
No queda duda que Martin McDonagh, cineasta y dramaturgo irlandés, famoso por sus fábulas morales de humor negrísimo y diálogos copados de ironía, es también un artista muy católico, no sé si por elección o por imposición, no sé un catolicismo convencido, o asumido inconscientemente, pero lo cierto es que lo es, y nunca esquiva referencias. In Bruges (2008), su ópera prima, es una historia entre el cielo y el infierno, una parábola del perdón frente a la incertidumbre del más allá y la ansiedad permanente, casi medieval, ante el castigo eterno. Para remate, es un film concebido bajo la paleta visual de El Bosco reviviendo las aterradoras creaciones que habitan en su versión del purgatorio y el juicio final (¿acaso hay algo más inquietantemente católico que El Bosco?). Unos años más tarde, y tras un par de comedias negras en el cine y el teatro, McDonagh firmó quizás su film más religioso, no tanto por el estilo o la narración de los personajes, sino por esa suerte de dilema sobre el pecado y la redención, la crisis ante el duelo y la imposibilidad de castigo, narrados con valía de inicio a fin en su Three Billboards Outside Ebbing, Missouri. Una historia sin héroes ni villanos, solo antihéroes y personajes sin horizonte aparente, en constante ambigüedad, habitando entre la culpa y la desesperación, entre la fe y la ira, esperando la consagración a partir de la violencia, si eso tiene sentido.
Y es bastante curioso que la película que hace McDonagh sobre el odio en la sociedad estadounidense, que podría leerse desde el auge del trumpismo y la ultraderecha, en verdad nunca se desapega de estas referencias religiosas. No es tan obvio, tampoco. La historia de Mildred Hayes, madre que ha perdido a Angela, su hija, luego de un brutal crimen, es asumida como una suerte de cruzada personal, la tensión inevitable entre la débil esperanza y el dolor infinito de la pérdida, la necesidad de una respuesta, de justicia y venganza, aunque estas se difuminen entre sí. Mildred no es un personaje agradable. Casi ningún protagonista de McDonagh lo es. Mildred es cínica, violenta; lleva la ira y el hastío como modo de vida, y, por lo que sugieren algunos pocos flashbacks, había vivido así desde mucho antes de lo sucedido con Angela. De hecho, Mildred rige su vida por el prejuicio y el rechazo hacia las otros, bordeando la misantropía. Conforme avanza el film, la paradoja de McDonagh va cobrando sentido: mientras más conocemos de la protagonista, más nos compadecemos ante su causa, pero, a la vez, más nos cuesta quererla y darle la razón. Un año después, Mildred quiere que la policía reabra el caso de Angela, lo que implica, desde su perspectiva, la guerra contra el jefe local y toda su cuadrilla.
Nuestra protagonista elige el camino del odio, y del odio público: un acto de enunciación que no es sino una forma de rebeldía colectiva, concebida desde el anonimato, ante la autoridad y la futilidad del sistema. Unos cuantos carteles son desplegados por una carretera local, letras negras sobre fondo rojo, con un mensaje claro: que el jefe de la policía Willoughby haga su trabajo y que responda ante el horrible crimen sin culpables. Hay algo paradójico en la elección de los carteles: son la reapropiación del espacio público y un acto de reconocimiento del odio como catalizador político, pero, desde un plano más pragmático, colgarlos parece una muy mala estrategia. Mildred elige una carretera abandonada que pocos utilizan o siquiera conocen, dependiendo del poco ruido mediático que los carteles puedan generar. Paga una fortuna (que no tiene) por un mensaje que no durará mucho tiempo erigido, dado el costo del alquiler. Se gana el pleito ante la policía local, famosa por sus abusos, racismo y demás muestras de odio, sin certeza de recibir algo a cambio. Pensémoslo bien. Mildred cuelga los carteles simplemente porque puede. Tiene la posibilidad de llevar su cruzada al plano público, y, de esa manera, intentar purgar su dolor, o lo que se le parezca. El odio, al hacerse público, ya no es solo su problema, y, además, se inscribe en el lenguaje colectivo, se torna relevante y deseable, una prioridad en las interacciones entre unos y otros, un común denominador para las personas.
