Rock para el imperio – 5 de octubre
Estados Unidos quiere desplegar por el mundo un ejército de músicos por la paz y la democracia. Cantantes de ópera y grupos de rock se han unido a la Iniciativa Diplomática Global del Departamento de Estado. Dave Grohl, de Foo Fighters, es uno de ellos. Bono, de U2, apoya: «compromiso». Y patrocinan empresas privadas: Youtube, Chevron, Boeing y filántropos de la banca. La diplomacia de Washington siempre ha creído que lo que es bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos. El secretario de Estado, Blinken, cantó en la presentación: Muddy Waters, Hoochie Coochie Man: hijo de una pistola.
Herbie Hancock también está en el proyecto. Su Cantaloop ya suena en los conciertos de los Embajadores del Jazz, la primera iniciativa del estilo con la que Estados Unidos estrenó la senda del soft power. La idea surgió con la Guerra Fría, cuando, al este del Potomac, decidieron competir con la potente y seductora oferta soviética. La CIA lideró aquel frente cultural, sin importarle poner en cabeza a los mismos ciudadanos negros brutalmente discriminados intramuros. Mississipi ardía, pero la cariátide USA debía ser negra para las colonias africanas que dejaban de serlo y que no podían caer del lado rojo de la Historia.
El imperialismo musical vuelve a tomar impulso en la verdadera guerra cultural del milenio. No es una conspiración. En la década de los setenta, en España, los singles más vendidos, además de artistas patrios, eran de músicos de Italia, Francia, Grecia, Holanda, Alemania, Suecia, México, Nicaragua, Cuba, Jamaica y Canadá. También de Reino Unido y Estados Unidos. Eran los años de Simon y Garfunkel, y el cóndor pasaba hablando en inglés, pero había espacio para otros acentos. En el siglo XXI, las lenguas de Europa han desaparecido de las listas de éxitos: solo vende el castellano, el inglés y lo que se canta en Miami, bro.
La música hermana, galvaniza y unifica como un imán. No hace falta un mensaje político. Lo único que necesita es que se escuche. Por eso mismo, y a pesar de John Cale, la música que no suena, no existe: y su lengua y su mundo, se ignoran con ella. En el Monsters of Rock de 1991, en Moscú, solo había un grupo ruso. Metallica tocó ante un mar de gente en el aeródromo Tushino, hoy de nuevo objetivo militar. Aquel día había banderas de Estados Unidos en la masa y soldados del ejército rojo quitándose la chaqueta mientras atronaba Enter Sandman: «Fuera la luz, entra la noche, toma mi mano, nos vamos al país de nunca jamás».
Extramuros es una columna informativa de Efecto Doppler, en Radio 3.
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