Si Quentin Tarantino hubiese admitido abiertamente haberse inspirado en City on Fire para dar forma a su genial Reservoir Dogs, probablemente habría atajado cualquier polémica sobre un posible plagio. Eso fue precisamente lo que ocurrió cuando los hermanos Coen afirmaron que El gran Lebowski era su particular homenaje a un rocambolesco clásico de Hollywood estrenado en 1946: El sueño eterno.
Efectivamente, el cóctel protagonizado en 1998 por Jeff Bridges tiene muchas partes de este clásico de la época dorada del cine, producido en un tiempo en el que se podían fabricar sueños mientras seguía su curso el mayor conflicto bélico de la historia. De hecho, aunque la película llegó a los cines casi un año después del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Japón, diversos elementos de la película delatan que se rodó en plena ofensiva aliada. En cualquier caso, El sueño eterno no mira hacia el viejo continente, sino al interior del país que se estaba convirtiendo en potencia hegemónica al mismo tiempo que suspiraba por el matrimonio de Humphrey Bogart y Lauren Bacall. Tal era la popularidad de la pareja, que tras su boda el estudio decidió rodar escenas adicionales y estrenar, solo unos meses después de la película original de Howard Hawks, una versión que alteraba ligeramente el guion adaptado de William Faulkner y pretendía explotar, todavía más, la química entre ambos.
Sin embargo, a pesar de la pléyade de estrellas que forman la constelación de El sueño eterno, si hay algo por lo que destaque la película de la Warner es el laberíntico caso en el que se ve inmerso el detective Philip Marlowe: prácticamente imposible de seguir, el argumento del film parte de una desaparición para acabar relacionándose con los diferentes estratos del mundo del hampa y también, aunque sutilmente debido a la censura, con diversas problemáticas como la homosexualidad.
Escena tras escena, Marlowe rompe corazones al mismo tiempo que acaba con nuestras ideas preconcebidas sobre lo que creíamos que era el mundo del crimen; en menos de dos horas, el personaje original de Raymond Chandler nos saca de nuestro engaño: los norteamericanos que viven al otro lado de la ley no solo se disparan, también se enamoran, enfrentan y negocian. Algunos, incluso, recorren diariamente la distancia entre ambos mundos a través de los sinuosos caminos que conectan los barrios respetables con los bajos fondos de su sociedad.
Al llegar junto al detective Marlowe al centro del laberinto, el espectador puede sentirse desconcertado; muy probablemente no recordará cómo ha llegado hasta allí. Por suerte, Bogart y su actitud de mascarón de proa de la historia del cine han ido dejando a su paso un ovillo que podemos seguir para tener algo de perspectiva: en El sueño eterno lo importante no es quién ha desaparecido, ni por qué un criminal decidió liquidar a otro tipo en una cabaña solitaria. En realidad, a nuestro guía todo esto parece traerle sin cuidado; la única certeza es que, mientras avanzan a través de su película, él y Lauren Bacall nos enseñan cómo habrá que empuñar un arma o encenderse un cigarrillo durante el resto del siglo XX. Los hermanos Coen se dieron cuenta de ello y, al filo del nuevo milenio, homenajearon a Marlowe dotándole de un nuevo estilo. Eso sí, ellos dejaron muy claro qué es lo que quería su detective: una alfombra. Daba ambiente a la habitación.
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