Oviedo y Gabino de Lorenzo: populismo kitsch en la España que se creía rica
Durante unos años no tan lejanos, la Marca España no fue su bandera, ni el himno, ni el Rey. Ni siquiera las disputas entre nacionalidades históricas o las aparentemente eternas peleas a goyescos garrotazos. No, la España que iba bien era, ante todo, suelo y capital. Fueron los años de los grandes pelotazos urbanísticos y los alcaldes que los propiciaron. Algunos acabaron mal, o sea, en el talego. Pero no todos. En Asturias, el campeón de la verdadera enseña nacional fue Gabino de Lorenzo, alcalde de Oviedo entre 1991 y 2012 por el Partido Popular. De Lorenzo arrasó en sucesivas elecciones con un pack imbatible: liquidó el patrimonio público y su suelo para beneficio de las grandes fortunas, y repartió pan y circo entre un pueblo que le aplaudió con furia en las urnas. Gonzalo Díaz Rubín y David Remartínez (periodistas que sufrieron lo suyo por empeñarse en contar el lado oscuro de aquella fiesta couché) han sintetizado esos años en El gabinismo contado a nuestros hijos. Edita Trea desde Gijón. Hablamos con David Remartínez de esta no tan lejana forma de España.
¿Qué fue, o qué es, el gabinismo?
El gabinismo fue una forma de gobernar que en Oviedo desarrolló Gabino de Lorenzo, alcalde del PP entre 1991 y 2012; y fue una forma de gobernar de los años que coincidieron con la explosión del ladrillo en España y que llevaron a una especie de populismo de los años ricos, así lo llamamos nosotros. Ahora tenemos un populismo de los años pobres, en el que los políticos intentan enardecernos con otro tipo de sentimientos, más nacionalistas, más ultras, pero de aquella lo que hacían era alicatarnos la casa hasta el techo. Y Gabino de Lorenzo lo que hizo fue transformar Oviedo hasta el techo: lo transformó urbanísticamente, porque cambió la apariencia de la ciudad y amplió y urbanizó nuevos barrios, y lo transformó en la forma de gestionar la ciudad, porque privatizó absolutamente todos los servicios públicos, e incluso algunos que no existían los creó de propio para ser privatizados. Eso hizo que la ciudad se polarizara: o amabas u odiabas a Gabino de Lorenzo. Y principalmente se le amaba, porque tuvo consecutivas mayorías absolutas.
Pasados veinte años, la ciudad está endeudada y muchas de las cosas que hizo Gabino de Lorenzo se han rebelado bastante inútiles. Eso es lo que intentamos contar en el libro: proponer una reflexión sobre qué sucedió durante esos veinte años y qué dice de nosotros ese alcalde.
¿Gabino y el gabinismo son un fenómeno exclusivo de Oviedo, una especie de marca propia, o crees que puede entenderse en Madrid, Valencia o Marbella?
Yo creo que personajes como Gabino de Lorenzo los hubo en casi todas las ciudades importantes españolas de aquella época, cada uno con su especificidad. Pocos desde luego estuvieron veinte años, pero Gabino de Lorenzo pertenece a la misma tacada de gobernantes que Rita Barberá, Francisco Camps o Jesús Gil. Son políticos, además, que estaban un poco desideologizados; políticos que se desmarcaban de sus partidos y a los que la gente llana los queríamos y los adorábamos mucho, y que se aprovecharon de una época que no se va volver a repetir. No se van a dar esas circunstancias de un país boyante, viento en popa en buena parte también debido a las inversiones europeas (porque de aquella todo estaba subvencionado por fondos europeos), y no se va a dar tampoco en cuanto a las circunstancias jurídicas, por decirlo de alguna manera. Por entonces se hicieron muchos desmanes y despilfarros que la justicia renunció a investigar, tanto en Oviedo como en otras ciudades de España, y que la población aceptó como un mal menor. Era una época en la que decíamos: «bueno, todos roban, pero al menos este hace algo». Hoy en día, la justicia no toleraría determinados manejos de los dineros públicos y el electorado tampoco. Eso lo sabemos en Madrid y lo saben en Valencia (porque lo han vivido en sus carnes) y en el norte de España, a pesar de que, lógicamente, cada populista de los años ricos tenga sus circunstancias según el lugar.
