Corría el año 1984 y la Argentina vivía el renacer de la democracia con una extrema cautela. Los militares recién apartados del poder mediante las urnas gozaban de libertad y cierta impunidad. Una fría noche de aquel año, el genocida Luciano Benjamín Menéndez salió de los estudios de televisión de Canal 13 y se encontró con un grupo de manifestantes de organismos de derechos humanos que le expresó su repudio. El chacal sacó un puñal de su abrigo dispuesto a acallar aquellas voces tan disonantes con su modo de ver la vida. Dos acompañantes de Menéndez impidieron el ataque y un osado fotógrafo inmortalizó la imagen que enmudeció a los argentinos horas después. Esa foto fue la constatación más espantosa de que todos los argentinos seguían en peligro.
Ese recuerdo de hace casi veinticuatro años hoy vuelve a provocar estupor. Luciano Benjamín Menéndez ha muerto, a los noventa años, mientras purgaba trece condenas a prisión perpetua por numerosos crímenes de lesa humanidad. Es considerado un ícono de los métodos más crueles utilizados por el terrorismo de estado entre 1976 y 1983. Pero el aporte más demencial a la historia negra de la Argentina fue la creación de los dos primeros centros clandestinos de detención del país: La Escuelita de Famaillá, en Tucumán, y Campo de la Ribera, en Córdoba. Aquellos verdaderos templos de la muerte y la tortura se replicaron por decenas en todo el país. Menéndez había inaugurado uno de los métodos más siniestros para, como ellos decían, «vencer al enemigo marxista».
Apodado la Hiena por su crueldad con los prisioneros, Menéndez fue comandante del Tercer Cuerpo del Ejército, con sede en Córdoba, pero alcanzó un poder absoluto sobre las diez provincias del noroeste argentino. A mediados de los años sesenta, fue alumno de la llamada «escuela contrarrevolucionaria francesa» y en los setenta viajó al campamento de Fort Lee, en Estados Unidos, para conocer la Doctrina de la Seguridad Nacional, la que dio paso a la intervención de las fuerzas armadas en conflictos internos de los países del tercer mundo.
Acumuló cerca de ochocientas imputaciones por delitos de represión, y en uno de los juicios que lo condenó a perpetua pronunció un extenso discurso en el que defendió la represión ilegal frente al «fantasma del comunismo», justificó los crímenes de lesa humanidad como «crímenes de guerra» y desconoció a la justicia civil.
Uno de los peores momentos de su vida llegó en 2001, cuando perdió su rango militar, y la Corte Suprema de Justicia de la Nación confirmó la primera condena a prisión perpetua. Luego llegaron una a una las trece sentencias a la máxima pena. Menéndez escuchaba cada veredicto con la mirada perdida, sin prestar atención a los dictados de la justicia civil, la que tantas veces había despreciado.
Durante una entrevista en 1982, Menéndez aseguró que «los desaparecidos desaparecieron y nadie sabe dónde están, lo mejor será entonces olvidar». Enorme error de cálculo del general asesino. Desde aquellos años, Abuelas de Plaza de Mayo no paró de buscar a sus nietos. En la actualidad, ciento veintisiete personas, muchas de ellas nacidas en los centros clandestinos de detención creados por Menéndez, han recuperado su identidad. La memoria atravesó los años, venció al olvido y sigue buscando. La muerte de un genocida como Menéndez no es para celebrar ni para lamentar, es para consolidar la búsqueda, ratificar la memoria y seguir gritando Nunca Más.
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