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Panamá Al Brown: El boxeo, la vida y el arte según Jacques Goldstein y Alex W. Inker

Hay pocos deportes que consigan una mezcla de brutalidad, cultura y épica como el boxeo. Es más, diría que ninguno lo logra. Los boxeadores han tenido siempre la capacidad de obsesionar a todo aquel que se acerque al pugilismo con la mente abierta y esté dispuesto a indagar qué se encuentra bajo la brutalidad que muestran en el cuadrilátero. En el fondo del boxeo se esconden historias de la lucha por la emancipación de los esclavos, el orgullo africano, la mítica resistencia irlandesa, la búsqueda de la siguiente gran esperanza blanca o la invasión de Europa del este una vez se levantó el Telón de acero. El boxeo es la historia de Muhammad Alí, de Rocky Marciano, de Jack Dempsey, de Joey Louis, de Sugar Ray Robinson, de Roberto Durán… La lista sería inacabable. Y más aún si tenemos en cuenta que nunca paramos de descubrir nuevos campeones ocultos en la niebla del pasado. Por ejemplo, Panamá Al Brown.

El cómic, sobre todo el francés, se ha ido especializando con los años en servir como medio de reivindicación de figuras del pasado que han caído en el olvido. Aquí hemos dedicado reseñas a obras dedicadas a Katsushika Oei o a Julio Popper. Algo así, y de manera muy clara, es lo que intenta la pareja de Jacques Goldstein y Alex W. Inker con su Panamá Al Brown. El título lo deja todo claro: estamos ante un estudio sobre la figura de uno de los grandes campeones olvidados del boxeo; un hombre que desde Panamá consiguió conquistar el mundo y que cayó en los excesos más absolutos. De la mano de Ediciones Kraken tenemos la oportunidad de disfrutar de la inesperada biografía de un personaje tan interesante como fácil de ignorar.

Panamá Al Brown: el primer campeón hispano

En un principio se hacía llamar Kid Teófilo. Su nombre completo era Alfonso Teófilo Brown y había nacido en Colón en 1902. Su padre murió cuando contaba con trece años y con veinte empezó a boxear. Eran otros tiempos y, entre marzo de aquel año y diciembre, tuvo tiempo para pelear en siete ocasiones, ganarlas todas y acabar convertido en campeón panameño del peso mosca. Siempre se movió entre las categorías de mosca y gallo, lo que con su altura en torno a metro setenta y cinco le daba una gran ventaja. Era un boxeador de esos que bailaba en el ring, con una derecha demoledora y una envergadura que colocaba a la mayoría de sus rivales en franca desventaja.

Tras su éxito en su tierra natal decidió mudarse a una de las mecas del boxeo del momento, al lugar donde un negro panameño mejor podría encajar: Harlem. El barrio neoyorquino del Harlem Renaissance, de los poetas y artistas, de Duke Ellington y Louis Armstrong. Allí empezó su edad de oro, que le llevaría a convertirse en campeón del mundo del peso gallo en 1928. Su reinado, sin embargo, apenas duraría un día. Tras haber vencido a Kid Francis apareció en el listado de campeones el 14 de octubre de 1928. Dicho listado había sido enviado por el presidente saliente de la National Boxing Association, Thomas Donahue. El día siguiente, el nuevo presidente, Paul Prehn, corrió a enviar un comunicado a la prensa en el que decía que se le había dado el título por error y que en realidad el cinturón se encontraba vacante.

Nunca sabremos por qué le quitaron aquel título. El caso es que en 1929 consiguió el título de la NYSAC al vencer a un español, Gregorio Vidal. Se convirtió inmediatamente en una estrella en su Panamá natal y en todo el mundo del boxeo. Se consideraba el primer campeón hispano de boxeo, algo que nos habla de la idea estadounidense de qué es un hispano. Para entonces, ya había conocido París, la ciudad que marcaría su futuro aún más que Harlem o Panamá. Allí se convirtió en una presencia habitual de las noches bohemias. Tuvo su propio establo de caballos, condujo coches de lujo y se codeó con lo mejor que podía ofrecer la ciudad. Era la época de Joséphine Baker y un principiante Django Reinhardt; era un momento de magia, una Francia de ensueño que escondía las mayores de las contradicciones en su interior y que tan bien ilustró Jean Renoir en La regla del juego.

La historia de Panamá Al Brown debería haberse acabado en 1935, en Valencia. Es curiosa la influencia de España en su trayectoria. No solamente se convirtió en campeón ganando a un español, sino que perdió su corona precisamente en España contra otro boxeador español, el mismo con el que viviría su último gran momento. En 1934 ya se había llevado una paliza de los espectadores de uno de sus combates. Ya entonces estaba consumido por las drogas y el dolor. Se dice que subía a pelear borracho o algo peor y la gente aprovechaba para decirle todo tipo de lindezas e incluso atacarle.

No obstante, cuando se anunció la pelea contra Baltasar Sangchili (en realidad Baltasar Belenguer Hervás, el apodo se lo había puesto Shang Chi-Li, un criado chino amigo de su familia), en Valencia no se hablaba de otra cosa. En lo relativo al boxeo, era un año grande para España, ya que dos púgiles tratarían de convertirse en campeones del mundo: Ignacio Ara en Madrid y el propio Sangchili en su Valencia natal. Este último sería el único que lo lograría, ganando a Panamá Al Brown tras quince asaltos. El panameño se pasaría los tres últimos quejándose, incapaz de defenderse y diciendo que su entrenador le había echado veneno en el agua. Siempre defendió que le robaron su título.

