Breve historia crítica del periodismo (I): introducción
Esta es la introducción a una serie de artículos que pretenden construir una breve historia crítica del periodismo. Breve, porque una materia tan compleja como la historia del cuarto poder quedará embutida en el espacio que ocuparía el capítulo de cualquier libro. Y crítica porque, además de apretado, el producto final aspira a ser picante. Si sale bien, la lectura de los próximos seis artículos se le repetirá de vez en cuando.
¿Por qué escribir una serie de artículos que, uno tras otro, conformen una breve historia del periodismo? Para empezar, en orden de importancia, porque ya tengo parte del trabajo hecho y su síntesis y difusión gratuita a través de esta, nuestra revista cultural favorita, puede resultar útil para aclarar ideas y crear sinergias. Es lo que recomiendan hacer los anuncios de los cursos de mindfulness (y de trading) en los anuncios de YouTube: algo bueno tendrá que tener. Pero, sobre todo, creo que el intento merece la pena porque los sitios que informan sobre la historia de la propia información son, ya me perdonarán, tremendamente aburridos. Ya saben, lo más fácil es toparse con un pedazo de esa Historia que se pretende aséptica, pero esconde su (inevitable) subjetividad tras un calculado distanciamiento. Frente a ello, acometeremos en este y sucesivos artículos el recorrido que lleva desde la aparición de la prensa hasta la actualidad observando el paisaje como el niño que va de viaje y mira extasiado el horizonte. Es decir, trataremos de sorprendernos, preguntar por el pasado e imaginarnos el futuro; no descartamos parar por el camino ni tampoco que nos entre prisa por llegar a nuestro destino.
Dicho esto, ¿cómo hacer una breve historia de los medios? La propia pregunta contiene parte de la respuesta, porque lo breve debe ser necesariamente divulgativo si no quiere resultar inútil. En cualquier caso, la buena divulgación consigue ser profunda sin abandonar por ello la claridad de ideas. En realidad, nunca hay excusas: el formato no tiene más límites que los que impone el autor.
¿Qué cabe esperar, entonces, de una serie de artículos sobre la historia del periodismo? Por lo menos, un recorrido organizado en etapas claras y concisas. En este caso, además, una especial atención al comienzo y el final del viaje periodístico, en un intento por relacionar el momento que fijó el rumbo y los peajes que ha ido pagando la profesión.
Con el objetivo claro, solo resta revisar el navío y calibrar nuestros instrumentos de navegación. La ciencia histórica tratará de mantenernos a flote, pero será el propio periodismo el que hará las veces de norte magnético. Seguiremos el rastro del conjunto de actividades encargadas de la obtención, elaboración y difusión (a través de diversos medios) de la información; y siempre que podamos buscaremos entre ellas, siguiendo a Treserras (Cultura de masas y posmodernidad, 1994), las distintas modalidades discursivas, las vías más o menos sutiles que la profesión va encontrando para influir en el conjunto de la sociedad. Buscamos no solo la técnica, sino también sus objetivos; es por ello que, siempre que debamos repensar nuestro recorrido o conocer nuestra posición relativa, acudiremos a la guía de la Filosofía de la Historia y de las Ciencias Sociales.
De hecho, antes de salir de puerto debemos aclarar algo que tiene que ver con las Humanidades en general y la disciplina histórica (también conocida como Historiografía) en particular. Y es advertir que esta no consiste solo (porque no puede) en el método sistemático que empleamos para conocer el pasado, sino también en el arte con que hacemos que dicho pasado aterrice en nuestro presente. Algo que siempre haremos, además, inevitablemente influenciados por los nubarrones que intuimos (sean estos reales o imaginarios) en la línea del horizonte. No estamos hablando, o no solo, de escudriñar lo que ocurrió ni de reconocerlo para no repetirlo; tampoco de aprender a aventurar lo que sucederá. Hablamos sobre todo de entendernos a nosotros mismos; hoy, en el ahora. La Historia no consiste tanto en reconocer cuándo y por qué emprendimos uno de los múltiples caminos que nos pueden llevar al naufragio como en entender las implicaciones del que, efectivamente, estamos recorriendo.
