Otro artículo de mujeres artistas
¿Hace falta otro artículo de mujeres artistas? ¿A estas alturas de la película? Yo pensaba que no. Pero entonces leí esto…
«Todas las creaciones intelectuales y artísticas, incluso las bromas, las ironías o las parodias, tienen mayor recepción en la mente de las masas cuando estas saben que, en algún lugar detrás de una gran obra o de un gran engaño, se encuentra una polla y un par de pelotas».
¿Habéis visto Big Eyes, la película de Tim Burton? No voy a hablar de ella, porque no es el momento, pero sí voy a hacer una reflexión: ¿hasta qué punto pensáis que el hecho de que el supuesto autor de unos cuadros sea un varón influye en su éxito? Sí, desde luego. La respuesta está clara; al menos para mí. Todo el interés de esos cuadros radicaba en el hecho de que fuera un hombre su autor, un hombre que explotaba su… ¿lado femenino?, ¿sensiblería? Lo digamos como lo digamos ese hombre sabía vender una imagen que se alejaba de la imagen que supuestamente tenía que dar un hombre; una imagen que, por tanto, no tiene ningún interés en el caso femenino, porque se supone que las mujeres son así por naturaleza. Y eso sucede entre 1950 y 1960 y lo que vemos, en el fondo, es una sociedad muy tradicional, muy machista, muy agarrada a sus prejuicios sobre sexos, una sociedad que no se diferencia en nada, más que una sutil capa de modernidad exterior, de la sociedad de los siglos anteriores.
En los años cincuenta, ya fuera en la soleada California, ya fuera en la rancia España, para la mayoría de las personas «Dios había reservado la inteligencia para las mentes masculinas», como enseñaba sin ningún pudor Pilar Primo de Rivera a sus pupilas falangistas. ¿Y el talento? Pues el talento también, desde luego. El talento era cosa de pollas y de pelotas (o de penes y testículos, seamos finos) y eso era algo tan evidente que casi ni se mencionaba. ¿Que había mujeres artistas? Sí, claro, de tanto ir en compañía de hombres artistas, pues algo se les tenía que pegar. De tanto posar para ellos (como Suzanne Valadon), de tanto ir a los museos (¡ah, la felicidad de la burguesía!, como la de Berthe Morisot y otras pintoras impresionistas o postimpresionistas), pues al final les daban ganas de coger un pincel. Eran pasatiempos que una señorita se podía permitir. ¿Un oficio serio? ¿Montar un taller propio? ¿Vivir de su obra y vivir cómodamente de ella? Eso, ni hablar… Con los dedos de una mano se puede contar a las mujeres que lo consiguieron.
Y si nos zambullimos en la historia, si vamos más allá del siglo XIX, ¿cuántas mujeres artistas encontramos?
Las olvidadas del arte
Tenemos el caso de la escultora barroca Luisa Roldán, un caso muy raro, un caso rarísimo donde los haya, pero que tiene truco: era hija de un escultor, Pedro Roldán, sobradamente conocido y respetado en su época. Por eso pudo continuar viviendo de la escultura a su muerte. Por eso y porque se casó con otro escultor (aunque en el momento de la boda, muy complicada, por cierto, fuera solo aprendiz en otro taller). ¿Qué le hubiera pasado si hubiera decidido quedarse soltera? ¿Hubiera seguido teniendo tantos encargos? No soy adivino, pero creo que no.
Otras mujeres de relativa fama (esto es: siempre en un segundo plano, por detrás de todos los pintores masculinos de sus respectivas épocas) fueron también hijas y parientes de pintores, como el caso de la holandesa Clara Peeters o de la italiana Artemisa Gentileschi. De no ser así, ¿cuántos de sus cuadros estarían hoy en los museos? Y sí, es una pregunta trampa, porque la verdad es que en los museos casi no tenemos ninguno de sus cuadros, como casi ni salen en los libros de arte y ya no digamos en las publicaciones no especializadas. Hay mujeres pintoras, hay alguna mujer escultora, pero solo viven en los márgenes del arte oficial, en el capítulo de los locos y los excéntricos, de los raros, de las anomalías.
