¿Quién mató a Roland Barthes?
A la salida de una comida en la que se había reunido con François Mitterrand (quien un año después se convertiría en presidente de la República Francesa), Roland Barthes fue atropellado por una furgoneta, accidente que en un mes llevaría a Barthes a una tumba en Urt, ciudad del País Vasco francés donde ya reposaba su añorada madre. Este triste incidente demuestra una vez más que cuando fuerza bruta e intelecto chocan, la primera siempre lleva las de ganar.
En su momento, la muerte de Barthes fue tomada como una fatalidad más. Algunos listos, espécimen que no faltaba precisamente en su entorno, salieron con que si la muerte de su madre le había dejado mustio (lo cual era bien cierto) y casi que se había dejado llevar (por la furgoneta). Interpretación psicoanalítica clásica: él se lo había buscado. Pero el consenso fue que, como dice el cliché, los sabios son muy despistados: el viejo Barthes iría pensando en sus cosas camino del Collège de France y fiu, crash, catapum, caput.
El problema es que con una explicación tan pedestre no se monta una novela, y el personaje de Barthes exige una novela. Célebre crítico literario durante más de treinta años, Barthes había conseguido popularizar la semiología con textos como su Mitologías, insospechado éxito de público que sin embargo no minó su prestigio académico. Barthes también había puesto al alcance de todos conceptos como el grado cero de la escritura (título de su primer libro) o la muerte del autor, nociones que se pueden sacar en cualquier conversación literaria y que aparentan mucho sin tener que entrar en detalles.
Y, lo que no es menos importante para explicar su fortuna (primera acepción) (esto es un guiño sin demasiada gracia, así que no importa que no se pille), Barthes siempre estuvo rodeado de los más destacados mandarines de la inteligencia (¿?) francesa de la segunda mitad del siglo XX, lo que vino en llamarse french theory (así, en inglés, pues fue en las universidades norteamericanas donde este grupo de pensadores tuvo mayor influjo, quizá por problemas con la traducción). Esta peña estaba compuesta por, entre otros, Foucalt, Lacan o Derrida; para algunos luminarias, para otros iluminados. En realidad, se puede considerar a esta camarilla de diversos intelectuales, que tuvo su esplendor en la incertidumbre postsesentayochita, como el dream team del bavardage (palabra que tiene traducción al castellano, pero que queda mejor en el original), un gigantesco caso de malinterpretación en el que historia intelectual e historia del humor se confunden. Para que luego digan que los franceses no tienen gracia.
Así que, para empezar de una vez por todas, paradójicamente a Barthes solo le faltaba un autor que le convirtiera en héroe. Y no ha podido tener más suerte con el que le ha caído en gracia, nada menos que Laurent Binet, superdotado escritor que irrumpió en el panorama literario francés en 2010 con HHhH, extraordinario libro que a menudo se califica incorrectamente como novela (y mira que dejó bien claro que no, que todo es verdad, lo juro), en el que Binet narraba la vida y ejecución del verdugo nazi Reinhard Heydrich a la vez que detallaba el propio proceso de redacción, un poco al estilo de la también mal llamada autoficción, corriente renovadora que ha propiciado algunos de los más interesantes e innovadores libros de la reciente literatura francesa y que cuenta entre sus practicantes a Emmanuel Carrère (el más famoso) o Annie Ernaux (la mejor). En España, sería fácil identificar este estilo en los libros de investigación de Javier Cercas.