Antes mencionabas las privatizaciones. La lista que publicáis en el libro es asombrosa. ¿Puedes citarme algún caso? Los impuestos, por ejemplo; el cementerio, con aquellos cadáveres exhumados sin el consentimiento de la familia…
Sí, lo del cementerio es, desde luego, de lo más asombroso. Aparecieron, tal cual lo contamos en el libro, restos mortales enterrados en otra zona y el Ayuntamiento abrió una comisión de investigación sin aclarar absolutamente nada: la cerró tal cual la abrió. El cementerio fue uno de los servicios privatizados, junto a todos los servicios básicos: se privatizó el agua, como en tantísimas ciudades de España, y se privatizó hasta la recaudación de tributos; o sea, la propia recaudación de impuestos del Ayuntamiento se hacía a través de una empresa que se había presentado a la privatización del agua y, como no la había conseguido, se le adjudicó la gestión de los tributos. Y detrás de esa empresa, para que os hagáis una idea, estaba el presidente de la patronal de la construcción. Un follón muy divertido que salió muy mal, porque fue una empresa reprendida por utilizar datos ciudadanos de manera ilegal y que, además, jamás dio beneficios. Esa privatización le costó muchísimo dinero al Ayuntamiento. De hecho, todas las privatizaciones salieron caras.
Todos los servicios públicos subieron y todos los centros deportivos e instalaciones sociales fueron también privatizados, de tal forma que los ciudadanos pagamos más por cosas que antes nos salían más baratas: desde ir a una piscina municipal o a un gimnasio, hasta la factura del IVI o la viñeta del impuesto de los vehículos de tracción mecánica. Pero, y aquí está la prueba, como Oviedo estaba «muy guapu», no nos importaba tanto. El Ayuntamiento rebatía las cifras de quienes protestaban diciendo que el servicio salía más barato que antaño y nos lo creíamos; nos lo queríamos creer, porque cuando todos teníamos unos sueldos mayores, el que la factura del agua subiera no nos importaba tanto. Estábamos más pendientes de nuestros préstamos de Ikea. Pero bueno, Gabino batió un récord absoluto de privatizaciones. Escribiendo el libro nos hemos hasta sorprendido con algunas, porque no las teníamos controladas.
Por otro lado, no solo se privatizó casi todo, servicios e instalaciones, sino que las más importantes se privatizaron durante cincuenta años, medio siglo. El palacio de congresos que construyó Calatrava está privatizado en favor de la familia Cosme, los de los ALSA, y de la familia Lago, por cincuenta años. Lo mismo con la estación de autobuses, que también se fue para el grupo ALSA. Es increíble los plazos con los que jugaban, porque hay hipotecas a muchas corporaciones políticas y, desde luego, a más de una generación. Eso fue marca gabiniana. Gabino intentó hasta privatizar el subsuelo, cuando construyó once aparcamientos subterráneos en distintos barrios de Oviedo después de acabar con las urbanizaciones. Porque aquello consistía en no parar de construir, de adjudicar contratos y de que no parase esa economía con unos cuantos contratistas. Al construir esos aparcamientos resultó que nadie los quería, que no había demanda para ellos, y para intentar hacer más atractiva su compra intentó privatizarlos y vender el subsuelo sin que, por fortuna desde nuestro punto de vista, la ley se lo permitiera y tuviera que recular; porque el subsuelo es de todos los ciudadanos y no solamente de aquellos que van a comprar un parking.