Ya hemos dicho que aquel debía haber sido su final. Volvió a Francia y quiso olvidarse del boxeo, entregarse a la vida nocturna y dirigir orquestas, bailar y disfrutar de todo lo que París podía ofrecerle. Pero todo cambiaría cuando le presentaron a un francés mayor que él, una figura trascendente en el arte del país vecino y que respondía al nombre de Jean Cocteau. El poeta y cineasta se quedó prendado de Panamá Al Brown, que al igual que él era homosexual. Se hicieron amantes y se entregó en vida y alma a recuperar al boxeador: le mandó a la campiña y le impuso un rígido entrenamiento con todas las facilidades que pudo conseguir. El resultado fue que consiguió su historia de redención: en 1938 Panamá Al Brown subió al ring una vez más para enfrentarse a quien le había derrotado, Baltasar Sangchili.

Panamá Al Brown debió de volver a sentirse un boxeador. Venció y se convirtió de nuevo en la sensación de una Francia al borde de la guerra. Jean Cocteau sabía que su trabajo se había acabado, que ahora tocaba retirarse, pero Panamá no comprendía la vida sin movimiento, sin éxito. Se volvió a lanzar de lleno al boxeo, derrochó todo lo que tenía y pronto estaba de vuelta en Harlem, haciendo de sparring por un dólar el asalto mientras se gastaba lo que ganaba en droga y alcohol. Entre tanto, trató de convertirse de nuevo en campeón en Panamá, pero no consiguió derrotar a Leocadio Torres.

En 1950, con cuarenta y ocho años, apareció tirado en la calle, en Manhattan. Lo encontraron un par de policías. Fue llevado al hospital cuando se dieron cuenta de su estado y allí terminó muriendo en el mes de abril. Con él se fue, arruinado y en la calle, uno de los boxeadores que tiene el honor de haber ganado más de cincuenta combates por la vía rápida, el primer campeón panameño del mundo y una de las figuras que mostraron que el mundo del boxeo da personajes que solamente son creíbles porque son demasiado únicos para que alguien los invente.

El cómic como narrativa periodística

Enfrentarse a una vida como la de Panamá Al Brown no debe resultar sencillo. Jacques Goldstein y Alex W. Inker firman a cuatro manos el guión del cómic que nos narra la vida del campeón, optando por una solución tan elegante como efectiva para asegurarse de que nos cuentan todo lo que quieren de la manera más adecuada. El truco es escondernos una biografía bajo la apariencia de una investigación periodística que lleva a cabo un redactor, de nombre Jacques. Para dejar más clara su identificación con el guionista, su historia comienza cuando escucha el nombre de Panamá Al Brown en el discurso de entrada de Jean Cocteau en la Academia Francesa.

Así viajaremos por Panamá, Harlem y Francia de la mano de un atribulado periodista que cree haber encontrado un filón en la recuperación de la figura del boxeador olvidado que fue musa del mismísimo Cocteau. De su mano iremos conociendo a un luchador que nunca quiso serlo, un hombre que aparentaba buscar solamente la diversión y al que los guantes de boxeo parecían perseguir. Panamá Al Brown es una figura maravillosa, un hombre descuidado con el dinero, incapaz de mantener sus asuntos al día, del que la gente se aprovecha en todo momento… Pero nos resulta real en su permanente búsqueda de la felicidad inmediata.

El trabajo narrativo se lleva casi todo el protagonismo en la obra, que está guiada con mano magistral por los dos guionistas para ir presentándonos toda la información que requerimos sin caer en la pesadez. Apenas hay apartes y la música, presente mediante la transcripción de las letras a las páginas y en una banda sonora recomendada para escuchar mientras se lee el volumen, es tan importante como la imagen y la palabra. La intención de Inker es que sus viñetas crezcan desde el papel y nos trasladen a ese París de los años treinta; a ese Harlem decadente de los cuarenta; a la soleada Panamá de los jóvenes sin esperanza, con su calor pegajoso, una estampa que parece hacer referencia al inicio de El salario del miedo, pero en algún lugar con puerto.

Inker construye páginas cambiantes, con viñetas que mutan, se ondulan y son abandonadas por sus figuras cuando se narra el pasado. El presente, sin embargo, tiene firmes límites y líneas rectas. El resultado es perfecto en su intención de ir transmitiéndonos a una historia con diferentes planos, en la que nos convertimos en un periodista más, tratando de vislumbrar una historia en la que vamos descubriendo nuevas capas, humanizando al boxeador y descubriendo rincones oscuros de una época ya pasada.

Panamá Al Brown, el cómic, es un instrumento de divulgación y reivindicación tanto como una narrativa al uso. Existe por y para hablarnos de su protagonista, para que recordemos a una figura que nos explica elementos oscuros del pasado. Algo así pasaba con Cravan vs. Cravan, el muy notable documental de Isaki Lacuesta, también dedicado a un boxeador. La diferencia es que Goldstein e Inker añaden un relato marco, el del periodista cuyos pasos seguimos, para que la historia sea además descubierta al modo que se habría hecho en un pasado cercano sin Internet, sin la capacidad de investigar a distancia. Un pasado en el que había que ir a los sitios y escuchar las historias de los que conocieron a sus protagonistas.

En el fondo, Panamá Al Brown trata de ser una historia oral del personaje que trata, no un estudio al uso. Es algo que se también se percibe en el muy interesante artículo final de Goldstein acerca de Al Brown, un texto que lejos de resultar enciclopédico trata de ponernos en el lugar de un nuevo Cocteau, de buscar la poesía que escondía aquel boxeador altísimo, ligerísimo, que bailaba en el cuadrilátero y lanzaba su imparable derecha. A diferencia del editor de la historia que nos cuentan, es de esperar que el público actual sepa apreciar la belleza de la derrota del boxeador; que sepa ver la poesía en la vida de Panamá Al Brown.

Ismael Rodríguez Gómez
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