Martin McDonagh concibe a su Ebbing como un pueblo determinado por el lenguaje del odio y la normalización de la violencia, presentes en todo tipo de interacción. «Si despidiera a todos los policías racistas me quedaría con unos diez, y todos ellos odian a los gays», dice el jefe Willoughby entre risas. Por lo poco que sabemos, no parece estar equivocado. Otros tantos personajes se reconocen cómodamente en el odio. El ex de Mildred, Charlie, antiguo policía alcohólico, mira con malos ojos a todo aquel que se cruce en su camino, en especial a su ex mujer, a quien solía golpear constantemente, según los chistes que hace una incómoda Mildred. El policía Dixon, protegido de Willoughby, busca vengarse de Mildred a como dé lugar, quizás como forma de olvidarse de sus propias controversias, que involucran la brutal represión a un ciudadano afroamericano. Y así se acumulan las instancias de odio. Homofobia, racismo, burlas a enanos, misoginia y brutal confrontación a partir de gestos y palabras. McDonagh retrata a Ebbing casi como un escenario teatral, de pocos escenarios y con los personajes cruzándose constantemente en la misma calle, lo que le permite construir una mirada precisa de estos lenguajes de violencia, su capacidad porosa e incontrolable, su arraigo en el imaginario colectivo.
Pensemos, si no, en las secuencias luego de que Mildred erige los carteles. Todo el pueblo se muestra en su contra; el odio se transmite sutilmente en gestos y omisiones. Cada quien aprovecha instancias con algún poder, aunque sea micro, apelando al miedo desde su propia presencia. Un exsoldado misógino aparece en la tienda de Mildred amenazándola por sus carteles. El dentista de Mildred parece a punto de atacarla con un taladro dental, dado que es amigo cercano del jefe Willoughby. La policía decide arrestar a la única amiga de la protagonista por posesión de marihuana. Charlie llega a casa de Mildred a amenazarla con quemar los carteles si es que no se calma. A través de sus personajes, diseñados desde la ironía y buscando subvertir arquetipos, McDonagh arma y desarma las condiciones del odio, sus supuestos, sus metáforas, las locuciones y discursos que lo sostienen. En una extraña (y quizás forzada) comparación, me cuesta no pensar en Dogville (2003), de Lars von Trier, otra fábula moral de un cineasta europeo con una puesta en escena teatral y cierto desdén a la sociedad estadounidense. Pero, mientras que aquella se veía artificial y se mostraba cínica ante lo que narraba, Three Billboards busca la empatía con los personajes y la crisis en la que se encuentran, y concibe su posibilidad de mejora, lo que, a su vez, parece una mirada un poco más humana y real, un poco más de esperanza.
Son pocos los personajes que se escapan de este torbellino de odio en el film, pero existen y son muy importantes. Para nuestra sorpresa, el principal es el jefe Willoughby, interpretado con naturalidad y carisma por Woody Harrelson. El personaje, en un muy intencional contraste, es totalmente opuesto a Mildred: es dedicado, amable, empático con la causa de los Hayes, padre y esposo ejemplar. Luego McDonagh revierte esta representación con un insólito twist a la mitad de la película, lo que, lejos de arruinar la imagen de Willoughby, le dota de mayor interés, con una presencia fantasmagórica, casi espiritual, por el resto del metraje. Irónicamente, sus acciones, aún cuando se pintan como bienintencionadas, terminan contribuyendo a la violencia en el pueblo, y es aquí donde el lado pesimista de McDonagh cobra relevancia. Ebbing, sin embargo, presenta otros tantos personajes de más o menos buen corazón, aún cuando sea para sacar algo a cambio: un enano melancólico acepta cubrir a Mildred y ofrecerle una coartada; la madre de Dixon, viviendo con una enfermedad pulmonar, hace lo que puede por proteger a su hijo del resto y de sí mismo; el encargado de los carteles, joven gay, decide ser firme con sus ideales contra el pueblo y mantenerlos colgando. Notemos que McDonagh elige a propósito personajes marginados, outcasts, como los más propensos a tener buen corazón. No parece accidental. El propio Willoughby está enfermo de gravedad al iniciar la película. No sé si McDonagh quiere decir algo más con esa decisión en el guion, o si solo usa el arquetipo para que, en contraste, los demás personajes nos parezcan aún menos redimibles y nos sean más fáciles de condenar.
