Fútbol: ¿un boicot imposible?
Cada vez son más los aficionados al fútbol que se lamentan por la deriva que en las últimas décadas ha tomado el deporte más importante del mundo. Las reglas, las instituciones y muchos terrenos de juego siguen siendo los mismos que conocieron los hinchas de hace dos generaciones; sin embargo, hace tiempo que el deporte rey se dejó parte de su esencia por el camino.
El fútbol, por su éxito constante, no puede buscar culpables a su deriva fuera de sí mismo. Desde que nació, en la Inglaterra del XIX, ha ido extendiéndose sin pausa por el resto del mundo y, aunque se hizo fuerte en Europa y Latinoamérica, el viejo continente nunca ha dejado de dominarlo. Esta vez, por tanto, no hay rastro de la influencia de las potentes ligas norteamericanas en las que se prima el espectáculo por encima incluso de la propia competición deportiva. A pesar de ello, los campos de fútbol se llenan hoy de peinados estrambóticos, celebraciones irrespetuosas y actitudes impropias; programas que hace no demasiado tiempo se habrían considerado una auténtica basura dominan las audiencias; las portadas de los medios más sensacionalistas del ámbito periodístico difunden pseudonoticias a diario. Mientras tanto, los sueldos de las estrellas, los beneficios derivados de la explotación de sus derechos de imagen y la deuda de los clubes han seguido creciendo en plena crisis económica. El fútbol parece intocable, pero la acumulación de situaciones que merecen una seria crítica hace que resulte necesario plantearse si ha llegado el momento de que los hinchas hagan algo al respecto. Quizá es el momento de que el aficionado castigue su mayor pasión para que el fútbol vuelva a parecerse a lo que una vez fue.
Unos cimientos podridos
El fútbol fue pionero a la hora de abandonar el paraguas del olimpismo y profesionalizarse, debido en gran medida a su fulgurante éxito. Aquel arriesgado movimiento acabó siendo un acierto y pronto las distintas federaciones nacionales comenzaron un proceso de integración que acabaría conformando el conjunto de instituciones que, aún hoy, dirigen el fútbol.
A día de hoy, existen seis confederaciones regionales, las más importantes de las cuales son la UEFA europea y la CONMEBOL y CONCACAF americanas. Por encima de ellas se sitúa la FIFA (Fédération Internationale de Football Association), encargada de unificar criterios, difundir reglas y, muy importante, organizar los torneos internacionales como el Mundial. En poco más de un siglo de vida, la FIFA ha tenido nueve presidentes. El último de ellos, Issa Hayatou, la dirige en calidad de presidente interino, a la espera de que se resuelva la colosal trama de corrupción en la que está implicado su predecesor, el suizo Joseph Blatter.
Los tentáculos de la FIFA, impulsados por la fuerza del fútbol, llegan hoy hasta el último rincón del planeta: recientemente, el actual Presidente de la UEFA, Michel Platini, ha sido suspendido por haber recibido, presuntamente, un pago desleal del propio Blatter, con quien el francés ha sido siempre muy crítico; el secretario general de la CONCACAF fue despedido en agosto de este mismo año tras una investigación interna de su confederación; en Asia, el secretario de la AFC, Alex Soosay, tuvo que dimitir al demostrarse que en 2012 ocultó y alteró documentos para desviar dinero a las cuentas de su predecesor, suspendido de por vida tras intentar comprar votos para conseguir su reelección; por último, los escándalos en los que se han visto implicadas la CAF africana y la CONMEBOL sudamericana a lo largo de las últimas décadas son tan bochornosos como inabarcables.
Tal y como sucede en las tramas políticas de corrupción, la inmensa mayoría de los casos están interconectados; sin embargo, la FIFA ha conseguido ir un paso más allá, manchando el fútbol con sangre a través de la ramificación de una de sus redes. Aún quedan siete años para el comienzo del Mundial de fútbol de Qatar que se celebrará en pleno invierno de la península arábiga, pero en las obras de construcción de los estadios ya han muerto más de mil operarios. Con un sueldo medio por hora de poco más de medio euro, decenas de miles de inmigrantes y refugiados provenientes del sureste asiático han sido empleados por el gobierno estatal en condiciones de semiesclavitud. Sin medidas de seguridad y sin jornadas de descanso, a este ritmo podrían llegar a morir cinco mil personas antes del partido inaugural. El evento deportivo más importante del mundo tras los Juegos Olímpicos está convirtiéndose poco a poco y a la vista de todos en una verdadera tragedia.
Las instituciones a las que nos hemos referido organizan todas las ligas del mundo, la Champions League, la Copa Libertadores y, por supuesto, todos los torneos de selecciones. ¿Cuántos aficionados estarían dispuestos a dar la espalda a estas competiciones como forma de protesta? ¿Cuántos ignoran esta realidad? ¿Cuántos la ignoran voluntariamente? Y, sobre todo, ¿hasta qué punto la fidelidad de los aficionados garantiza la supervivencia de estos criminales?
