Tigres de Cristal, de Toni Hill: ciudadanos satelitales
La Satélite de Cornellá es uno de esos barrios que se construyeron en España cuando a la emigración interna había que meterla en algún sitio para que pudiese dormir. Pisos en bloque florecieron mediado el franquismo en las proximidades de las grandes ciudades para dar cobijo a gallegos, extremeños, andaluces o asturianos que buscaban en Madrid o Barcelona lo que no les daba su tierra. A saber, trabajo, y con eso dinero y un intangible al que llamamos futuro. La Ciudad Satélite de San Ildefonso en Cornellá es uno de esos barrios. Como casi todos los demás, nació con gente, ladrillo y muy escasos de eso que ahora se llaman equipamientos: centros de salud, escuelas, centros para mayores y hasta piscinas municipales. Los hijos de La Satélite esperaban al verano para bañarse en las charcas de sus pueblos y el resto del año se veían unos a otros las caras marcadas por un DNI que les decía que eran catalanes, pero menos. O ciudadanos, pero menos, porque además de extranjeros eran trabajadores pobres y, por lo tanto, carne de explotación.
Toni Hill (Barcelona, 1966) vivió de chaval en la Ciudad Satélite de Cornellá y conoce el paño. Por eso no le ha resultado difícil ambientar en ese barrio su última novela. Tigres de Cristal (Grijalbo, 2018) no es un relato de misterio ni policial, los géneros que ha transitado este autor hasta el momento. Pero sí contiene un crimen, un cadáver adolescente que marca la vida de los protagonistas cuando España está dejando atrás la dictadura de Franco y cuando, cuarenta años después, se enfrenta a una grave crisis de madurez. La ciudad dormitorio sigue ahí, con nuevos ciudadanos ahora venidos de otras latitudes, enfrenta, sin embargo, problemas paralelos de integración y segregación en un mundo que se ha hecho cruelmente individualista. Los personajes de Tigres de Cristal no pueden, ni siquiera, compartir su destino en una Cataluña embarcada en un proceso nacionalista que, desde luego, los considera satelitales.
En esta novela, como en las anteriores, hay un crimen, pero no es una novela negra. Es más una novela social ¿Por qué has escogido otro género?
Es difícil categorizar las novelas cuando ya te sales de los marcos preestablecidos. Claramente no es policial (no hay policías), y tampoco es una novela en la que estés pendiente de quién cometió el crimen, porque se te dan las claves desde el inicio. Es más una novela sobre las consecuencias de ese crimen y sobre la tensión que se crea entre dos personas que fueron amigos. Creo que estamos hablando de suspense psicológico, de no saber muy bien qué esperar del otro. Un poco a lo Patricia Highsmith. Y tiene ese toque social precisamente por el barrio en el que está inmersa la historia.
Esas dos columnas entre las cuales discurre la acción, la sociológica y la psicológica, están muy claras. Me gustaría empezar deteniéndome en la cuestión sociológica, porque me parece muy llamativo que te hayas centrado en un barrio precisamente de la periferia de Barcelona y que narres la vida de gente de los márgenes (que no marginal). ¿Crees que es un tema que no se ha tratado suficiente? ¿Por qué te apetecía?
Fíjate: la elección del lugar, del escenario, fue muy deliberada. Hacía mucho que quería escribir sobre ese barrio. Entre otras cosas porque durante unos años de mi vida fue el mío, así que tenía una sensación como de ajuste de cuentas con el pasado.
Estamos hablando del barrio de San Ildefonso en Cornellá.
Sí, fue un barrio que se creó de la nada a comienzos de los sesenta. Eran campos donde se construyeron bloques enormes para acoger a toda la población que venía de diferentes lugares, pero básicamente de Andalucía y Extremadura. Todos los nuevos catalanes, por decirlo así; toda esa gente que llegó y que tenía que empezar a vivir en algún sitio. Al principio lo hicieron en chabolas que el régimen de Franco no permitía, con lo que los echaban y los hacían volver. Hasta que algunos decidieron ganar dinero a su costa y construir bloques de pisos. Pero eso fue lo único que consiguieron los que llegaron, porque no había servicios, colegios, ambulatorios, tiendas… Por no haber no había ni aceras, al comienzo. Nada. Con los años eso irá cambiando y en los setenta ya tenemos un barrio más o menos consolidado. Pero fue gente que tuvo que pelear por todo, y que se buscaba un vida mejor porque en sus pueblos era muy complicada. Sin embargo, estaban cerca de la ciudad pero no en ella.
El barrio de San Ildenfonso, entonces llamado Ciudad Satélite, nadie sabe por qué (risas), fue muy estigmatizado por temas de drogas, delincuencia… Pero allí, conviviendo con los yonquis (que yo también veía, no es que no existieran), había un montón de gente normal, que trabajaba en Siemens, en Corberó… en cualquiera de las fábricas de la zona, y que no tenían nada que ver ni con la delincuencia ni con la marginalidad. Eran simplemente clase obrera.
