NELINTRE
Arte y Letras

Al filo de las doce hay una brecha (sobre Peter Brook)

«La noche / ha reclutado un gran número / de estrellas en el cielo. /
En tales momentos / uno se levanta y habla a / las épocas, / la historia, /
el cosmos entero».
V. Mayakovski

La silla se encuentra en buen estado. La mesa, de hule y forja, es fea, aunque funcional. La luz amarilla que cuelga del techo es tan débil que ni siquiera ilumina más allá del pequeño y redondo haz de luz que proyecta sobre el suelo. Una pena. A quien escribe le hubiese gustado decir que la luz amarilla que cuelga del techo invade la estancia y los pensamientos de quien está sentado con la cabeza entre las manos, con los pies en el suelo.

Sin embargo, hay que reconocer que es un golpe de suerte: los últimos años han sido duros. Las críticas, en su mayoría injustas, hacen que todo se relativice. Cuando a uno le ha tocado vivir a comienzos del siglo XX y es artista y ruso, acaba por relativizarlo todo. Por ejemplo: ahora sabe que es mejor una crítica mala que una crítica injusta, que nunca se puede ser más revolucionario que la propia revolución, y que el camarada Stalin es mucho Stalin y poco camarada. También sabe que el hecho de que haya poca luz a estas horas de la noche es una bendición, porque la luz muestra exactamente lo que ya se ve y no ilumina nunca nada. Nada que no esté ya allí, en medio de la oscuridad. Hasta alguien caído en desgracia sabe eso.

El caso es que falta un segundo para la madrugada y quien escribe, a fuerza de llevar observando un buen rato a los hombres, porque son dos, acaba de descubrir que al filo de las doce hay una brecha. A un lado está el tic de un reloj, la vida; al otro, el toc, la muerte. Ser o no ser. Y, en el medio, el filo de un cuchillo. Los precipicios son segundos y el vacío puede ser la única cima desde la que obtener algo de perspectiva.

El primero de ellos es el director teatral Vsévolod Meyerhold y está sentado en su calabozo esperando (si esperar es la palabra) para ser fusilado. El segundo, Vladímir Mayakovski, poeta, aguarda en su casa a que le llegue el valor, o el miedo, uno nunca lo sabe con certeza, para suicidarse.

Es en ese segundo que va antes de las doce en punto de la noche cuando acaban de llamar con golpes secos a la puerta de la celda. El mismo en el que el poeta ha hecho un movimiento, más rápido que brusco, para coger la pistola que hay encima de la mesa y llevársela a la sien.

Bang.

(Silencio).

Lo que rodea a la brecha es el silencio. Lo callado que, de repente, está el mundo.

Entre medias existe un hueco relleno de estruendo, de vida, de palabras que poco a poco van afilándose hasta cortar la fibra exacta de nuestra alma, esa que tiembla de vez en cuando. Que escondemos porque no queremos que la gente sepa que nosotros también la tenemos. Que no comprendemos muy bien porque, a quién queremos engañar, ¿desde cuándo el alma tiene carne? ¿Desde cuándo es músculo, y nervios, y duele y se rompe?

Si estuviésemos hablando del corazón, todavía.

Pero no.

Peter Brook, el director teatral más influyente de la escena contemporánea, lo llama el espacio vacío. Un lugar desnudo, sin estridencias, sin nada más que lo necesario, que suele ser muy poco. Un hombre está sentado, otro lo observa. El hombre cavila, sopesa. El otro se pregunta qué estará pasando por su mente, cómo va a terminar todo esto. Puro acto teatral. El mismo Brook dejó por escrito que «el teatro existe para que lo no dicho pueda respirar».

Al igual que una obra de arte siempre es dos obras al mismo tiempo, la que vemos y la que rememoramos, los dos hombres son mucho más que eso: ejemplos de la vanguardia artística de comienzos del siglo XX, ambos acabarían bajo el yugo estalinista. Son a la vez la representación de la catástrofe y el recuerdo de los sueños. Eso es el drama: la memoria que nos acompaña, no la vida en sí.

