El último en cerrar los ojos
Si te echan mano al cuello, encontrarán la soga
David González es poeta, narrador, escritor de raza, animal de la palabra, superviviente, manos puras que empujan la injusticia contra el viento. «Escribo para limpiarme por dentro», se repite, nos repite, insiste en cada libro, aclara. Y, sin embargo, se ensucia una y otra vez (y todas las necesarias) para ofrecernos un reflejo intacto de toda nuestra hipocresía y de todos (y cada uno) de esos prejuicios que nadie se atreve a reconocer por miedo o por cobardía (palabra fundamental por su ausencia en palabra, gesto y acto, en esta trayectoria poética y vital) y que David coloca justo en el centro mismo de la mesa.
Exquisita edición la que aquí se nos ofrece, sobria y exacta. Cabalgamos hacia la esencia de esta poética y esta vida en un descenso que poco o nada tiene que ver con la contención de la verdad, pues no existe lugar en este relato para el adorno innecesario o cierto gesto edulcorado que facilite su digestión, sí con la elección precisa de la palabra exacta que obedece a un respeto sagrado por la fidelidad de la narración de los hechos desde el pensamiento, el análisis y la lucidez, pero también la belleza y la devastación de quien abre su corazón al dolor mismo y a una realidad que exige ser contada sin paliativo alguno: «Cualquier parecido con la ficción es eso, pura ficción». El hombre (el poeta) tensa la cuerda, comprueba el nudo y cuando ya nada le impide el salto decide arrojar toda la luz que precede a la oscuridad sobre el folio en blanco, romper la herida para liberarse en un acto de comunión que obedece a un compromiso personal que trasciende, transforma y denuncia, pero sin alzar la voz, con la profundidad de la calma, con un único propósito de fidelidad a uno mismo y también a lo ocurrido entonces. Es imposible, por tanto, separar al hombre del poeta que escribe, pues son las mismas manos las que traducen, transcriben, acarician o golpean: «Nunca me lavo las manos antes de sentarme a escribir». La pureza del niño y su absoluta crueldad sin filtros.
La cuerda se tensa en vida y obra: «LeTour1987 (la editorial) ha encontrado la soga para alargar la vida a uno de los poetas de culto más admirados de la última década». Es necesario recordar estas palabras, pues nos encontramos ante una voz imprescindible pero también clave, cuyo reconocimiento se encontrará siempre (la historia se repite mientras alguien no decida cambiarla) del lado de quien sufre o es silenciado, nunca del premio o la medalla, sino del lado del coraje de quien convence aun sabiéndose vencido de antemano por aquel que para alzarse necesita arrojar cuerpos bajo sus pies. No es necesario para este hombre y este poeta nada más allá de estas manos y esta palabra, huellas que se abren paso sembrando lo imposible en una tierra cuya fertilidad nace del hecho insólito de confiar en esa imposibilidad misma de redención.
David no teme al frío: «Los libros, por si estabas pensando en ellos, no son objetos. Ni mercancías. Yo los veo más bien como puertas por las que se sale de sitios como éste». El hombre (el poeta) se acerca a la esencia, cada vez más cerca, como podemos observar a lo largo de su trayectoria vital y poética; un camino que elige la dificultad por principios pues tanto a él como a su abuelo nunca les gustó que nada ni nadie les azotara, sabiendo de antemano lo que tan bien definen las palabras de Chéjov: «La antorcha de la verdad/ quema la mano/ del que la lleva». La elección es clara, es mejor quemarse en el frío más absoluto y situarse, en palabras de Camus, del lado de quienes padecen la Historia que del lado de quienes la hacen. David González será el último en cerrar los ojos: «Alguien/ que por medio/ de su escritura/ de su palabra/ nos devuelve/ la memoria».
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