Todas estas narraciones del odio son esenciales para entender la retórica religiosa del film. Necesitamos pelearnos con los personajes para creer que su redención es relevante. McDonagh tampoco es tan cínico: por momentos, abusando de cierta ingenuidad y mojigatería, da alguna posibilidad de perdón entre todo el caos, se aburre del camino de un personaje y lo manda por una vía diferente. Mildred sigue siendo el punto de partida, pero pronto nos damos cuenta que la historia va mucho más allá de ella y su dilema: esta es, finalmente, la caída espiritual de un pueblo, el alma pública sometida a juicio. Dixon y Mildred funcionan como un espejo del otro. Se desprecian mutuamente, pero sus caminos se van cruzando cada vez más conforme el revuelo de los carteles se intensifica, y solo parecen aliviarse si el otro les legitima. Aun cuando Three Billboard es una película de parloteo constante y diálogos afilados, el estilo solemne de McDonagh hace que los gestos cobren más relevancia en las escenas importantes, que se filman con una intensa sensación de su propia importancia. Son los gestos de preocupación por otros, así como las respuestas violentas, aquellos actos transformadores en los personajes y su relación con la audiencia, y el film está lleno de ellos, casi sin que nos demos cuenta.
Así como In Bruges McDonagh utiliza la pequeña locación al máximo, que parecen explotar las tensiones de una sociedad que mantiene cierto grado de vigilancia comunitaria. No son secuencias que se filmarían en una gran ciudad, eso seguro. Por el contrario, son escenas que, debido a su composición, parecen sacadas de alguna especie de narración alegórica que interseca la violencia en la pantalla con un cuidadoso estilo cinematográfico, que le da cierto tono de espectáculo. His Master´s Voice, pieza folk cantada en coro, narra la prédica de unos cuantos apóstoles que quieren llevar la palabra bíblica a los no creyentes, y es la canción que usa McDonagh para cuando un muy turbado Dixon se lava la cara, se seca las lágrimas y cruza la calle para lanzar a un tipo por la ventana. Toda la escena se filma desde un largo plano secuencia, con la canción en el fondo, en una puesta en escena muy artificial y poco creíble (convenientemente la tienda de la víctima de Dixon está al frente de la comisaría), pero que, en un astuto contraste, se siente muy viva, con la violencia cruda filmada en primer plano. Uno mira esa escena con el corazón turbado, a la expectativa, como una suerte de performance en trance, en la que la violencia está ritualizada gracias a una cámara insistente y la presencia de la música. Lo que aumenta el valor de la escena es su efecto a posteriori en el film. Pensemos en los efectos en ambos personajes. La víctima, postrada en la unidad de cuidados intensivos del hospital local, realiza un gesto de ayuda contra uno de sus enemigos, que la cámara enfoca en un inusual primer plano. Más adelante el perpetrador, que parece haberlo perdido todo, decide impulsivamente jugar al justiciero y acabar con un potencial abusador, lo que le gana una tremenda paliza en represalia, con The Night They Drove Old Dixie Down (otra canción folk con toques épicos) sonando en el fondo. Hay algo curioso en la selección musical de McDonagh, que contrapone la violencia explícita con música de época, con cierto tono solemne, como el que escucharíamos en un memorial o una misa góspel.
A través de escenas así (que tienen algo de prédica, pero sin saturar a la audiencia) la fábula moral del director crece en relevancia conforme llega a la segunda hora de metraje. El carácter público y poroso del duelo, la intensidad de la culpa, la permanencia del desamparo… todo se conjuga para la caída de Dixon y Mildred, misma caída de otros tantos violentos justicieros que se enfrentan a enemigos invisibles en alguna parte recóndita de EEUU. Sin embargo, mientras nos acercamos al final del film, damos con que, en el fondo, ambos tienen más de una razón para buscar la justicia a su modo, ¿y quiénes somos nosotros para oponernos? El cierre del film es sorprendentemente esperanzador, pero nunca idealista. La otra justicia, esa que emana del odio y la frustración, puede ser algo bueno en ocasiones, o dar para una especie de final feliz. Con el mismo tono de siempre, algo cínico y melancólico, pero con la empatía por delante, McDonagh cierra su cinta con la promesa de que ambos protagonistas podrán redimirse y recuperar la fe. La fe en qué, es la pregunta, y no tenemos ni idea de la respuesta. Pero están creyendo, al fin y al cabo, y así poder aplacar el duelo o hacer el intento. Y eso es algo.
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