Voltaire sobre los vampiros
Si hay una figura que ha tenido fortuna en la literatura de terror esa ha sido la del vampiro. El favor de los adolescentes lo tiene merecidamente ganado, porque no deja de ser una versión sublimada y magnífica de ellos mismos. El vampiro es un eterno adolescente que puede entregarse a la pasión de la vida sin preocuparse de envejecer ni de tener nuevas responsabilidades. Toda su existencia está entregada a la pasión pura, que toma forma en su ansia por la sangre, signo de la vida.
Sin embargo, antes de que existieran las interpretaciones de Anne Rice del mito, de que Crepúsculo los volviera a poner en boga aunque fuera de la manera más ridícula, e incluso antes de que Bram Stoker nos entregara al oscuro Drácula, los vampiros ya habían vivido una fama muy distinta. Ya a finales del siglo XVIII todo un gigante intelectual como Voltaire había decidido que merecía la pena hablar de ellos en su Diccionario filosófico, seguramente guiado por la aparición que tuvieron en El mundo de los fantasmas de Augustin Calmet, al que citará en la entrada de su obra dedicada a los vampiros.
El Diccionario filosófico fue una obra tremendamente polémica, quemada en muchos lugares y prohibida en países enteros. Voltaire negaba ser el autor, disfrutando de la conmoción creada. El artículo dedicado a los vampiros puede darnos pistas de por qué algunos encontraban molesto el tomo. En él no solamente se atacaba a la Iglesia y sus creencias hablando irónicamente de las historias de los santos, sino que también se guardan buenos azotes para los comerciantes londineses o los jesuitas. En ese sentido, Voltaire toma a los vampiros como una imagen de la corrupción y la maldad; como figuras que extraen lo bueno de las personas y las corrompen, viviendo del trabajo ajeno de manera inmerecida. Así, son como los monjes que viven sin dar palo al agua o los explotadores que simplemente viven de explotar a sus semejantes.
Lo que hace que a día de hoy uno pueda acercarse a la obra de Voltaire, sin embargo, es el conocido gusto del académico francés por la historia. Esto hace que no dude en llenar su relato de digresiones que pasean entre lo filosófico y lo anecdótico, que uno no sabe si realmente iluminan u oscurecen su pensamiento. Por suerte al final siempre nos queda la ironía y la convicción de que Voltaire no tenía problema alguno para recordarnos cada pocos párrafos quiénes eran sus enemigos: aquellos que estuvieran contra la ilustración de los hombres y el pensamiento más racional. Para él serían, seguro, vampiros.
A continuación se reproduce la entrada dedicada a los vampiros en el Diccionario filosófico de Voltaire, publicado originalmente en 1764. Se ha usado como base la traducción de William F. Fleming en 1901 para la obra The Works of Voltaire, A Contemporary Version, así como el texto original francés.
¡Qué! ¿Todavía en nuestro siglo dieciocho existen los vampiros? ¿Sucede acaso tras el reinado de los Locke, Shaftestbury, Trenchard y Collins? ¿Bajo el reinado de los d’Alembert, Diderot, Saint-Lambert y Duclos que creemos en los vampiros, y que el padre reverendo Augustin Calmet, sacerdote benedictino de la congregación de Saint-Vannes y Saint-Hidulphe, abad de Senones, abadía con ingresos de cien mil libras al año, vecina de otras dos abadías con ingresos semejantes, ha impreso y reimpreso la historia de los vampiros, con la aprobación de la Sorbona bajo la firma de Marcilli?
Esos vampiros eran cadáveres que salían de sus tumbas por las noches para chupar la sangre de los vivos, ya fuera a través de sus gargantas o sus estómagos, tras lo que volvían a sus cementerios. Las personas que sufrían la succión perdían fuerza, palidecían y acababan consumidas; mientras tanto, los cadáveres se volvían gordos, rosados y gozaban de un excelente apetito. Era en Polonia, Hungría, Silesia, Moravia, Austria y la Lorena donde los muertos se mostraban así de alegres. Nunca oímos hablar de vampiros en Londres, ni siquiera en París. Confieso que en estas dos ciudades había usureros, comerciantes y hombres de negocios que chupaban la sangre de la gente a plena luz del día; pero no estaban muertos, aunque sí podridos. Estos verdaderos chupópteros no vivían en cementerios, sino en palacios muy agradables.