Durante mucho tiempo, quizá porque es lo más intuitivo (pero no solo por eso), los hombres observaron la historia de izquierda a derecha: como una cadena de acontecimientos formada por eslabones (causas, efectos, causas, efectos…) que conectaban cualquier tiempo pasado con el presente. La Historiografía consistía, desde este esquema, en proyectarse hacia un momento y lugar de la línea del tiempo y abrirse paso a machetazos a través de una selva de fuentes de información, todavía inexploradas, hasta llegar a un claro del bosque del que se tuviera noticia. De allí partiría un camino conocido, una hipótesis afortunada, que nos traería de vuelta sanos y salvos a nuestro tiempo. Generaciones de historiadores realizaron durante siglos un trabajo ímprobo de documentación, convencidos de que la gran clave de su trabajo era la obtención de toda la información disponible para alcanzar, a través de su síntesis, una comprensión del pasado lo más completa posible.
Tenían razón, por supuesto; pero en su empeño pasaron por alto durante mucho tiempo algo en lo que repararon diversos autores hace ya un siglo (aunque algunos no hayan querido enterarse todavía). Fue en la Europa de Entreguerras o, más concretamente, en algunos sitios como Cambridge (Inglaterra) en los que gente con dinero y tiempo libre se reunía los viernes a la noche para beber brandy (esto me lo estoy inventando) y acuñar términos como presentismo histórico (esto no me lo estoy inventando). Un concepto que pone en relación la Filosofía de la Historia con dilemas profundos y muy longevos sobre la naturaleza del tiempo y que habitualmente se sintetiza en una recomendación básica, envasada al vacío, que los estudiantes de Historia recibimos en las primeras clases de la Universidad: «no proyectes juicios propios del presente hacia el pasado» (o algo así). Pero ¿es eso todo? ¿Es posible soslayar uno de los grandes problemas de la Historiografía con un consejo tan simple? En realidad, las implicaciones del presentismo eran mucho más profundas.
Quizá lo más importante (y más difícil) fue asumir que no podemos evitar mirar la historia (con minúscula –o sea, los hechos conocidos del pasado–) de derecha a izquierda. Es decir, dando un sentido propio, desde el presente, al modo en que la Historia (con mayúscula –la ciencia que busca conocer y explicar el pasado–) conduce el pasado hasta nosotros. También al pensar en la historia del periodismo, que era de lo que habíamos venido a hablar, debemos prevenirnos ante la fiebre del presentismo: no podemos evitar que en nuestra bodega se cuele como polizón un conocimiento, quizá fraccionado, pero normalizado y consensuado, de lo que ocurrió en el pasado de la comunicación y el periodismo. Y no podemos evitar, tampoco, que nuestro viaje transforme la perspectiva desde la que observamos el pasado del periodismo, aquello que partimos inmediatamente a buscar.
Por último, también hay que tener en cuenta que ni siquiera esto, que para muchos todavía es contraintuitivo, resulta demasiado original. Si queremos dirigirnos hacia la objetividad, aunque no podamos alcanzarla, tenemos que asumir que en este campo la subjetividad es acumulativa: esto mismo les ocurrió a todos los hombres y mujeres que nos precedieron; especialmente a los que tenían suficiente dinero y tiempo libre como para dedicarse a escribir sobre periodismo e historia, con letras mayúsculas y minúsculas. Algunos de ellos fueron tan inteligentes como para guiar nuestros pasos en la dirección adecuada hace ya más de quince siglos. Así pues, tengamos presente a San Agustín, que dijo algo así como que la memoria es el presente del pasado y salgamos por fin de puerto recordando que la historia, siempre, cambia con cada presente.
Un itinerario para el periodismo
Si los vientos nos son propicios y las corrientes no nos lo impiden, a lo largo de otros cinco artículos recorreremos, uno a uno, los siglos que atraviesan las etapas clásicas del periodismo. A saber:
- Periodismo antiguo o artesanal: el de los siglos XVII y XVIII, que van desde la aparición de la imprenta hasta el siglo de las luces, primero; y desde la irrupción de su brillo al estallido de las revoluciones burguesas, después.