Yo estudié allí, yo viví allí, y me apetecía mucho reflejar esos años y ese ambiente e inventarme una trama en la que esas personas tuvieran cabida. Porque ha habido muy poca literatura sobre esto. Hay estudios sociológicos y demás, pero ficción sobre ese barrio muy poca.
¿Y te apetecía por el hecho de que había poco o porque crees que es importante que se cuente?
Creo que es importante siempre hablar de la realidad tal y como fue, o al menos como la recordamos. Es importante y más hoy en día con lo que estamos viviendo: pensar en lo plural que es Cataluña y Barcelona. Y no solo eso; ahora ha llegado otro tipo de inmigración al barrio, básicamente latinoamericana y musulmana, una mezcla rara que además sigue siendo tratada como si quienes la forman fueran todos iguales. Se habla por ejemplo de las bandas latinas, y parece que todos los chavales están metidos en una…. Pues no. Me gusta mucho aprovechar la literatura (pero sin convertirla en un panfleto, que es horroroso), para destacar las singularidades. No es lo mismo que haya gente que pertenezca a un colectivo que considerar a todo ese colectivo como seres uniformes.
De alguna manera, y sin querer meterte en un lío, esto desmiente lo de que hay un «solo poble».
Claro, es que se desmiente solo, ¿no? Yo lo desmiento aquí, allí… Lo desmiento en general, porque el resto de España tampoco somos un solo pueblo… o sí, pero aceptando un montón de particularidades distintas. Pero creo que es absurdo negar una cosa evidente: no tiene sentido, ni política ni literariamente, establecer esa uniformidad o pretender que todos sigan unas mismas directrices. Me parece un error, injusto y, sobre todo, falso.
Por seguir con esta parte social e incluso política: no creo que sea casual el hecho de que ubiques la narración en dos momentos políticos importantes en la historia del país (los años 1977-1978 y 2015-2016) que, curiosamente, le dan exactamente igual a los personajes.
Bueno, yo creo que a los del 78 no les da absolutamente igual. Vivían una época política mucho más intensa. Estamos hablando de un cambio brutal: pasar de la dictadura a la democracia, con lo que el referéndum fue una cosa que se vivió con alegría. Yo lo que quería (más allá de la política, que está ahí), era contar dos mundos: uno en el 78, en el que, a pesar de todo, ese barrio obrero avanzaba, sin ser un todo uniforme, pero más o menos con unos objetivos comunes y teniendo claro quién era el adversario; y otro en 2015, en el que los personajes claramente pasan de la política porque esta no les puede ayudar. Hemos pasado de una época un poco colectiva, por decirlo de alguna manera, a otra en la que prima el individualismo. Y el individualismo tiene sus cosas buenas, pero evidentemente en momentos de crisis el apoyo entre iguales es más bien sustituido por competencia.
Y cuando hay algo colectivo es en la edad juvenil, y es un algo opresor y acosador, como el bullying.
Claro. El bullying es uno de los temas más interesantes para contrastar cómo hemos cambiado. Hay un psicópata en el bullying, alguien que disfruta haciendo daño. Y eso suena muy mal, quizá no tanto en los setenta, pero hoy sigue siendo cierto. Antes era algo más bien físico: alguien que te esperaba, te insultaba, te quitaba el bocadillo o te pegaba. Una agresión directa. Esto ahora no se permite y creo que además tampoco daría a los acosadores ninguna satisfacción. El tema es mucho más sofisticado: yo te quiero hacer daño, pero no voy a meterme en la agresión física, si no que utilizaré otro tipo de medios. Así que te conviertes en víctima en cuanto alguien coge una foto tuya y hace un meme denigrante contigo, lo sube a las redes y se viraliza más allá de tu círculo.
Ese personaje psicópata de la historia, Lara, es una mala malísima, casi de novela, precisamente.
(Risas) Es que la gente mala es de novela. Yo estoy convencido de que hay gente así. No tengo ninguna idea de estar creando un personaje fuera de la realidad. Por supuesto, hay una justificación psicológica para el acosador; tiene unos problemas añadidos: es una persona insegura, que teme ser ella la víctima…. Pero al final se mueve por un cierto sadismo en las cosas que hace y mantiene. Porque lo que hace le da placer y le divierte. Y Lara es una psicópata de manual. Es una niña egoísta hasta la exageración, que se cree que todo está en su contra y que nada es culpa suya. Y no tiene una situación familiar especialmente mala, pero no está a gusto con su vida y lo que le da poder es justamente hacer daño.
Por cerrar este capítulo, sobre todo en lo referente a la anomia social que puede provocar o condicionar la aparición de personajes así: esos barrios como el de San Ildefonso acogieron a individuos a los que, como dice uno de los personajes de la novela, «Cataluña dio lo que España les negó».
