A mediados de los años noventa irrumpió desde Manchester una banda de niñatos deslenguados con ganas de comerse el mundo. Como una supernova (¿de Champagne?), iban a cambiar el depresivo panorama postgrunge mundial y liderar esa entelequia que a la prensa británica le dio por llamar britpop. Eran Oasis, y el brillo estelar de su música iluminó a tantos como a otros cegó su retorcido sentido del humor y su corrosiva verborrea.
Porque los hermanos Gallagher tenían la misma facilidad para crear himnos generacionales que para soltar galletas dialécticas gratuitas a todo músico o personaje público que anduviese cerca. Y si no andaba cerca ya se encargarían ellos de meterlo dentro del alcance de su radar. Célebre fue su enfrentamiento con Blur, reviviendo la piquilla imaginaria que en su día habrían protagonizado The Beatles y The Rolling Stones. Pero la cosa no se quedó ahí: a mediados de la última década del siglo pasado, no eras nadie si Liam o Noel no se acordaban de tu abuela. Es más, sus collejas verbales podían caer tanto a músicos rivales como a miembros de una banda amiga o a los de su propia formación. Tenían para todos.
Precisamente por esta querencia a soltar polémicas bombas de imprevisibles ondas expansivas, siempre llamó la atención cuando los hermanísimos se ponían tiernos y declaraban su sincero respeto por otros colegas. No es que las muestras de admiración musical escaseasen en sus declaraciones, pero digamos que fue tal la cantidad de cadáveres que dejaron en la cuneta de sus entrevistas, que cuando les daba por hablar bien de alguien, el afortunado era inevitablemente visto como un privilegiado superviviente. Hablamos de gente como Neil Young, John Lennon o Paul Weller. Y también de Richard Ashcroft, el «genio» al que dedicaron una de las canciones de su álbum más famoso.
(Whats the Story) Morning Glory? (1995) fue el segundo disco de Oasis y su catapulta definitiva hacia el éxito fuera de las Islas británicas. Ese éxito se debió, en buena medida, a que dejaron de lado parte de la energía guitarrera de su álbum debut, Definitely Maybe, para dar rienda suelta a los medios tiempos y baladas que se acabarían convirtiendo en seña de identidad de la banda. Precisamente fue con uno de esos temas más pausados, Cast no Shadow, con el que hicieron un guiño al entonces semidesconocido líder de The Verve.
Evidentemente, describir al Richard Ashcroft de aquel momento como músico casi anónimo es un poco arriesgado. En 1995, The Verve ya llevaba una interesante carrera a sus espaldas, lo suficientemente meritoria como para que una banda incipiente como la de Manchester se lo reconociese. Pero hasta la aparición de su siguiente disco, Urban Hymns, en 1997, no se puede decir que ni su líder ni su música fuesen reconocibles por el gran público. Por eso llama la atención el carácter silenciosamente profético de la dedicatoria que escondía el libreto del álbum en Cast no Shadow, un tema de esos que no son aptos para la radiofórmula, pero que se convierten en pequeñas joyas de nuestras escuchas personales y con el que quisieron homenajear a uno de sus mejores amigos en el negocio musical. A ese tipo que estaba tan delgado que no tenía ni sombra, pero que, sin que ellos lo supieran (o puede que sí), estaba destinado a sucederles en la cima del poprock británico.
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