Una generación en (y de) sí mismo
Hablamos de Ramón Gómez de las Serna (sin Don que valga), el payaso serio de escritura compleja, el observador patológico e incesante, el galanteador de lo bonito accesorio y psicólogo del corazón mágico de las cosas desechadas por los hombres graves, en definitiva, de el bueno de Ramón, pues por el nombre de pila a secas suelen ser conocidos, como se sabe, los vates cercanos a la generación del 27, como si así se nos transformasen en los familiares vecinos que vienen a pedirnos sal en rima asonante…
Aunque, propiamente, Ramón no pertenece ni a la nómina de hidalgos del 98 ni al cenáculo gongorista y exquisito del 27, y por eso lo hacemos participe de los dos sin adscribirlo a ninguno, ya que de él podemos afirmar aquello famoso que Groucho Marx decía de sí mismo acerca de la pertenencia a los clubes. Porque lo cierto es que Ramón se apuntaba en intención y lira a todos los clubes literarios nacionales y extranjeros de la época, pero sin incorporarse realmente a ninguno ni acatar seriamente sus postulados sino para tejer con ellos, al modo de hebras, la crisálida que habían de romper especies nuevas de mariposas (a las que, por cierto, dedicó un delicado ensayo, y, al menos, la siguiente greguería: «los vasos colocados boca abajo parecen esconder la mariposa invisible»…): el lepidóptero de una imagen nunca vista, de una metáfora jamás aún oída, de un objeto nunca así mimado y redescubierto para la palabra.
Ramón es, no obstante, también un hijo de la España resultante del 98, y eso se nota en su interés por el regeneracionismo de las plazas y las calles, de las pequeñas cosas sepultadas y de la emoción de a pie, en el empecinamiento también de la mirada sobre lo local y lo próximo y en el rechazo de las ciencias exactas por demasiado generales (para él, seguramente, no más que un grado militar…). Pero, a la vez, Ramón se aparta del espíritu del 98 en tanto que inyecta un instinto, una sensibilidad y una visión un tanto ácrata al Regeneracionismo civil (de, p.e., un Joaquín Costa) o naturalista (de, p.e., un Baroja) de sus tremendos mayores. Ramón, se mire como se le mire, y estableciéndose con ello (o no) dudosas comparaciones entre estos u otros compañeros de generación, es también un tremendo, sí, pero un tremendo… informal, y es por esa fabulosa razón, además de por sus méritos creativos propios, que le evocamos aquí. Quizá esa formidable informalidad (condición para engendrar nuevas formas y hasta deformidades…) le vino a Ramón de la infancia: el Año del Desastre, en efecto, contaba únicamente con diez tiernos añitos, y tal vez fue entonces cuando confundió indeleblemente el secular abandono patrio con el abandono de los juguetes de esa edad, y, de esta manera, la causa de la patria con la causa de un juguete más de añorada pero imposible recuperación1.
En todo caso, el figurín que es Ramón debe hacernos recordar que no todo fue figurón y problematismo y morbo autóctono en la España desposeída de comienzos de siglo, como a menudo suele olvidarse en las crónicas, recapitulaciones y balances que nos bombardean de cuando en cuando. Ramón no extendía recetas ni proponía antídotos o reconstituyentes porque desestimaba la enfermedad y la congoja. Confiaba humildemente en el trabajo descubridor de la imaginación libre, y únicamente redactaba analgésicos contra el aburrimiento y la apatía personales y colectivas, en la convicción de que solo estos dos Jinetes conducen realmente al Apocalipsis. Ojalá que todavía hoy su prolífica literatura nos asesore en la tan antigua como surrealista pregunta por la vida antes de (y con) la muerte…
1 No obstante, ya mayor en su monumental Automoribundia, capítulo 91, la desesperación y la añoranza por volver a España le llevará a reivindicarse religioso y patriotero, a ver si así se ganaba cuanto poco la tolerancia del régimen. Quien esté libre de flaquezas que tire la primera piedra…
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