«Si esto es una dictadura, que se note», o las huelgas en la España franquista
Pues sí, es evidente, si esto es una dictadura hay que usar la mano dura, porque en caso contrario como mucho es una dictablanda, y ya sabemos cómo acaban las dictablandas. Pero no, no es tan fácil, que los que mandan ahora, los tecnócratas del Opus, piensan que el país debería meterse en el Mercado Común y a Franco le parece bien y cree que no habrá problemas, porque una cosa es la economía y otra es la política. Pero, claro, matar, encarcelar, deportar y todo eso, sobre todo si son simples huelguistas, pues queda feo y no nos interesa que quede feo en estos momentos, ahora que vienen los guiris, ahora que queremos entrar en Europa.
¿Y entonces, cómo lo hacemos? ¿Cómo hacemos para que esto sea una dictadura, pero sin pasarse, sin que parezca que es una dictadura? ¿Y cómo paramos las huelgas? ¿Cómo hacemos para hacer entrar en razón a esos mineros tozudos y a esos manipulables estudiantes, que se apuntan siempre al carro, encantados de armar jaleo con la excusa que sea? Hasta ahora nos lo hemos tomado con mucha tranquilidad. Y la verdad, todo hay que decirlo, los mineros y los obreros se han portado bien. Son una pandilla de desagradecidos, desde luego, de traidores; le están haciendo el juego a los comunistas y no piensan en lo que hacen, pero no son violentos. No, nada de eso, los policías no paran de repetirlo en sus informes: «Tranquilidad absoluta, nada de tumultos, nada de alterar el orden». Trabajar, no trabajan, pero por lo demás no molestan para nada.
Y eso lo pone más difícil. Y encima, ahora, en 1962, con el contubernio de Munich en el horizonte, ese que siempre parece que tenemos al alcance de la mano aunque sea siempre mentira. Pero no adelantemos acontecimientos. Los policías hacen unos informes muy lúcidos. Hasta se les nota una peligrosa comprensión de la huelga. Muchas veces no se van por las ramas: los mismos empresarios no ayudan a solucionar el conflicto. Todo el mundo sabe que los del Sindicato Vertical no pintan nada. Ni pintan nada, ni los quiere nadie. Y luego vienen los listos de turno que quieren solucionar el problema ellos solos, con chulería, con un «llamo a Madrid y esto lo arreglo yo en un santiamén». Esos tampoco solucionan nada. Pero la verdad es que la cosa tiene mala solución. ¿Declarar el estado de excepción? Bueno, no nos quedan muchas ideas. Y como dicen los informes de la policía, a muchos afectos del régimen les parece bien. «Si esto es una dictadura, que se note.» Pero eso tampoco soluciona nada. Los amenazamos, los detenemos, los deportamos, los matamos de hambre, montamos un lock–out y les dejamos sin economatos, sin antigüedad ni derechos adquiridos, traemos el carbón del extranjero para que la repercusión económica de la huelga sea la mínima, les cerramos las tabernas y los vigilamos a todas horas, pero ellos siguen sin ir a trabajar. ¿Y qué hacemos ahora? ¿Cómo vamos a demostrar quién manda aquí si no podemos emplear la fuerza?
Muy cierto, realmente no me gustaría estar en la piel de un gobernador civil, un ministro, un jefe sindical, en la Asturias de 1962. Han visto cómo un pequeño asunto de nada, siete picadores que se niegan a trabajar porque les han cambiado el horario, se convierte en una huelga general. No es una movilización política. No es una acción preparada por ningún partido clandestino. Los siete picadores no son, a priori, elementos peligrosos (incluso tenemos a un viejo falangista, Francisco Fernández, que luchó en la División Azul), solo protestan y se quejan. Los sueldos llevan años congelados, pero los precios de los productos básicos no paran de subir. Y para acabar de empeorar las cosas, con el cambio de horario no pueden coger el tren y tienen que andar muchos kilómetros hasta el trabajo (Francisco Fernández, sin ir más lejos, se mete en la huelga por eso, porque todas las madrugadas tiene que andar doce kilómetros y todos los atardeceres, después de estar todo el día picando, tiene que andar doce más). En ese momento nadie se preocupa demasiado por un problema local en una mina. Pero pasan las semanas y todo sigue patas arriba. La huelga de Asturias se extiende por todo el país. Y los comunistas están la mar de contentos y no paran de dar ánimos y soltar consignas desde Radio Pirenaica. Ellos no han empezado nada. Pero alguien tiene que tener la culpa. Y ya que les van a echar la culpa, como siempre, pues ¿qué hay de malo en recoger unos frutos que no has sembrado?
