Pérez-Reverte, el pintor de batallas
Tantos años como corresponsal de guerra le han dejado un regusto amargo y una visión muy negra del ser humano, al que conoce bien en toda la amplitud de sus contradicciones. ¿Bondad? ¿Maldad? ¿Quién podría separarlas con una línea precisa? Cuando estuvo en Eritrea, en 1977, hizo amistad con los guerrilleros. Estos, durante una acción bélica, arriesgaron su piel para que no le faltara agua a aquel corresponsal español. Un gesto de generosidad desconcertante si tenemos en cuenta que eran las mismas personas que después cometían todo tipo de atrocidades, violando y matando.
Se estrenó como novelista con El húsar, publicada por Akal en 1986. Era una historia ambientada en la guerra de la independencia. El libro, salvo una recensión favorable en la revista Quimera, no tuvo eco. Arturo Pérez-Reverte, según confesión propia, lo escribió pensando en un personaje perdido en una guerra, lo mismo que él en el conflicto que acababa de cubrir como corresponsal.
El maestro de esgrima, su segunda obra, recreaba el Madrid de Isabel II. La presentó al premio Herralde y quedó entre los diez finalistas, pero Anagrama rechazó la novela porque el género histórico no encajaba su línea editorial. Por suerte, Mondadori sí se mostró interesada. Publicada en 1988, vendió unos tres mil ejemplares al principio, antes de convertirse en un bestseller y reeditarse una y otra vez.
El crítico Rafael Conte, entusiasmado con su siguiente libro, La tabla de Flandes, le planteó un dilema. Si quería dinero, debía ir a Planeta. Si buscaba prestigio, Alfaguara era la mejor opción. Como el periodismo ya le aseguraba económicamente la vida, optó por Alfaguara.
Después de estos inicios dignos, pero discretos, El club Dumas supuso la entrada de Pérez-Reverte en el restringido club de las megaestrellas. Una astuta e intensa campaña promocional contribuyó al éxito de la novela. A partir de entonces se suceden los éxitos, la sucesión de premios prestigiosos como el Pelle Rosenkranzn o el Jean Monnet. Sus obras, traducidas a varios idiomas, sirven de inspiración a diversas películas.
Su personaje más conocido, Alatriste, aparece en 1997. El primer volumen de la saga está firmado también por su hija Carlota, quien se encarga de buscarle parte de la documentación. La tirada inicial, al igual que ocurrirá con las próximas entregas de la saga, alcanza los doscientos cincuenta mil ejemplares. Cifras de venta mareantes, acompañadas de ingresos igualmente sustanciosos: anticipos de cien millones de pesetas por cada novela.
Con el paso del tiempo, su trabajo como periodista dejó de tener sentido para él. Leyéndole, no es difícil adivinar el motivo. Se hartó de aguantar todos los días a jefes de encefalograma plano, preocupados por cualquier cosa menos por el rigor y la verdad. En sus libros, por ello, abundan las invectivas contra unos medios de comunicación que descartan las imágenes más crudas de las guerras para no molestar a sus anunciantes, porque mostrar el salvajismo es políticamente incorrecto, o sencillamente para que a los telespectadores no se les atragante la cena. En sustitución de la realidad descarnada, un mundo virtual de contornos suavizados.
Más que ser reportero, Pérez-Reverte quería escribir, navegar, leer… Las tres actividades que dan sentido a su vida. Así que decidió abandonar Televisión Española y hacer lo que le gustaba. Porque sí. Sin pretender pasar a la historia de la literatura, porque sabe historia y la historia enseña dónde acaban muchas veces los sueños de inmortalidad: bajo los escombros de cualquier guerra absurda que se lleva por delante el arte y la civilización.
Ha vendido millones de libros, pero no se le ocurriría considerarse un autor de bestsellers al estilo, por ejemplo, de Ken Follet. Pone mucho cuidado en marcar las distancias: «Soy un escritor europeo, con una memoria de tres mil años». Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Según él mismo ha reconocido, no tiene inconveniente en utilizar técnicas narrativas del bestseller estadounidense. Se apropia de ellas sin el menor complejo.