Sí. Es muy curioso el desvío del voto. Es difícil entrar en esto sin hacer un juicio de valor, y no me gusta hacerlos y mucho menos sobre lo que vota la gente. Pero creo que ha habido un desfase ahí, no siempre intencionado pero sí últimamente. Son gente que de entrada votaba a partidos de izquierda y que además tenía muchas ganas de integrarse en el sitio en el que vivían. De hecho, digan lo que digan, fueron ellos los que quisieron incorporar el catalán al colegio, porque si no sus hijos crecían en desventaja, cojos de uno de los dos idiomas.
¿Qué pasa? Que en los últimos tiempos se les ha pedido, ya no un proceso de adaptación, porque ya están perfectamente adaptados, si no un proceso casi directamente de disgregación, de cortar con unas raíces. Ojo, y hay un montón a los que les parece perfecto, como a Rufián, o sea que tampoco es uniforme en ese sentido. Igual que hay muchos catalanoparlantes que no son independentistas. Pero solo por cerrar este tema, y te juro que pienso que esto fue sin voluntad: hay que recordar que esta gente llegaba en condiciones a menudo de pobreza extrema, y en unos años consiguieron un piso, un coche… es decir, el Estado de bienestar empezó un poco ahí. Por lo tanto, es lógico pensar que quisieran a su tierra de adopción, lo que no conlleva necesariamente dejar de querer a una tierra anterior. Y es que desde una parte del catalanismo no acaban de entender los afectos: eso de «pero si os trataban tan mal que tuvisteis que iros». Puedes seguir queriendo a tu pueblo pese a sus circunstancias. A esta gente se les ha pedido en momentos determinados que rompan con esos afectos o que se posicionen en una postura que parecía romperlos. Es todo bastante complejo, pero creo que ha sido todo claramente un error. A la vista está.
No rehuyes este tema en la novela. Hablas del pueblo, que es muy importante para varios personajes. El pueblo del que tienen que salir porque no tienen futuro allí y, sin embargo, es el lugar casi idílico en el verano.
Sí, sí. Seguramente odiaban a su pueblo y de golpe se convierte en el lugar idílico al que hay que ir cada verano. Porque entra en la dimensión del recuerdo. Es como la historia del emigrante que se va a Suiza y se emociona cantando Suspiros de España. De hecho, se cambiaron las fiestas mayores de muchos pueblos para que fuesen en verano. Había un vínculo que, también es verdad, con el tiempo inevitablemente se acaba perdiendo.
En todo caso ahí es donde creo que se conecta perfectamente la parte sociológica y la psicológica. En la memoria. Dice Javier Cercas, hablando de la Transición, que no fue un ejercicio de amnesia como se suele comentar, si no de recuerdo, de tenerlo muy presente y precisamente por eso evitar los errores que llevaron a la guerra. Yo personalmente no estoy del todo de acuerdo con esa afirmación, pero me sirve porque en la novela sí hay un problema de memoria. De hecho, empieza con un señor que tiene alzheimer. ¿Por qué es esto importante?
Bueno, en este caso la memoria es un recurso literario que aquí me funciona muy bien. Tenías dos opciones con una novela que partiera de unos personajes que habían cometido un acto en su infancia: o los seguías durante toda su vida, o los recuperabas muchos años después y jugabas con esa parte de memoria que tenemos todos. De hecho, fíjate que hay cosas que recuerdan unos personajes y otros no. La memoria es muy selectiva y tendemos a olvidar. Lo que sí pienso, desde mi opinión puramente personal (y que, inevitablemente, se refleja en la novela), es que analizando un poco las épocas la Transición no me parece un tiempo ni de amnesia ni de memoria, si no de pactos. Pactos que afectaban a mucha gente y que fueron decididos por una serie de personas en función de lo que podían conseguir. A mí me parece que hicieron exactamente lo que pudieron. El problema es que estos pactos, que no fueron del todo equilibrados, no han sido corregidos nunca. Hay ciertas cosas que siguen igual y ha habido tiempo al respecto. Pero estos pactos se han asumido y parecen intocables. Y yo creo que la novela va, entre otras cosas, de cómo los personajes y su entorno toman una decisión y llegan a un acuerdo que tiene unas consecuencias que se viven treinta y siete años después. Donde al final alguien, a lo mejor, tendrá que decir basta, romper el pacto.
Crees que precisamente todo lo que está pasando en estos últimos años es resultado de que no se están revisando las cosas.
Puede que las cosas se hayan hecho bien, pero parece como que revisar ciertos aspectos es casi un pecado. No puede ser que sigan estando los muertos en las cunetas.
Pero a veces es, justamente, por la gravedad del crimen.
Claro, pero volvemos a lo mismo: el crimen se cometió. Eso no se puede evitar. Pero sí que podemos dar una satisfacción a las personas que aún sufren de alguna forma las consecuencias. No es un tema de venganza. De hecho, la novela tampoco habla de ella. Yo hablo del ajuste de cuentas de esos niños con el presente y el pasado.
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