- Periodismo moderno o liberal: que se extiende a lo largo del siglo XIX, cuando la prensa alcanzó su mayoría de edad peleando por sus derechos y adquiriendo deudas.
- Periodismo contemporáneo o industrial: que nosotros dividiremos también en dos entregas, porque la prensa de masas impresa en el siglo XX tiene poco que ver, televisión mediante, con la era digital del XXI.
Pero antes de todo esto, pensemos hoy en las primeras leguas de nuestro viaje; las que recorren el tiempo anterior a la imprenta de la misma manera que la Historia Antigua y la Prehistoria atraviesan todo lo que ocurrió antes de Cristo. Porque, digámoslo ya, el ingenio de Gutenberg (en ambos sentidos de la expresión) supone el anno Domini del periodismo: en realidad, el orfebre de Maguncia se limitó a sintetizar diversos mecanismos previos, creando uno propio; sin embargo, la propia historia de las religiones demuestra que la revolución es muchas veces sincrética. Simplificar, mezclar, crear un producto final accesible… Bordeando la blasfemia, nos preguntamos si cabe plantearse la existencia de una Prehistoria del cuarto poder.
Lo cierto es que no podemos considerar como periodismo la recogida de información privada ni la difusión de noticias por parte de los poderes públicos que conocimos, por ejemplo, en la Roma Antigua (Julio César impulsó el Acta Diurna en el 59 a.C.) o en el Imperio Chino de la segunda dinastía (donde se estandarizó, ya a comienzos del siglo III d.C., la impresión xilográfica). Este tipo de publicaciones carecían de vocación informativa y, aunque es cierto que algunos medios (como, por ejemplo, el diario ABC) han hecho de la propaganda más descarada su gran seña de identidad, estos suelen cumplir con otros estándares de la profesión como la periodicidad de su publicación y la capacidad de reproducción generalizada, a lo largo de un territorio, de sus contenidos.
Resulta evidente que estos criterios para la definición de los medios de comunicación surgen, precisamente, de una psicología (la nuestra) moldeada por la imprenta. Al fin y al cabo, ya dijo Francis Bacon en su Novum Organum (1620) que «la imprenta, la pólvora para cañón y la brújula, han cambiado la faz del mundo […] originando tales cambios, que jamás imperio, secta ni estrella alguna, podrá vanagloriarse de haber ejercido sobre las cosas humanas tanta influencia como esas invenciones mecánicas». Por eso la historia del periodismo nace junto a la Historia Moderna y viaja por el mundo en los barcos de los reinos europeos del periodo.
¿Qué ocurrió, entonces, entre la invención de Gutenberg y el nacimiento del cuarto poder? Continuando con el paralelismo mesiánico, la imprenta fue recibida con suspicacia por los guardianes de las viejas costumbres, que entendieron que el artefacto era tan útil para la extensión de sus palabras como peligroso para la publicación de todas las demás. Por eso, la pequeña historia de este gran ingenio y su viaje desde el Sacro Imperio Romano-Germánico hasta el último confín del mundo conocido, sirve para comprender mejor no solo el periodismo sino la nueva edad de la historia que ayudó a nacer.
Merece la pena por tanto hacer otro pequeño inciso: 1 de marzo de 1947. Desde la aparición del ya citado presentismo, bajo el puente de la Historia han pasado otra guerra y decenas de millones de víctimas. Al francés Fernand Braudel pudo habérselo llevado perfectamente la corriente, pero acabó preso de los alemanes en Maguncia (que con esta segunda mención agota todo su protagonismo), escribiendo en el aire y casi de memoria El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. Unos años más tarde y con algunas notas a pie de página[1], su tesis obtenía la máxima calificación posible; eso siempre hay que destacarlo aunque pase lo mismo con el 90% de las tesis doctorales. Lo interesante del caso es que la suya lo merecía: la siguiente gran revolución de la historiografía sería su teoría del tiempo histórico, que tenía la osadía de revisar la concepción materialista de la historia elaborada por Marx. Braudel acabaría siendo un revisionista (insulto grave en los círculos comunistas) para los más ortodoxos y, a la vez, seguía siendo un rojo indeleble para los anticomunistas. Recuerden, en cualquier caso, que eso de que «la verdad está en algún punto intermedio» es una patraña muy propia de algunos medios de comunicación (ya llegaremos a esto) y sigamos adelante sin mayor dilación.