Porque una cosa es nuestro cuerpo y otra nuestro espíritu, el teatro según Brook tiene que ser por igual terrenal y sagrado. En este sentido, si algo caracteriza a la carrera del director británico es esa constante búsqueda espiritual que le ha llevado a recorrer mundo, a llegar hasta los más recónditos lugares del planeta para, una vez allí, hacer preguntas y admitir, sin ningún ánimo de derrota, que para muchas no hay respuesta mientras que, para el resto, la solución suele ser la vuelta al origen. Y en ese origen solo sabemos con certeza que existe una cosa: la duda.

En la mitología griega, Ἠώς o Eos, era la diosa de la aurora. Tenía su hogar al borde del océano y rodeaba el mundo para anunciar a su hermano Helios, el Sol, quien recorría el cielo con su carro. Ἠώς aparece muchas veces en la Odisea: Homero repite su nombre una y otra vez a lo largo del poema épico. Ese énfasis deliberado parece responder a una convicción, la de que el sol vuelve a salir todos los días y, uno de ellos, será el del retorno de Ulises. Cada día renace lleno de esperanza para volver a morir.

Ese parece ser el destino de la humanidad, volver siempre al punto de partida para comenzar de nuevo, para entender lo que ha ocurrido. Sin embargo, una pregunta acecha: si somos nómadas por naturaleza, si hemos nacido para buscar nuevos horizontes, ¿qué significa volver? ¿Volver a dónde? ¿A qué? Y, sobre todo, ¿por qué? Siendo esta última cuestión la más importante, la que nos permite seguir avanzando y la que concentra los últimos esfuerzos del director británico.

Why?, título de la nueva obra que Brook ha estrenado en España, esboza la pregunta de por qué, entonces, hacemos teatro. La respuesta inmediata, que se da nada más comenzar la función, es la siguiente: Dios creó el teatro porque se aburría, fue su manera de contarnos nuestra historia puesto que nosotros éramos incapaces de desentrañarla. La respuesta más compleja, sin embargo, implica saber que por qué es, nada más y nada menos, el pecado original. La curiosidad que lleva al ser humano a intentar explicarse a sí mismo por todos los medios posibles. Por eso textos muy antiguos tratan de repente sobre algo muy contemporáneo, porque las obras no dejan de ser en sí mismas un renacimiento y porque el teatro es, y será siempre, una historia humana.

Dividida en dos partes, Why? comienza siendo una especie de tratado de técnica actoral. A través del juego, Brook va guiando tanto a los actores como a los espectadores a través de sensaciones y emociones que desembocarán en la tragedia personal y artística que envolvió la vida de Meyerhold y, por extensión, la de Mayakovski. ¿Por qué estos dos genios se dieron de bruces con la muerte? ¿Murieron por el arte o por culpa del arte? Quizá, como propone Brook, no haya que morir por él, sino vivir para él. Fue el primero quien dijo que «el teatro es un arma muy peligrosa», anticipando también el hecho de que éste es un arma de doble filo tanto para los artistas como para el poder, puesto que ambos pueden usarlo en su contra.

Y fue su mujer, la gran actriz Zinaida Reich, apuñalada diecisiete veces y a la que sus asesinos le arrancaron los ojos, quien representó con su muerte una desgracia que Shakespeare había descrito ya en El rey Lear.

¿Qué emoción es, pues, más poderosa? Se preguntan, al igual que lo habían hecho antes los Seis personajes en busca de autor de Pirandello, los actores de Brook sobre la alfombra persa que cubre el escenario. ¿Aquella que se representa sobre un escenario y «que habla a la Historia, a las épocas, al cosmos entero», o la que nos afecta de manera personal en nuestro día a día? ¿Por qué necesitamos vernos reflejados sobre un escenario para entenderla?

Tal vez sea por el hecho de que, a diferencia de las personas, los personajes no son mutables y, por tanto, resultan más fáciles de conocer que las personas. Repiten una y otra vez las mismas palabras que encierran siempre la misma verdad: aquella que el espectador quiera darle, aquella que éste sienta como suya.

Somos nosotros desde el patio de butacas quienes damos sentido y significado a lo que se dice, de tal forma que se vuelva tangible sobre las tablas de un teatro. Somos nosotros, simples mortales, quienes nos convertimos por un breve momento en Dios y creamos a nuestra imagen y semejanza la realidad sobre la ficción.

Y el resto, como siempre que hay una brecha, es silencio.

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