La degradación de los héroes
En 2011, un grupo de raperos de Cádiz (FRAC) publicó un álbum que incluía una canción que, a través del boca a boca y los foros de internet, fue popularizándose entre los aficionados. «Odio eterno al fútbol moderno» expresaba a la perfección la nostalgia que despierta en muchos hinchas el viejo fútbol de los domingos a las cinco, las tardes de radio y los estadios a reventar. FRAC dio en la tecla con un estribillo que ironizaba con la evolución del nombre de la liga española, ahora Liga BBVA, y triunfó amontonando, uno sobre otro, los nombres de aquellos jugadores normales que saltaban cada fin de semana al campo para ayudar a su equipo. Y es que, aunque en el fútbol siempre ha habido categorías, hubo épocas en las que las estrellas más rutilantes seguían un código de conducta similar al de los defensas más aguerridos. La desaparición del carácter primigenio del balompié hace que muchos echen de menos todo lo que rodeaba aquella esencia: los campos embarrados, los clubes históricos o las antiguas equipaciones, libres de publicidad. Pero, sobre todo, se recuerdan los rostros de aquel deporte tan auténtico: los viejos héroes del fútbol.
El resultado de este proceso es la idealización del fútbol del siglo XX, germen, después de todo, del actual. En el deporte, como en cualquier otro ámbito, no todo tiempo pasado fue necesariamente mejor, pero este fenómeno, que continúa extendiéndose entre los aficionados que conocieron otras épocas del fútbol, invita a someter a los protagonistas del circo en el que se ha convertido el deporte rey a una crítica que, necesariamente, debe comenzar por sus rostros más reconocibles. En los últimos años, Lionel Messi y Cristiano Ronaldo han construido una de las rivalidades más grandes de la historia del deporte. Es evidente que su pugna personal, alimentada por la de sus clubes, ha catapultado su nivel futbolístico y el de sus equipos. Pero no puede escapársenos que uno de ellos ha sido acusado formalmente de fraude fiscal y otro, aunque no se ha visto envuelto en ningún lance similar, ofrece un modelo de comportamiento penoso para las decenas de millones de niños que le idolatran. Lamentablemente, no son casos aislados: algunos de sus compañeros de equipo han sido suspendidos por agredir salvajemente a otros rivales; otros se han visto involucrados en delitos de conducción temeraria, chantaje y extorsión; varios acumulan, de nuevo, importantes deudas con la hacienda pública. ¿Por qué los clubes no toman medidas contra estos jugadores? ¿Por qué no se resiente la valoración de los derechos de imagen de los futbolistas que tienen problemas con la justicia? ¿Cuántos de sus admiradores han tirado sus camisetas a la basura?
Hace tiempo que los deportes en general y el fútbol en particular se han convertido en un método de promoción social que, cuantitativamente, resulta prácticamente irrelevante; sin embargo, el sueño de éxito deportivo tiene un enorme valor cualitativo: los padres vuelcan sus esperanzas en el niño que muestra aptitudes y este responde exagerando hasta el extremo su comportamiento. Los peinados estrambóticos, los tatuajes, las botas de marca y las celebraciones ridículas conquistan rápidamente los campos de entrenamiento de todo el mundo. Manifestaciones culturales perfectamente legítimas que, transformadas en identificadores que otorgan estatus a sus poseedores, se han convertido en una pieza más de la ingente mercadotecnia que explota un deporte que vende el sueño del progreso a millones de personas en todo el mundo.
¿Cómo no va a echar de menos el viejo aficionado las ruedas de prensa de Luis Aragonés o celebraciones como las de Hristo Stoichkov o Juanito cuando marcaban un gol? Pero, de nuevo, el rechazo a las formas de este espectáculo global no se traduce en críticas a los nuevos mitos, aunque sean vigoréxicos o evadan los impuestos que pagarían una mejor educación para los niños que sueñan con ser estrellas. Tampoco los futbolistas, como colectivo, han sabido poner en valor el comportamiento ejemplar de esa mayoría de deportistas que dignifican la disciplina que practican. El corporativismo propio de las profesiones sometidas a una fuerte exposición pública provoca que se alcen pocas voces desde dentro del mundo del fútbol contra los comportamientos impropios de ciertos profesionales. Y, ante la inacción de las instituciones, los aficionados y los propios jugadores, el fútbol continúa olvidándose a sí mismo.