Has mencionado la privatización de la recaudación de impuestos. Esa fue una de las condiciones draconianas que le pusieron a Grecia a cambio de uno de los rescates…
Sí, es muy buena esa puntualización. Durante los años más duros de la recesión, cuando yo veía esos argumentos desde lo que llamamos la Troika, me acordaba del gabinismo; porque en el fondo es muy sencillo: es una cuestión de qué podemos coger del sector público y convertirlo en un beneficio a corto plazo. Es decir, qué podemos vender. Exactamente el mismo proceso de cuando una familia entra en decadencia económica y empieza vendiendo los muebles y luego las joyas, y después todo el patrimonio que tiene a su alcance con tal de reducir la deuda. Claro, puestos a hacer eso, puedes privatizar absolutamente todo, hasta la propia gestión de tus impuestos, pero al final la reflexión es: ¿A qué se reduce el sector público? ¿Qué es la gestión de lo colectivo? ¿Y quién controla la gestión de lo colectivo? Detrás de las privatizaciones no solamente está el mayor o menor beneficio que se pueda sacar de un servicio, sino el mayor o menor beneficio de la sociedad. No solamente el precio de lo que se paga, sino la calidad de lo que se paga. Y eso no siempre está tan claro a la hora de decidir por una gestión pública o privada.
El problema de muchas de estas privatizaciones, además, es que, en el caso de Oviedo, son irreversibles. Precisamente por haberlo sido a tantísimo tiempo, lo cual implica muchísimo dinero en juego y que los siguientes gobernantes no tengan en sus manos instrumentos para recuperarlos cuando se rebela que el servicio no ha mejorado o que es notablemente más caro para la administración.
En resumen, hasta aquí, Gabino «from Lorenzo» (como lo llamáis a veces en el libro) campeón del liberalismo… pero también, y avanzamos, del populismo. Esas gestas culturales. ¿Era pan y circo, a cambio del desmantelamiento de todo lo público/común?
Sí, totalmente. Es así. Gabino es un campeón del populismo. Tanto en la construcción de su personaje como en el trato con el votante. En la construcción del personaje, se aprovecha de una época que tampoco va a volver, que es aquella en la que los periódicos eran los constructores de la realidad política, los grandes influencers del momento. En los años noventa aún eran medios de comunicación respetados y Gabino supo enfrentarse y amigarse, con medios de comunicación en general pero desde luego con periódicos, para censurar a quienes no le seguían la cuerda y para tratar bien publicitaria y políticamente a los que sí. Y en esos periódicos él se construyó la imagen de un pater familias cercano siempre al elector y, además, muy eficaz. Porque él vendía el perfil del ingeniero: desde el primer momento dijo que no iba a hacer política, que no tenía una ideología.
Y después, supo tratar muy bien al votante regalando entradas para los toros, organizando enormes y formidables espichas en todo aquello que inauguraba. Y Gabino inauguraba algo, ya fuese una plaza, una piscina, una farola… cada semana. Y estas formidables espichas o comidas las organizaba con sus amigotes, con sus constructores, con sus contratistas y con sus periodistas habituales. Y lo hacía en el antiguo mercado del pescado de Oviedo, que convirtió en una especie de sala de exposiciones-eventos pero que fue conocido en la ciudad como el Fartódromo (de fartarse, en asturiano; hartarse a comer en castellano). Todo esto, claro, le granjeó una imagen muy al estilo Jesús Gil, de un paisano en el cual mucha gente se veía reflejada. No veía a un político distante, intelectual o jeta, alguien criado solamente al calor de un partido político para conseguir un cargo, sino a alguien como ellos, la mejor versión de sí mismo. Y ese populismo arrasó hasta hoy, porque mucha gente ahora no reconoce que era gabinista o que le votaba, pero sus mayorías absolutas no salieron de la nada.