Las huelgas mineras de abril y mayo del 62 no son las primeras de la España franquista. Antes hubo otras. No se habla de ellas. El gobierno intenta por todos los medios que se olviden esas pequeñas manchas en una hoja de servicios impecable. Porque el gobierno está haciendo bien las cosas. Desde que se rescató al país de las garras del comunismo, el ateísmo, la masonería y todos los males de la humanidad, se ha conseguido establecer una sociedad justa, educada, bien alimentada y deseosa de expresar su agradecimiento. Y además ahora se ha firmado el concordato con la Santa Sede, se ha firmado el pacto con Estados Unidos, hemos entrado en la ONU y se esperan grandes progresos en la economía. Todo va bien, en resumen.
En un país donde nunca pasa nada, donde la gente trabaja en paz y está muy feliz con su vida, a nadie le debería preocupar una subida de los precios del tranvía. Pero, por lo visto, sí les preocupa. A los habitantes de Barcelona les preocupa mucho. Estamos en 1951. La Guerra Civil no está lejos, principalmente porque los que han ganado se empeñan en que siga estando muy presente. Y no hay ninguna huelga prevista, ni en Cataluña, ni en ninguna parte. Ni ahora, ni nunca.
Pero mira tú por dónde, algunos se empeñan en llamar la atención. La huelga de tranvías pilla totalmente por sorpresa al régimen. Es una huelga de ciudadanos. Los obreros y los mineros ya sabemos cómo son. Con ellos hay que estar siempre vigilante. Pero que los buenos ciudadanos se pongan de repente en huelga es algo que no se entiende.
¿Cómo empieza la huelga de tranvías de Barcelona? Muy fácil: los precios suben de pronto y la gente, como protesta, deja de usar el tranvía. Como es lógico, el poder no cree que el movimiento sea espontáneo. La culpa la tienen los de siempre, los rojos, los agitadores profesionales que aprovechan cualquier descontento. Lo que no resulta tan fácil de explicar es qué hacen algunos falangistas metidos entre los huelguistas. Pero cualquiera que esté al tanto de lo que pasa en los sótanos del palacio, sabe que dentro de los falangistas hay dos grupos: los descontentos y los cooperadores. En el 51 aún no han llegado los tecnócratas del Opus, la autarquía no se discute, los falangistas y el ejército se reparten el botín con los monárquicos y la Iglesia, pero todos se miran de reojo y además, dentro de cada bando, grupo o familia, hay encarnizadas luchas internas. Todos envidian lo que tienen los otros: todos quieren más o, como mínimo, no quieren perder lo que ya tienen. Franco promete, engaña, soborna y encarcela y el país va tirando. Los grandes derrotados están lejos, en el exilio. Se les utiliza para asustar, para cargarles el muerto, para mantener vivo el espíritu de cruzada, pero la verdad es que poco daño pueden hacer. Las huelgas son cosa de gente corriente, de trabajadores corrientes. Los pocos comunistas o socialistas que quedan dentro del país se apuntan rápido, pero la mayoría de las veces lo hacen por cuenta propia, porque si esperan a recibir órdenes de la dirección del partido en el exilio, se les pasa la oportunidad.
La primera huelga, la de los obreros de Bilbao del 47, es una huelga laboral, no política. Pero toda huelga es política, porque los trabajadores no tienen más derecho que el derecho de ir a trabajar. Si tienen problemas, tienen que ir a los sindicatos verticales y los trabajadores saben que eso no sirve para nada. De hecho, los mismos empresarios desconfían de los sindicalistas oficiales y cuando surgen problemas serios, los dejan al margen y negocian (cuando no queda más remedio, porque a ellos eso de negociar no les gusta un pelo) con los propios trabajadores. ¿Pero cómo negociar con una ciudad entera? Los habitantes de Barcelona se salen con la suya, el gobernador civil y el alcalde de la ciudad son destituidos y la subida del precios del transporte se anula. Eso es algo que en los despachos de Madrid no gusta nada. La primera gran huelga tiene éxito. Mala señal para el poder.