¿Quién podría creerse que la idea de los vampiros viene de Grecia? No de la Grecia de Alejandro, Aristóteles, Platón, Epicuro y Demóstenes, no; de la Grecia cristiana, desafortunadamente cismática.
Durante mucho tiempo los cristianos que siguen el rito griego se han imaginado que los cuerpos de los cristianos que pertenecen a la iglesia latina enterrados en Grecia no se pudren, porque están excomulgados. Esto es exactamente lo contrario de lo que creemos los cristianos que seguimos la iglesia latina, que es que los cuerpos que no se corrompen están marcados con el sello de la beatificación eterna. Tanto es así, de hecho, que cuando hemos pagado cien mil coronas a Roma para ascenderlos al nivel de santos, los adoramos mediante la veneración de la dulia.
Los griegos están seguros de que estos muertos son hechiceros; los llaman broucolacas o vroucolacas, según pronuncien la segunda letra del alfabeto. Los cadáveres griegos entran en las casas para chupar la sangre de los niños pequeños, para comerse la cena de los padres y las madres, beberse su vino y romper todos los muebles. Solamente pueden ser exterminados si se les quema una vez capturados. Pero debe tomarse la precaución de no entregarlos al fuego antes de que se les arranque el corazón, que debe ser quemado por separado.
El famoso Tournefort, enviado al levante por Luis XIV, así como otros muchos virtuosos, fue testigo de los actos atribuidos a uno de estos broucolacas y de esta ceremonia para su exterminio.
Tras las calumnias, no hay nada que se transmita más velozmente que la superstición, el fanatismo, la brujería y las historias de los muertos vivientes. Hubo broucolacas en Valaquia, en Moldavia y hasta algunos entre los polacos, que siguen el rito romano. Esta superstición les faltaba; se extendió por todo el este de Alemania. Entre 1730 y 1735 no se hablaba de otra cosa que de vampiros; se les vigilaba, se les arrancaban los corazones y se quemaban: se parecían a los antiguos mártires. Cuantos más se quemaban, más aparecían.
Finalmente, Calmet se convirtió en su historiador, y trató a los vampiros de la misma manera que trató al Viejo y al Nuevo Testamento, informando fielmente de todo lo que se había dicho antes de él.
Las cosas más curiosas, en mi opinión, fueron los informes oficiales de carácter jurídico que se llevaron a cabo acerca de los muertos que salían de sus tumbas para chupar la sangre de los pequeños niños y niñas del vecindario. Calmet cuenta que en Hungría dos oficiales, delegados del emperador Carlos VI, asistidos por el alguacil del lugar y un verdugo, llevaron a cabo una investigación acerca de un vampiro, que llevaba seis semanas muerto y había chupado la sangre a todo el barrio. Lo encontraron en su ataúd, fresco y feliz, con los ojos abiertos y pidiendo comida. El alguacil declaró la sentencia: el verdugo arrancó el corazón del vampiro y lo quemó, tras lo cual no volvió a comer nunca más.
¡Quién osa dudar tras esto de los muertos resucitados, de los que nuestras viejas leyendas están llenas, y de todos los milagros relatados por Bollandus y el sincero y reverenciado domine Ruinart!
Encontraréis historias de vampiros en las Cartas judías de d’Argens, al que los autores jesuitas de las Memorias de Trévoux han acusado de no creer en nada. Debemos verles triunfantes por la historia del vampiro de Hungría; cómo dieron gracias a Dios y a la Virgen por haber convertido al fin al pobre d’Argens, el chambelán de un rey que no creía en vampiros.
«Contemplad aquí», decían, «a este famoso incrédulo, que se atrevió a dudar de la aparición del ángel ante la Virgen María; de la estrella que guió a los Reyes Magos; de la curación de los poseídos; de la inmersión de dos mil cerdos en un lago; de un eclipse de Sol durante la luna llena; de la resurrección de los muertos que caminaban por Jerusalén: su corazón se ablandó, su mente se iluminó; ¡creyó en los vampiros!»