La cita con la que he abierto este artículo, esas palabras que suenan tan rudas y tan feas, no fue escrita por una sufragista harta de pedir el voto y el respeto para las mujeres, ni por ninguna furiosa revolucionaria de cualquier revolución del siglo pasado. Son palabras muy recientes, pertenecen a la novela El mundo deslumbrante, de la escritora Siri Hustvert. Son de ahora mismo, del año pasado, de un mundo y una sociedad que ya no se quiere creer tan machista. La autora las escribe al comienzo mismo de su libro, para que el lector vaya avisado de lo que se va a encontrar. Y sí, es una novela; pero, al presentarla, la autora, en una entrevista para El País, decía algo igual de rotundo y feo (porque la verdad es siempre fea):
«El arte hecho por mujeres es menospreciado por sistema».
Un poquito radical, ¿no? Bueno, habrá que verlo. Habrá que ver cuántas mujeres se cuelan en los planes de estudio (y no digo ya artistas, también podíamos hablar de escritoras y científicas, o de deportistas o de empresarias, o de políticas). Habrá que ver cuántas ocupan sillones en las ilustres academias que coronan a los sabios del conocimiento y de la cultura.
Por mi parte, me voy a permitir recordar a algunas mujeres artistas, pintoras y escultoras que no han tenido la suerte de ser reconocidas y admiradas por el gran público, ni en la vida, ni tampoco en la muerte; o que, si disfrutaron del éxito y de la fama, fue de un modo accidental, transversal, causal, por ser musas, mujeres o amantes de artistas masculinos, no por su propio talento ni por su propio esfuerzo, aunque tenían talento e hicieron todo lo posible por desarrollarlo.
La primera de la que voy a hablar es una pintora mucho más conocida (es un decir, por supuesto) por sus escritos que por sus cuadros. Si Marinetti escribió un manifiesto futurista que ha sido repetido en muchas partes, Valentine de Saint-Point hizo lo mismo por partida doble: el Manifiesto de la mujer futurista y el Manifiesto futurista de la lujuria, que fueron rápidamente olvidados. Estos manifiestos fueron escritos en 1912 y 1913, solo unos pocos años después del de Marinetti. Pero, claro, si ya tenemos un manifiesto futurista y además lo ha hecho un hombre, y no un hombre cualquiera sino un hombre con bigote, pajarita y sombrero, pues para qué necesitamos otros manifiestos. Y menos aún si los hace una mujer. ¿Lujuria? ¿Qué tiene que decir una mujer sobre la lujuria? La lujuria es cosa de hombres, no de mujeres, sean futuristas o sean lo que les dé la gana. En cualquier caso, no es su asunto.
Pasolini rodó un documental sobre sexo en 1964. Se titula Encuesta sobre el amor. Sale a la calle y le pregunta a la gente sobre sexo, directamente, a quemarropa, y la gente le contesta, cosa curiosa, y le contesta con sinceridad. Y uno de los entrevistados, en un momento dado, dice: «El honor sexual se refiere solo a las mujeres». Esto es, siguiendo su razonamiento evidente, tan evidente que ni se molesta en comentarlo: los hombres no tienen que responder de sus actos sexuales, no tienen que ser honorables o decentes; las honorables, las decentes, tienen que ser ellas. Si esto pasa en 1964, en una ciudad como Roma, grande, moderna, relativamente cosmopolita, ¿qué no pasa en 1913 cuando una mujer de Lyon se atreve a escribir un manifiesto dedicado a la ensalzar la lujuria? Lo demás, que sea pintora o que sea cualquier otra cosa, se convierte rápidamente en irrelevante.
