La semana pasada nos enfrentábamos a una película netamente política en sus concepciones, un espacio en el que ya nos hemos movido a menudo en esta sección. Sin embargo, a la hora de continuar con este cinefórum, nuestra atención se ha dirigido hacia la condición de película prohibida que tuvo La Patagonia rebelde. Aunque ahora nos parezca que los tiempos de la censura son algo lejano, hay que recordar siempre que todavía en los años setenta se daban a menudo casos de censura y prohibición, como ocurrió con la película que hoy recuperamos, Los demonios de Ken Russell.
Ken Russell es uno de esos directores que parecen haber creado una carrera para cinéfilos. Se permitió ser el encargado de la Tommy de The Who, dirigió el clásico de la ciencia ficción Un viaje alucinante al fondo de la mente, se paseó por las biografías más o menos fieles de músicos como Franz Listz y Gustav Mahler, tuvo a Nureyev para protagonizar Valentino y hasta nos regaló una de las adaptaciones más alucinadas y delirantes de Bram Stoker con La guarida del gusano blanco. Y todo eso simplemente serviría para arañar la corteza de una carrera que esconde también Gothic (una adaptación de los sucesos de Villa Diodati más radical que Remando al viento) o éxitos de crítica como Mujeres enamoradas.
Para Los demonios (The Devils en el original, que en el contexto de la película vendría a ser más bien algo como «las diablesas») decidió centrar su atención en un libro de Aldous Huxley, Los diablos de Loudun, para narrarnos una historia de opresión política y religiosa en la Francia del siglo XVII. Por el camino, también cogió apuntes de la exitosa adaptación teatral de John Whitting. Además, no dudó en conseguir que uno de sus actores fetiche, el genial Oliver Reed, diera vida a Urbain Grandier, el sacerdote protagonista, dotándole de una serenidad y un peso como personaje que difícilmente podrían haber conseguido otros intérpretes. Por si fuera poco, le acompañó de Vanessa Redgrave y le rodeó de actores de reparto ingleses de los que elevan el nivel de cualquier cinta.
El resultado es una película que resulta tremendamente interesante, tanto en lo ideológico como en lo estético. Por un lado, nos regala una reflexión sobre el poder, la religión, la corrupción y la integridad, que se resuelve de manera trágica para la última. En el mundo de Los demonios no hay lugar para la lucha por el individuo o el bien común, sino que todo el mundo juega con cartas marcadas para que gane el poder, encarnado en el malvado Richelieu que conspira para acabar con los modernistas e impresionantes muros de Loudun. Para ello, no dudará en aprovechar la debilidad de la carne de las monjas del convento de la ciudad, con el objetivo de desencadenar la cadena de sucesos que llevarán a su definitivo triunfo.
Con Los demonios, Ken Russell consiguió revolucionar a un mundo cultural que no estaba preparado para su visión descarnada y claramente sexual de la religión. Incluso tras múltiples hachazos al metraje, sin ir más lejos la película no ha sido estrenada de manera comercial en los Estados Unidos. Parece ser que la historia de un sacerdote mundano, presa del amor por la carne femenina, que se erige en fiel esposo y protector de su pueblo frente a las conspiraciones de la Iglesia para acabar con su ciudad no son, ni siquiera en nuestros tiempos, del gusto de los censores que han habido y habrán.
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