Ya no quedaba ninguna cuestión, salvo examinar si todos estos muertos eran alzados por su propia virtud, por el poder de Dios o por el del Demonio. Muchos grandes teólogos de la Lorena, de Moravia y de Hungría dieron sus opiniones y mostraron su ciencia. Todos ellos relataron lo que San Agustín, San Ambrosio y otros muchos santos habían dicho de la manera más ininteligible sobre los vivos y los muertos. Contaron todos los milagros de San Esteban, que se encuentran en el séptimo libro de los trabajos de San Agustín. Este es uno de los más curiosos: en la ciudad de Aubzal, en África, un joven fue aplastado por las ruinas de una muralla; la viuda invocó inmediatamente a San Esteban, del que era muy devota: San Esteban lo resucitó. Le preguntaron qué había visto en el otro mundo. «Señores», dijo, «cuando mi alma abandonó mi cuerpo, se encontró con una infinidad de almas, que le hicieron más preguntas sobre este mundo que ustedes de aquel. Fui a no sé dónde, allí me encontré con San Esteban, que me dijo: «devuelve aquello que has recibido». Le respondí, «¿qué es lo que debo devolver? No me has dado nada». Lo repitió tres veces, «devuelve aquello que has recibido». Entonces comprendí que hablaba acerca del Credo; repetí mi Credo frente a él y de repente me resucitó”».
Sobre todo se citaban las historias relatadas por Sulpicio Severo en su Vida de San Martín. Se comprobó que San Martín, entre otros, resucitó a un condenado.
Pero todas estas historias, por muy ciertas que sean, no tienen nada en común con los vampiros que se levantaban para chupar la sangre de sus vecinos, y después se volvían a colocar en sus ataúdes. Se buscó para ver si se encontraba en el Viejo Testamento, o en la mitología, algún vampiro que pudiesen servir como ejemplo; pero no se encontró ninguno. Pero sí se demostró que los muertos bebían y comían, dado que en muchas de las antiguas naciones se colocaba comida en sus tumbas. La dificultad era saber si era el alma o el cuerpo del muerto el que comía. Se decidió que debían ser ambos. Las cosas delicadas e insustanciales, como los merengues, la nata montada y las frutas fundidas, eran alimento para el alma. La carnes asadas eran alimento para el cuerpo.
Los reyes de Persia fueron, según sus propias palabras, los primeros que hicieron que se les sirvieran viandas tras su muerte. Casi todos los reyes de hoy en día les imitan; pero ahora son los monjes los que comen su comida y su cena, además de beber su vino. Así los reyes, hablando con propiedad, no son vampiros. Los verdaderos vampiros son los monjes, que comen a expensas de los reyes y el pueblo.
Es muy cierto que San Estanislao, que había comprado una considerable hacienda notable a un noble polaco sin pagarle por ella, siendo perseguido por sus herederos frente al Rey Boleslao, hizo que el gentilhombre resucitase; pero fue solamente para que diese testimonio. Y en este punto se dice que no le dio siquiera un vaso de vino al vendedor, que volvió al otro mundo sin haber comido ni bebido.
Se trató a menudo la gran pregunta de si se podría absolver a un vampiro que hubiese muerto excomulgado. Esta duda es más importante.
No conozco en suficiente profundidad la teología para dar una opinión al respecto; sin embargo, estaría a favor de la absolución, porque en todos los asuntos dudosos deberíamos tomar la posición más amable: Odia restringenda, favores ampliandi.
El resultado de todo esto es que una gran parte de Europa ha estado infestada de vampiros durante cinco o seis años, y que ahora ya no queda ninguno; que hemos tenido convulsionarios en Francia durante veinte años, y que ya no queda ninguno; que hemos tenido a poseídos durante diecisiete siglos, pero que ya no queda ninguno; que hemos resucitado de entre los muertos desde Hipólito, pero que ya no resucita nadie; que hemos tenido jesuitas en España, Portugal, Francia y las Dos Sicilias, pero que ya no tenemos ninguno.
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Una lectura interesante, pero como todas las historias de vampiros llena de fiction, fantasía y al mismo tiempo ignorancia.. Que se creea en la existencia de estos seres, saludos de la tumba es solo el fruto de la imaginación del ser humano, incapaz de ver la verdad más allá de su interés oculto.. El ocultismo igual que la brujería, y los echiseros y las echiseras son otra prueba de la ignorancia del ser humano, que en vez de rezar a su Creador prefiere al satanás.. Hasta hoy en día puedes ver personas gastándose una fortuna en brujerías y estupideces pensando en forma de engañar a la muerte o al destino
Ha mí los echiseros masen pochoclo en los calzones, gloria a dios
Echisero de brujerías. Tu eres un satanase y un brujería. El pochoclo de echisera me lo hago yo en los calzones.
Gloria a dios.