Cruzamos el espacio y el tiempo desde el Teherán contemporáneo al Hollywood de los 50 con El autoestopista (The Hitch-Hiker, Ida Lupino, 1953). Nos movemos de una película que sucede y gira alrededor de un coche, como escenario y como sujeto de la trama, a otra. Pero, mientras que el taxi de la semana pasada servía para mostrarnos distintas facetas de la vida en la ciudad, moviéndose con relativa libertad pese a las evidentes limitaciones impuestas por las circunstancias y la técnica, aquí el coche se abre paso a través de paisajes abiertos, montañas y desiertos rocosos en los que los personajes permanecen atrapados en mitad de la nada.
En la silla de director de esta producción se encuentra Ida Lupino, que representa una rara avis en el panorama del Hollywood de la época: una mujer que no solo ejerce como directora (según la historia, la segunda en hacerlo en la Meca del cine tras la pionera Dorothy Arzner) sino también como productora de una serie de films independientes en pleno dominio de los grandes estudios. Ida, nacida en 1918, londinense y descendiente de una larga dinastía de actores, había llegado a Hollywood para trabajar ante la cámara. Durante los 30 y los 40 se había labrado una carrera, respetable pero no estelar, como actriz; ella misma llegó a definirse como la «Bette Davis del pobre» por aceptar los papeles que aquella rechazaba. Si destacó, lo hizo en clásicos menores del género negro como La pasión ciega (They Drive By Night, 1940) o El último refugio (High Sierra, 1941), ambas dirigidas por Raoul Walsh.
Mientras actuaba fue desarrollando un interés por las técnicas de dirección y también por la producción de películas que, en el sistema dominado por los grandes estudios, solo podían ser menores. Creó, junto con los guionistas Collier Young (que era, además, su marido) y Malvin Wald, una pequeña productora llamada The Filmakers. Y con esta se estrenó, oficialmente, como directora con un drama titulado Never Fear (1950), aunque se dice que anteriormente había tomado las riendas de Not Wanted (1949) cuando el director, Elmer Clifton, se puso gravemente enfermo. En el caso de Never Fear, además, aparecía junto a su marido como coautora de un guion en el que una prometedora bailarina ve su carrera y su vida amenazada por la polio (enfermedad que la misma Lupino había contraído cuando tenía dieciséis años).
En general, la mayoría de las películas de The Filmakers son dramas sociales, algunos sobre temas escandalosos como la violación, la delincuencia juvenil o la bigamia, y por ello con supuesto tirón comercial. Este material servía como inmediata publicidad gratuita pero, vistas ahora, pueden perder ese componente innegablemente oportunista. En el caso que nos ocupa, la inspiración había partido de la crónica negra de las acciones criminales de un tal William Edward Billy Cook Jr., que en 1950 había saltado a los titulares tras una escalada de asesinatos y secuestros en los paisajes por los que transcurre la película, el sudoeste de los Estados Unidos y las regiones fronterizas de México. Finalmente detenido en este último país, extraditado a los EEUU y juzgado por sus asesinatos, fue ejecutado el 12 de diciembre de 1952, solo unos meses antes de que El autoestopista llegara a las pantallas norteamericanas en marzo de 1953.
La película sigue las desventuras de dos aficionados a la pesca, Roy Collins (Edmond O’Brien) y Gilbert Bowen (Frank Lovejoy) que, durante una excursión de fin de semana, deciden recoger a un autoestopista que resulta ser el fugitivo y desalmado psicópata Emmett Myers (William Talman). Secuestrados a punta de pistola para servir como tapadera, pero también, no lo dudamos, por pura diversión sádica, los dos hombres comunes se ven enfrentados a una situación excepcional mientras Myers les obliga a una carrera por las tierras cercanas a la frontera mexicana, huyendo de la justicia.
El papel del secuestrador queda en manos del solvente William Talman cuyo papel más reconocido, fuera de esta película, fue el del fiscal Hamilton Burger, eterno perdedor ante el famoso abogado televisivo Perry Mason entre 1957 y 1966 (excepto un paréntesis durante la tercera temporada, cuando el estudio decidió despedirle tras un escándalo relacionado con una fiesta, mucha gente desnuda y marihuana). Su autoestopista es brutal e inmisericorde, guiado por un resentimiento mal dirigido y nunca justificado.
En los papeles supuestamente protagonistas, O’Brien, cuyo mayor reconocimiento llegaría por el Oscar a mejor actor de reparto por su papel en La condesa descalza (The Barefoot Contessa, Joseph L. Mankiewicz, 1953) y Bowen. Ambos resultan más aburridos y poco interesantes, sin conseguir que empaticemos completamente con ellos y logremos ponernos en su lugar.
El autoestopista es un film corto, setenta minutos, y que maneja muy inteligentemente la tensión, el escenario que proporciona el coche y los paisajes abiertos, pero que desemboca en una conclusión que resulta, por contraste, anticlimática y requeriría, quizás, una resolución más cruda, a juego con algunos de los mejores momentos de la película.
La compañía The Filmakers no duró mucho más, cerrando el negocio en 1955, pero Lupino siguió trabajando tanto delante como detrás de las cámaras durante las décadas siguientes, cada vez más en la televisión, dirigiendo episodios en multitud de producciones y haciendo también apariciones puntuales como actriz hasta su retirada en 1978. Entre estos trabajos cabe destacar, al menos para mí, su participación por partida doble en la legendaria En los límites de la realidad (The Twilight Zone), siendo la única mujer que dirigió un episodio de la serie. Como actriz protagonizó el episodio de la primera temporada The Sixteen-Millimeter Shrine (1959), interpretando a una actriz en decadencia, incapaz de aceptar el paso del tiempo y soñanado con su antigua gloria. Como directora se encargó de The Masks (1964), un relato en que un millonario moribundo obliga a sus parientes a participar en una siniestra mascarada.
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