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«El limpiaparabrisas»: qué es eso del amor  

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«Es una lástima encontrarse todavía con un suicidio que no sea por amor».

El amor en los tiempos del cólera, Gabriel García Márquez.

Un hombre de unos cincuenta años está de sobremesa en un bar mientras escucha la conversación de la mesa más cercana, que rebota por las paredes junto al clin clin de las copas de cristal. Alrededor de esa mesa se reúnen unos cuantos amigos entregados a la ardua labor de poner en común sus vidas sentimentales. Uno de ellos dice sobre la chica con la que queda: «[…] le gusta viajar y no le importa que juegue a videojuegos. Y le gusta follar». Otra del grupo cuenta: «así que hacía de madre, hacía de hermana mayor, de mentora…[…] Estaba criando a un hombre de treinta y tantos años». Y así sigue la cosa. El hombre de unos cincuenta años saca un mechero del interior de su chaqueta y enciende el cigarrillo que ronronea entre sus dedos. Mira a cámara, expulsa el humo y nos pregunta: ¿Qué es el amor? La cuestión que más respuestas no solicitadas ha generado en la humanidad, a la altura de la existencia (o no) de Dios. El mismo fracaso en la unanimidad de sus respuestas.

Este es el comienzo de El limpiaparabrisas (The Windshield Wiper, 2021), el cortometraje del director y guionista Alberto Mielgo, que recibió la estatuilla dorada en la pasada edición de los Óscar gracias a un trabajo de animación que navega entre el 2D y el 3D, sirviéndose de técnicas de dibujo tradicional.

Tras la escena inicial del bar, Mielgo da paso a un plano en el que la palabra love se sitúa en el centro y dos columnas gigantescas se derrumban una sobre la otra, dejando ese amor oculto. Un buen augurio de lo que serán los próximos quince minutos de narración: una reflexión sobre el amor actual, inestable, líquido que diría Bauman.

Una pareja en la playa, fumando el mismo cigarrillo, contempla el mar para evitar mirarse a los ojos; una adolescente al borde de un edificio se asoma al vacío, a punto de lanzarse sobre él; un joven corre (casi tan bien como lo hacía Alana Kane en Licorice Pizza), con un ramo de flores en la mano; un hombre que vive en la calle, con sus pocos bienes en un carro de la compra, cree reconocer en el maniquí de un escaparate a la que fuera su querida Mildred; un chico y una chica en un supermercado coquetean con Tinder y hacen match, sin saber que, en realidad, el uno se encuentra a un palmo de la otra.

El limpiaparabrisas es un mosaico de la soledad y la incomunicación, historias cuyo hilo conductor es el amor y la ausencia de este. Mielgo nos pone un espejo en el que todos nos vemos reflejados, en uno u otro momento de la vida, con alguno o varios de los personajes. El legado de la generación del boom, los millennials, somos los hijos de las crisis económicas, la supremacía del individualismo frente al colectivo y la incertidumbre laboral y familiar. También de una mayor libertad sexual, una ruptura con los férreos tentáculos del tradicionalismo y una mentalidad (a priori) más abierta. Un cóctel que ha trastocado nuestra forma de relacionarnos con nosotros mismos y con el amor. Cómo no iba a hacerlo.

En El limpiaparabrisas no se lanza la piedra y se esconde la mano. Mientras la voz de la cantante Soko susurra «let’s love now ‘cause soon enough we’ll die», la pregunta del inicio obtiene una respuesta, a la que se le suman un sinfín de nuevos interrogantes. El hombre de mediana edad que estaba en el bar (cigarro en mano) sentencia con la frase que pone punto y final al relato: «¿Qué es el amor? El amor es una sociedad secreta».

Sabemos que las sociedades secretas llevan a cabo acciones que solo sus miembros conocen, utilizan símbolos y emblemas propios para identificarse, y realizan ritos y ceremonias de iniciación (y de lo que no es iniciación), que suman puntos si hay máscaras venecianas de por medio e incluyen a Tom Cruise. Todos los actos de las sociedades secretas se desarrollan en las sombras, sin que las personas ajenas a ellas sepan qué demonios sucede ahí. Como en el matrimonio de tu hermana, por ejemplo.

Hace unos años, El Jueves publicó un artículo en el que aseguraba que las exparejas de uno se ponen de acuerdo para formar sociedades secretas. Celebran reuniones mensuales y conspiran para quebrar nuestra estabilidad sentimental. Pobres de nosotros, intentamos entablar relaciones a base de ensayo y error con otras personas que, con toda probabilidad, se convertirán en los próximos miembros de la sociedad secreta. El método heurístico del amor; o del desamor. Si ambos alargan un poco sus garras, al contrario que los extremos, se acaban tocando: sin importar el orden, uno siempre es la consecuencia del otro.

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