Lo del Fartódromo es muy singular, al igual que lo de las entradas, que causó algún lío; como aquella vez con Sabina que contáis en el libro. Pero quizá el punto máximo de delirio fue el combate de boxeo de Mickey Rourke. Eso no tenía un pase, pero pasó entre aplausos…
Entre aplausos absolutos y entre abrumadoras mayorías absolutas. Sí, lo del Fartódromo era tremendo y toda la ciudad estaba acostumbrada a eso. De hecho, la mitad de la ciudad estaba deseando que la invitaran a alguna de esas comidas. Gabino de Lorenzo acabó convertido en un animal mitológico, porque aunque se mostraba muy cercano, en realidad era un personaje muy inaccesible. A día de hoy sigue siéndolo. Lo de las entradas de Joaquín Sabina fue un punto de inflexión: gente haciendo colas durante horas para sacar una entrada y cuando se abre la ventanilla apenas quedan a la venta porque se han repartido entre funcionarios y amigos del gabinismo. La cola de fans salió en turbamulta hasta el ayuntamiento y, en protesta, bombardearon la fachada de la casa consistorial. Y como eso tantas otras cosas.
Toda la cultura gabiniana compone uno de los capítulos más divertidos del libro. Desde luego, es con el que más nos hemos reído escribiéndolo, porque era una visión de la cultura que parecía sacada, no ya de La Regenta, sino casi de El cantar de Mío Cid. Es muy casposo todo. No era solo aquello de toros gratis para todos; Gabino era presidente de la federación de boxeo y de laPeña flamenca Enrique Morente, y lo que le gustaban eran esas cosas: las ferias de abril y los toros y el boxeo. Pero por ejemplo, no el boxeo serio, sino el cañí: traer a Mickey Rourke, un actor americano que la lió parda en Oviedo en una noche antológica y en un combate absolutamente psicotrónico que restransmitió Telecinco con Loreto Valverde de presentadora. Visto hoy es una cosa supercutre… (risas). Pero bueno, era otra España y esperemos que ese tipo de cosas no vuelvan a suceder, porque, desde luego, creo que no somos ya tan irresponsables colectivamente.
Pero luego está el urbanismo gabiniano: fuentes como del monte Olimpo, super rotondas…, y las estatuas. ¿Todo eso hacía crecer el orgullo ovetense?
Sí, desde luego. La tesis de nuestro libro, la reflexión que proponemos a todos los lectores (sean ovetenses o no, porque esto es un fenómeno que puede reconocer el lector de cualquier ciudad), es que a Oviedo le pasa un poco como a tantas ciudades burguesas: que hemos tenido ciertas ínfulas de ser grandes, entendiendo la grandeza a veces de una forma equivocada. Gabino nos otorgó cierta imagen de grandeza: peatonalizó todo el centro y en su primer mandato le dio un remozado al casco histórico de la ciudad que, desde luego, necesitaba. Posteriormente supimos que lo hizo a un precio terrible, porque no son solo las cosas que hacen nuestros políticos, sino cómo manejan nuestros dineros. Pero en aquellos años no nos importaba si salía caro o no. Y a partir de ahí todo lo que hizo Gabino fue encuadrado en ese sentimiento de orgullo, en esa renovación de la identidad local que iba convenciendo a tanta gente y le iba encumbrado a él como una especie de político incomparable.
Pasada la borrachera, los años ricos, lo que queda es lo que tienen que juzgar los propios ovetenses. Lo que queda es una ciudad que sigue siendo de unas dimensiones relativas, que tiene una economía bastante relativa (porque después de ese furor en el que unos cuantos empresarios hicieron mucho dinero y muy rápido, no ha quedado una economía o un tejido económico sólido); y desde luego queda un casco antiguo arreglado, muy agradable, pero también quedan un montón de aparcamientos sin vender, un montón de rotondas, como tú dices, que no llevan a ningún sitio; urbanizaciones como la Manjoya, planificada para tres mil y pico pisos que ahora se ha quedado en un descampado con calles hormigonadas para que los alumnos de autoescuela vayan a dar vueltas; un centro ecuestre que costó veinticuatro millones de euros y que fue cerrado, y que casualmente fue construido por un alcalde que vende caballos y que tenía le yeguada más importante del norte de España; queda un campo de golf que es prácticamente la Cordillera Penibética con agujeros; quedan dos, no uno, ¡dos! palacios de congresos (uno diseñado por Santiago Calatrava y oxidado antes de su inauguración)… Bueno, pues nos queda una ciudad que tiene muchos recuerdos de lo grande que quiso ser o se creyó, y desde luego, que tiene veinte años de gobierno sobre los que reflexionar para conseguir ser grande, quizá, de otra forma que no a golpe de chequera y ladrillo.