Tras este sorprendente debut, hemos tenido que esperar cinco años para descubrir la nueva novela de Binet (entre medias escribió un testimonio sobre la campaña presidencial de Hollande: a él también lo engañó). Y nada nos había preparado para encontrarnos con La séptima función del lenguaje, una obra maestra (si tan devaluado calificativo sigue significando algo) en la que Binet se adentra en el mundo de la semiología para acabar desvelando una trama conspirativa de alcance casi inconcebible. El título hace referencia a las seis funciones del lenguaje descritas por el lingüista de origen ruso Roman Jakobson, a las que Barthes habría añadido una nueva con la capacidad de desestabilizar el orden mundial. Entre investigaciones policiales intercontinentales, espías que vienen del frío, artimañas políticas de la peor calaña, encontronazos académicos que acaban en sangre y una competición internacional de justas retóricas, Binet juega con todos los recursos de la novela postmoderna con tal dominio y precisión que la lectora no sabe si dejarse llevar por el puro disfrute narrativo o meterse de lleno en las numerosas cuestiones filosóficas y existenciales planteadas. Como habrá pensado más de uno, es obvia la relación de La séptima función del lenguaje con El péndulo de Foucault (además, Umberto Eco es un personaje clave en la novela), aunque, por supuesto (es un escritor francés), las referencias no acaban ahí, y puestos a buscar conexiones excéntricas, la que más ilusión nos hace es la que vincularía La séptima función del lenguaje con El día del Watusi (aunque, claro, todo en este mundo evoca la novela de Francisco Casavella).
A un nivel superficial, se podría ver La séptima función del lenguaje como una buddy movie, con dos memorables investigadores principales: Jacques Bayard y Simon Herzog. Bayard es el rudo policía (su ídolo y modelo es el comisario Maigret) encargado de descubrir primero si la muerte de Barthes fue accidental o planeada, y después de encontrar el documento en el que el finado habría descrito su descubrimiento. Bayard no tiene ni idea de todo esto de semiología y tal, así que tiene una posición privilegiada para acompañar al lector en sus descubrimientos. Uno de los puntos fuertes de Binet es que sabe explicar conceptos muy sofisticados y nada perspicuos con una sencillez que los hace asimilables no ya para Bayard, sino para el lector más ceporro. Binet admite que pese a su exhaustiva documentación sigue sin comprender mucho de lo que decía esta banda (aparte), y que seguro que ha metido la pata muchas veces, pero como, total, tampoco hay nadie que pueda decir que los comprende del todo, pues adelante con los faroles. El personaje encargado de guiar a Bayard en este mundo de postulados e imposturas es Herzog, joven doctorando de la muy roja Universidad de Vincennes, que posee una habilidad holmesiana para deducir vida y milagros de cualquier persona tras un simple vistazo gracias a su dominio de la semiología.
Si Bayard y Herzog son arquetipos literarios a los que Binet mira con simpatía, La séptima función del lenguaje está repleta de personajes reales a los que Binet da un tratamiento igualmente mitológico y hacia los que muestra un no por cariñoso menos evidente ánimo de cachondeo. Junto a tótems culturales como Julia Kristeva o John Searle (a los que Binet agrega unos comportamientos ficticios que a lo mejor no han sido completamente de su gusto) o figuras políticas que más allá de Giscard d’Estaing o Miterrand a la lectora española le pueden sonar poco o nada, los indiscutibles héroes bufos de la novela son Philippe Sollers y Bernard-Henri Levy (BHL). Cierto que, sobre todo este último, es un objetivo fácil, pero Binet no se ha podido resistir a que encarnen todo lo que de egocéntrico, exhibicionista y charlatán tiene el intelectual francés prototípico.
Pese a que La séptima función del lenguaje es uno de esos libros que se leen sin descanso, hay momentos en los que la lectora tiene que dejar el libro de lado, ponerse de pie y aplaudir. Otras interrupciones son menos planificadas, como cuando el lector se revuelca en el suelo víctima de un ataque de risa. Capítulos como aquel en el que varios personajes se enteran por el telediario de la muerte de Barthes o escenas como las diversas justas retóricas, nos hacen sospechar que el mismo Binet domina la séptima función del lenguaje o al menos otras que le otorgan el don supremo del narrador de historias. En diversos pasajes de la novela, Simon se pregunta si él mismo no estará viviendo dentro de un libro: es improbable que una persona viva tal cantidad de aventuras en tan poco tiempo. Pero Simon cree que el novelista que le está escribiendo es un chapucero, pues su historia está llena de disparates e incongruencias. No se trata de que Binet se esté cubriendo las espaldas ante posibles críticas (como la verosimilitud y todas esas sandeces), sino una demostración más de su superación de la novela moderna: ya no tiene que estar mal visto divertirse.
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