El escritor de novelas va de la mano con el periodista que colabora en El Semanal, suplemento que se vende todos los domingos con más de veinte diarios españoles. Su firma es un reclamo para muchos lectores, fascinados por su talento literario pero también porque dice las cosas con desparpajo, sin pelos en la lengua. Sus textos retoman una tradición crítica con la realidad, atenta siempre a denunciar los males del país y sus aspectos más mediocres, que arranca de muy lejos. Comienza en el siglo XVIII con la Ilustración, continua con Larra y culmina con la generación del 98. En todos hay un rasgo en común: el dolor por España, esa nación siempre mal gobernada por sus reyes imbéciles, tan lejos de la cultura y avanzada Europa. Pero cabe preguntarse si perpetuar esta tendencia, como hace nuestro autor, corre el peligro de caer en el anacronismo. La España de hoy poco tiene que ver con la de Cadalso, Fígaro o Unamuno. Tras el éxito de la transición, la historiografía empezó a cuestionar el tópico del Spain is different, el pesimismo melancólico del que se siente heredero de una Historia con un final siempre triste. Aunque, vista la duración y el alcance de la crisis actual, se nota ya un resurgir del viejo pesimismo hispánico.
En sus artículos, Pérez-Reverte se muestra muchas veces arrogante, incluso mal hablado, pero según sus propias declaraciones estas son las reglas de su columna, un género literario particular. No hay que pensar que él, en la vida real, trate a la gente a patadas o hable con estilo barriobajero.
En más de una ocasión ha tratado de poner distancia entre su persona y sus escritos, asegurando que el escritor «no siempre es responsable de lo que dicen sus personajes». ¿Hasta qué punto es sincero? ¿Busca, tal vez, una coartada? Lo cierto es que el lector tiene la sensación de que pone mucho de sí mismo tanto en sus novelas como en sus textos periodísticos. En La piel del tambor, por ejemplo, aparece el protagonista, Quart, en el Sarajevo devastado por la Guerra Civil Yugoslava. El sacerdote, encargado de una de sus misiones diplomáticas de alto riesgo, conoce a una chica a la que consigue algunos productos de primera necesidad. Cuando ella le pide ducharse (la primera vez que lo hace en un mes), en su habitación, él la contempla seducido por su belleza. Le gustaría hacerle el amor, y podría, pero se niega. No porque no la desee, sin por una cuestión de principios. «Sencillamente, ciertas cosas no podían hacerse a cambio de medio cartón de cigarrillos y un ración de comida». ¿Seguro que a Pérez-Reverte no le pasó algo así alguna vez?
Mucho de sí mismo, está claro. Pero también toneladas de documentación. La que necesita el profesional riguroso, con la disciplina del buen soldado. Si una sola línea requiere la información de varios libros, hay que leer esos libros. Este afán por bucear en las bibliotecas le permite recatar hechos históricos nada conocidos por el gran público, como la existencia, en el siglo XVII de esos corsarios españoles borrados de nuestra memoria. Hasta el punto de que instintivamente creemos que los piratas siempre eran turcos o ingleses.
Por desgracia, con Pérez-Reverte, el personaje que se ha construido siempre corre el peligro de devorar al escritor. Una mirada superficial nos descubriría al hombre soberbio, lleno a rebosar de lo que en lenguaje vulgar llamaríamos chulería. Pero, por favor, continuemos mirando, escarbando un poco más en la superficie de lo aparentemente obvio. Descubriremos entonces la ternura, el lirismo. A un romántico incurable que encuentra sentido a la vida en las páginas de un libro o en los brazos de una mujer. De alguna de sus heroínas fascinantes, como la Olvido Ferrara de El pintor de batallas, por las que vale la pena arriesgarlo todo: «Cualquier hombre se habría dejado matar por ella o por su risa».
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