«El sistema no castiga a sus hombres: los premia. No encarcela a sus verdugos: los mantiene».
Rodolfo Walsh
Con la muerte de Reynaldo Bignone, el último dictador que gobernó en la Argentina y entregó el poder a un presidente democrático, se extingue una raza de genocidas que fallecieron condenados, muchos de ellos en cárcel común. Se cierra una etapa en la Argentina, la más negra, la más sangrienta, la más dolorosa. La lucha por Memoria, Verdad y Justicia que han llevado adelante los organismos de Derechos Humanos ha sido una bandera durante décadas. Abuelas y Madres de Plaza de Mayo son el emblema más conmovedor de toda la historia argentina. En cualquier parte del mundo, una mujer con un pañuelo blanco sobre su cabeza es símbolo de un reclamo inclaudicable.
Tras la muerte de los principales jerarcas, quedan genocidas de menor rango, que fueron la mano de obra del horror. Los ejecutores de las órdenes que venían desde los despachos castrenses. Los verdugos que recorrían a diario los centros clandestinos, llevando a cabo el plan de exterminio. Miraban los rostros de las víctimas y decidían quién vivía y quién moría; quién era arrojado al río. Elegían el destino de los bebés arrancados de los vientres de madres torturadas.
En medio de un brutal cambio de época, que vive la Argentina y el resto de América Latina, hay en ciernes una seria posibilidad de que un centenar de genocidas presos y con varias penas sobre sus espaldas, puedan ser beneficiados con prisión domiciliaria e, incluso, con excarcelaciones. Como siempre, cuando se trata de una mala noticia, los rumores comienzan en forma de susurros, nadie lo puede confirmar. Con el paso de los días, la constatación se hace más contundente y a la gente les estalla en la cara. Represores libres, frente a tu casa, viajando en el metro, junto a tu mesa en un restaurante.
Los nombres que conforman la lista aterran. Son sinónimos de muerte, tortura, desaparición, apropiación. Son noventaiséis represores, todos mayores de setenta años, uno de los requisitos que establece la ley para recibir el beneficio de la prisión domiciliaria. Jorge Tigre Acosta; Julio Simón, alias el Turco Julián, y Christian Von Vernich, excapellán de la Policía Federal, son tres de los condenados que podrían ser beneficiados.
Un preludio de esto mismo ocurrió a principio de 2018, cuando la justicia le otorgó la prisión domiciliaria a Miguel Echecolatz, expolicía condenado en seis causas por delitos de lesa humanidad que abarcan robo de bebés, secuestros, torturas, asesinatos y desapariciones. Ante la consternación de los vecinos, Echecolatz purga la prisión domiciliaria en una casa a las afueras de Mar del Plata, el paraíso del turismo para la clase media argentina. Echecolatz fue condenado a perpetua gracias al testimonio clave de Jorge Julio López, testigo y querellante que desapareció el 18 de septiembre de 2006, día en el que se iba a conocer la sentencia. López nunca apareció.
Hace un año la Corte Suprema de Justicia otorgó para un represor una conmutación pena que se denominó «el 2 x 1». De inmediato surgió una catarata de pedidos de otros genocidas condenados para obtener ese beneficio. La gente se volcó a las calles con una espontaneidad que estremeció. El repudio fue tan contundente que esos pedidos no prosperaron.
«Esto se revierte en la calle», dice Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo. Como cada intento de retroceso en cuestiones de Derechos Humanos, resistir es la clave. Gran parte de la sociedad argentina sabe que solo sirve juntarse y marchar en momentos aciagos. Y este es uno de esos.
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