El esperpento mediático
Si hay algo todavía más esperpéntico que el comportamiento de los hombres que dirigen y protagonizan el fútbol, es la vergonzosa evolución de la prensa deportiva tradicional, que no solo hace mucho tiempo que dejó de poder denominarse prensa, sino que ha conseguido no merecer siquiera el calificativo de deportiva. Copiando los peores vicios de la prensa del corazón, primero la radio y la televisión, pero poco a poco, también, la prensa escrita, encontraron en el fútbol el reclamo perfecto para masculinizar unas estrategias mediáticas que se habían mostrado sumamente efectivas. En la actualidad, la mayoría de los programas especializados emplean unas tácticas informativas que hace solo una generación hubieran provocado el plante de los periodistas de cualquier medio. Debates absurdos, sobre temas irrelevantes, elevados a la categoría de noticia y desarrollados entre gritos e insultos; bufones disfrazados de periodistas y con un protagonismo exagerado vierten constantemente opiniones incendiarias para provocar la reacción de los espectadores; mujeres florero adornan las páginas de los periódicos y los platós de televisión; y, por supuesto, se avanzan centenares, miles, de supuestas exclusivas que solo se desvelan después de la publicidad y demuestran que el gremio del periodismo deportivo olvidó hace tiempo que ofrecer una exclusiva consiste en ser el primero en difundir una noticia real.
Además y aunque los amplísimos tramos horarios ocupados por los programas deportivos merecerían una reflexión sobre el papel, cada vez más importante, que el fútbol tiene como anestésico social, una crítica estrictamente periodística revela que los contenidos de escasa calidad y bajo presupuesto se han impuesto en este sector de la prensa. A pesar de ello, continúan proliferando programas, páginas web e incluso canales especializados y medios deportivos cada vez más degradados mantienen las mayores tiradas y audiencias en los países donde el fútbol es religión.
El debate que pretende dirimir si la culpa de la desintegración del periodismo es de la audiencia o de los propios medios es muy profundo y posiblemente no pueda resolverse de una forma plenamente satisfactoria. En cualquier caso, es obvio, incluso para quienes cargan más decididamente contra los periodistas, que los aficionados, lejos de dar la espalda a los medios, han abrazado el sensacionalismo y celebran las calumnias más evidentes. ¿Hasta dónde tendría que llegar un medio deportivo hoy en día para que su audiencia le dé la espalda? Tristemente, en la actualidad ya no son la prensa ni la audiencia las que marcan los límites del periodismo deportivo; lo único que frena la explosión de basura que generan los medios más potentes del sector es la legislación relativa a la libertad de expresión, que declara ilegales algunas prácticas que, probablemente, tendrían una gran acogida entre la audiencia.
¿Un nuevo aficionado al fútbol?
¿Cabe esperar que el fútbol se regenere por sí solo? ¿Se transformarán sus instituciones, cambiarán los futbolistas o recuperará su dignidad la prensa deportiva por arte de magia? Aunque en cada uno de estos ámbitos, que son tan solo algunos de los muchos en los que se concretan las actividades económicas relacionadas con el fútbol, hay colectivos de personas trabajando por cambiar las cosas, es poco probable que tengan éxito. Los políticos, jugadores y periodistas que luchan por la regeneración del fútbol necesitan un nuevo público. Necesitan aficionados críticos.
¿Qué puede hacer un hincha para tratar de evitar que sigan muriendo operarios contratados por quienes llenan de petrodólares las arcas de su equipo? Lo cierto es que plantear un boicot al fútbol se antoja una quimera. Es tal su importancia social, que muy pocos aficionados estarían dispuestos a semejante renuncia; además, aparece aquí un problema añadido e inherente a casi cualquier boicot que pueda plantearse: aquellos consumidores que están dispuestos a hacer una campaña de este tipo no son, en absoluto, los que más gasto destinan a la actividad boicoteada, de tal manera que su movilización tiene poco alcance. A pesar de ello, estas dificultades no implican necesariamente que sea imposible influir en el fútbol.
Un aficionado crítico no comprará la camiseta de un jugador al que no respete. Por muchos triunfos que dé a su equipo del alma, no podrá admirarle personalmente; será exigente con la prensa y consumirá información a través de alguno de los muchos medios independientes que han comenzado a llenar el vacío de las discusiones tácticas y las entrevistas en profundidad. Su actitud influirá en las instituciones que dirigen el fútbol y, eventualmente, considerará insoportable que al otro lado del mundo muera gente para organizar un torneo mientras una banda de corruptos se lucra con la tragedia de miles de refugiados. Para ese aficionado, volver a disfrutar del fútbol pasará por convertirlo en una actividad sostenible, no solo económica, sino también moralmente. Esa transformación exigirá la de cada hincha, que deberá valorar críticamente el comportamiento de los jugadores de su club y los medios de comunicación. Finalmente, cuando todos los seguidores de un equipo se muevan, cada uno en la medida de sus posibilidades, en la misma dirección, su club y su federación irán tras ellos. Y con ellos las estrellas, y con ellas el mercado del fútbol. Y entonces, cuando necesitemos inventarnos héroes (siempre lo necesitamos), podremos buscarlos de nuevo en el espectáculo que ha conquistado el mundo.
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