«¿Por qué la gente lee el Hola?», os contrapregunta Asunción Rodríguez Lasa en una de las entrevistas que incluís al final del libro. Entiendo que es una forma de decir que a cierta gente le gusta ser seducida por el couché, que es un cierto autoengaño. En ese sentido, y viendo que el Hola sigue vendiendo bastante, ¿el gabinismo es un fenómeno repetible?
Sí, es repetible. Claro. Este tipo de mandatarios con cierto aire mesiánico se han dado en la historia de la humanidad desde el principio. No será repetible, como decía antes, con estas circunstancias concretas (los años noventa, la explosión del ladrillo, el dinero de Europa y una sociedad un poco más inmadura democráticamente de lo que somos hoy en día). Pero sí puede repetirse, porque la clave está en eso que precisamente apuntas de Asunción Rodríguez Lasa: su reflexión es que la gente lee el Hola porque se identifica con lo que sale ahí. ¿Por qué a la gente le gusta leer sobre los vestidos de la reina Letizia? Porque se siente un poco más próxima a esa vida de cuento, que es lo que decía Woody Allen de Oviedo de una forma un poco irónica: «es una ciudad tan de cuento que hasta tiene un príncipe». Lo que hay detrás de todo esto es qué reflexión queremos. Se volverá a repetir si lo que queremos es que nuestras ciudades sean sitios donde sucedan y se hagan cosas sin importar el coste y la utilidad de esas cosas; sean aceras, palacios de congresos o aparcamientos. No se repetirá si lo que queremos es que nuestras ciudades crezcan de una manera más sostenible, con una economía más democrática, sin unas formas de gobernar tan tiránicas, sin aupar a este tipo de personajes como Gabino de Lorenzo o como tantos otros populistas que se aprovechan de las circunstancias del momento para hacer ellos sus propios negocios.
Estamos en un momento especialmente delicado: Europa y el mundo está viviendo el ascenso de populismos de ultraderecha bastantes delicados, donde apelan a sentimientos de identidad nacional o ideológica por encima de otro tipo de planteamientos sociales más solidarios. Todo se puede repetir con distintas máscaras y es labor colectiva que lo impidamos.
«Ahora nadie reconoce que votaba a Gabino», recordabas al principio. Eso llama mucho la atención, ver en una columna la lista de extravagancias y aberraciones, y al lado los votos, siempre vencedor. ¿Tuvo Oviedo el alcalde que se merecía?
Por supuesto. Aquí lo que no vale, precisamente, es levantar las manos y decir: «yo no fui». No, Oviedo tuvo el alcalde que se merecía porque la mayor parte la ciudad lo votó. Hoy en día, cuando algunos han descubierto el coste del gabinismo, ya no se defiende tan a capa y espada como se hacía antes, pero personalmente pienso que esto siempre es así: tenemos los políticos que nos merecemos, como tenemos los periodistas o jueces que nos merecemos. Las sociedades que se cansan, se rebelan. Las que no se quieren rebelar toman posiciones, como nos pasa muchas veces en España, de bajar al bar y despotricar, pero eso no soluciona nada. Es más fácil no implicarse en la solución y despotricar sobre ella.
Se puede aplicar a Jesús Gil, a José María Aznar, a cuando se nos pasa la borrachera y llega la resaca y al día siguiente dices que tú no querías hacer eso, que no eras tú el que se comportó así. Bueno, pues reconozcamos nuestros errores. De la misma forma que los políticos se equivocan, los electores también y no pasa absolutamente nada. Lo más frecuente en la vida es el error y no el acierto, como sabe cualquiera. Otra cosa es cómo afrontes ese error. El gabinismo contado a nuestros hijos lo que pretende es que nos riamos un poco de este error, porque fue una anomalía en el tiempo que debemos asumir para seguir hacia adelante y hacerlo mejor.
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