En segundo lugar, tengo que hablar, aunque en cierto modo preferiría no hacerlo, porque pocas veces en la vida de una persona se resumen tan bien las tragedias de todo un siglo, de una escultora y grabadora, Käthe Kollwitz. Nacida en Alemania a finales del XIX, vivió hasta 1945, justo hasta unos días antes del final de la Segunda Guerra Mundial. Era culta, liberal, con ideas socialistas. En esta época ya tenemos más mujeres pintoras, pero aún hay muy pocas escultoras y muchas menos grabadoras o artistas gráficas. Käthe se dedica profesionalmente al arte, aunque sea como docente, primero en la Escuela de Artes para mujeres de Berlín (sí, arte para mujeres, con eso ya está todo dicho), pero luego ya en la Academia de Bellas Artes, un mundo muy masculino en los dos sentidos, en cuanto a compañeros profesores y personal diverso y en cuanto a alumnos. Se dedica a dar clases hasta la llegada de Hitler al poder. Ella solo hace grabados sobre el hambre y la guerra. No son grabados heroicos. Ha perdido a un hijo en la Primera Guerra Mundial. Sus grabados no gustan y es acusada, como tantos otros, de «arte degenerado». Sin embargo, para la Alemania nazi puede que sea una degenerada, pero pese a todo tiene algo que ofrecer a la patria. Y la patria se lo pedirá pronto… En la guerra que ellos empiezan (una guerra «heroica y gloriosa», no la guerra que ella ya había vivido y retratado), un segundo hijo es mandado a morir, y mandado a morir, encima, por las mismas personas que la han expulsado de su trabajo y la han obligado a vivir en un exilio interior. No sabemos por qué no salió de Alemania. Tal vez porque allí estaba su familia. Y su arte, porque seguía esculpiendo en su taller. No vendía ni enseñaba sus obras, pero seguía trabajando. Y entonces llegan los bombardeos y destruyen su taller, con casi todas sus esculturas. Sí, ella muere poco después. Dos guerras mundiales y un hijo muerto en cada una de ellas. Y todo lo demás. Sus esculturas que se pierden para siempre. Su expulsión y marginación por los nazis… Un poco más y al menos hubiera podido ver el fin de la guerra. Eso tampoco pudo ser.
Trágico destino también tuvieron las pintoras rusas Luibov Popova, que murió a los treinta y cinco años debido a una enfermedad infantil, la escarlatina, que le contagió su propio hijo, y Olga Rozanova, que murió de difteria con treinta y dos. Y así podemos seguir con algunos nombres más, para llegar a la manida conclusión de que «su prematura muerte contribuyó a su injusta valoración» y todo eso que se suele decir en estos casos. Y sí, pero ¿y las que no mueren prematuramente? ¿Han sido valoradas por la historia, por los especialistas, por el gran público?
¿Quién se acuerda hoy de María Blanchard? Unos cuantos, sí, los que miran libros de arte y de repente se sorprenden de ver a una mujer cubista, española, que conoció a los grandes pintores de su tiempo, como Juan Gris o Diego Rivera y murió de tuberculosis y de pobreza en el París de 1932. Pese a todo, meses después de su muerte, en Madrid se organizó un homenaje en el que participaron escritores como Lorca o Ramón Gómez de la Serna. Algo es algo. Llega un poco tarde, cuando una ya se ha muerto, pero algo es algo…
También quiero hablar para acabar, aunque sea a la fuerza brevemente, de Anna Boch. No solo porque es una muy buena pintora, puntillista, muy influida por Seurat pero con temas propios, como en el cuadro Durante la consagración, donde pinta a los asistentes a una misa en una parroquia rural durante el ritual de la consagración, en ese justo instante, con unos gestos de unos cuerpos que nos dan la espalda pero que nos dicen quiénes son, de dónde vienen, qué hacen allí (y qué estaban haciendo media hora antes), cómo de profunda es su fe cristiana, cuál es su condición social y otra serie de detalles que uno no encuentra en los cuadros de Seurat. También quiero hablar de ella porque fue una gran mecenas, porque ayudó a los grandes pintores de su tiempo. Porque fue la única persona que le compró un cuadro en vida a Van Gogh. Y como Van Gogh le pinta un retrato, pues ya tiene su huequecito en la historia del arte. ¿Acaso no era lo que buscaban muchos mecenas, al ser pintados por sus protegidos? Anna Boch no debería necesitar este detalle para ser conocida. Como Camille Claudel no debería llevar siempre detrás, como una coletilla indestructible, ese «amante de Rodin». Pero claro, igual eso es pedir demasiado.
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