En el 56, los que montan un buen pollo son los estudiantes universitarios. Esa sí es una huelga política con todas las de la ley. El gobierno tampoco sabe bien qué hacer. Especialmente porque, sin saber cómo, en otro punto del país alguien se entera de lo que está pasando y se suma a las movilizaciones. La prensa está muy controlada. Los que se enteran deben de ser rojos, agitadores profesionales que reciben órdenes clandestinamente. Pero lo cierto es que empiezan en Madrid, les siguen en el País Vasco y en Asturias. Y si empiezan en el norte, les siguen en Madrid. Las fuerzas de represión pueden reprimir (y reprimen, desde luego que reprimen), pero no pueden evitar ni la aparición, ni la propagación de focos de rebeldía. La labor de prevención suele ser un fracaso. Las nuevas generaciones parecen ser extremadamente manipulables. De nada sirven los grandes discursos oficiales. Y para empeorar las cosas, al régimen le sale otro enemigo desde dentro: los curas. Algunos curas empiezan a apoyar abiertamente a los obreros y a los mineros en huelga, como pasa en Asturias en el 62. Sectores de la Iglesia son demasiado sensibles ante los «problemas sociales» y sus organizaciones estudiantiles cristianas se dedican a extender las huelgas. Naturalmente, la jerarquía religiosa actúa y se une al gobierno. Pero estamos en lo de siempre. Se puede reprimir, se puede castigar, pero no se puede prevenir. Y los policías, los policías que están en las zonas calientes, que se cuelan en las tabernas y los bares y escuchan a los huelguistas, saben que la cosa está muy mal: «No parece que se vea solución a corto plazo», escriben en sus informes. Y no. No parece que haya solución. Al menos mientras todo siga igual.
¿Cuál es el problema de fondo de las huelgas mineras de la primavera del 62? El gobierno controla los precios del carbón. El gobierno sabe que la mayoría de las minas no son rentables y que si se entra en la Comunidad Económica Europea, habrá que cerrarlas. El gobierno piensa que la metalúrgica de la cornisa cantábrica tiene futuro, pero que las minas, no. A esto se le suma el fin de la autarquía, con el Plan de Estabilización del 59, que congela los salarios y provoca inflación y ya tenemos el caldo de cultivo perfecto. ¿Y la solución? Cambiar las leyes o hacer nuevas, por ejemplo la ley de Convenios Colectivos. Y subir los salarios, claro, subir los salarios y mejorar las condiciones laborales. Pero hacer esto es darle la razón a los huelguistas. Y si se salen con la suya seguirán pidiendo y pidiendo y empezarán por lo particular pero llegarán a lo general, a la política, a pedir libertad y derechos, democracia, cosas que no se pueden consentir de ningún modo. Pero, mientras, los periodistas extranjeros se meten a cotillear y en Europa los políticos miran con lupa lo que hace el gobierno. Y si esto es una dictadura pues que se note, dicen algunos, pero otros son más sensatos y saben que eso da muy mala imagen. Y los policías anotan todo lo que pasa. Pero no pueden hacer otra cosa que llenar las cárceles. A veces se quejan hasta de los propios patronos, pero lo cierto es que algunos directivos de las empresas los orientan gustosamente en su ardua tarea de ir separando el grano de la paja y tal como llegan los mineros, les van diciendo a quién tienen que detener y a quién no. Y pese a todo, la huelga es pacífica, extrañamente pacífica, y hasta la guardia civil se permite jugar al tute con los huelguistas, como cuenta Jorge M. Reverte en su libro La furia y el silencio (Asturias, primavera de 1962). ¿Será porque saben que el gobierno tiene preparado al ejército en los cuarteles?
Pero no hará falta sacar al ejército. Los tiempos están cambiando. Hay vientos de protesta que producen inesperados incendios por todo el país, pero también hay un deseo de que la sangre no llegue al río, un deseo de entendimiento que hace que al final se permitan las comisiones y las reuniones de obreros y mineros, algo prohibido tajantemente por las leyes del trabajo franquistas. «Si todas las huelgas en Asturias son así de tranquilas, yo me apunto», se oye decir a un agente de la autoridad. «La postura de los detenidos fue correcta, resignada y en extremo reservada», recogen los informes de los policías. Es raro, raro porque a nadie le gusta que al salir de un encierro en una mina, sin comer y sin beber en muchas horas, lo metan en un camión y sin decirle nada lo manden a la cárcel de Valladolid. Pero para eso sirve un estado de excepción, para saltarse a la torera unas leyes policiales que en realidad casi ni haría falta saltarse, porque ya permiten hacer casi cualquier cosa, pero que no pueden parar la huelga. Pero, ¿qué huelga? En Asturias no hay ninguna huelga. Lo dice la prensa oficial. Y lo demuestra el Nodo: el día de San José Obrero, los trabajadores asturianos desfilan con sus trajes regionales. El país está tranquilo.
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