De forma muy simplificada, Marx había afirmado que la base material de la sociedad o infraestructura (es decir, la organización de las fuerzas productivas y las relaciones de producción que se establecen entre ellas), influían directamente en los elementos de la vida social o superestructura (la cultura, el arte, la religión…). Esta, a su vez, acabaría influyendo en las relaciones de producción retroalimentando el proceso. Si para Marx la lucha de clases era el motor de la historia, este mecanismo podría ser algo así como su correa de transmisión. Bueno, pues sobre esto Braudel desarrolla una teoría estructurada en tres niveles, cambiando para siempre nuestra comprensión del tiempo histórico. Según su esquema, existirían:
- Un tiempo de la larga duración o nivel de las estructuras más estables, en la que operarían el medio natural y su influencia de fondo en la historia de la humanidad.
- La coyuntura histórica, en la que los cambios sociales, económicos o culturales comienzan a ser perceptibles.
- Finalmente aparecen los acontecimientos históricos. Estos tendrían una duración más breve y en ellos se arremolinarían los hechos políticos, militares, etc.
Para explicarlo de forma sencilla con una imagen muy evocadora que el propio Braudel empleaba, los acontecimientos históricos más fugaces, por ejemplo las grandes revoluciones políticas o las guerras, no serían más que la espuma de la gran ola de la historia. Para comprenderla era necesario incorporar el estudio de las corrientes de fondo que la habían formado. Bingo.
Hace siglos que sabemos cuándo, dónde, quién inventó la imprenta. Con esfuerzo, se puede rastrear también el cómo. Lo que Braudel estaba proponiendo era reflexionar el por qué asumiendo, además, las limitaciones impuestas por nuestra visión subjetiva. Su perspectiva reveló una crisis de la estructura política y cultural (la superestructura), que estaba perdiendo el paso de la economía y la sociedad (la infraestructura). Los burgueses apuraban todas las vías de desarrollo comercial y los reyes se mostraban ávidos por captar recursos que pudieran elevarles por encima del resto de los nobles, sus primos cada vez más lejanos, ya viejos enemigos. Unos y otros impulsaban una serie de demandas (por ejemplo, fruta e informaciones frescas) que las posibilidades tecnológicas de la época tenían dificultades para cubrir. La necesidad precedió al invento y el invento tuvo consecuencias inimaginables para quienes alimentaban la necesidad. El orfebre germano, en la cresta de la ola, sintetizó la imprenta de tipos móviles e inscribió su nombre en los libros de Historia; pero tras él venían muchos otros: burgueses dispuestos a cumplir con un nuevo ideal protocapitalista de libertad, audacia y vanguardia tecnológica. Impresores y editores.
No es casualidad, por tanto, que los primeros medios que se imprimieron de forma mecánica y periódica se ocuparan en Venecia exactamente de lo mismo que los primeros vestigios de escritura humana: cuestiones comerciales, numéricas y legales. La voz gaceta proviene, de hecho, de la moneda que costaba en la Serenísima República un pliego con información sobre los precios de diversos productos. Poco a poco, no obstante, los diversos medios comenzaron a competir entre ellos incorporando otras informaciones de interés general. Estaba desarrollándose el periodismo, pero la extensión de aquel conjunto de prácticas estructuradas y estandarizadas para la recogida, elaboración y difusión periódica de información por todo el territorio europeo, aún se demoraría un tiempo. Fue el periodo al que hoy, aquí, vamos a referirnos como Historia Antigua del periodismo.
Sabemos que la imprenta llegó muy rápidamente a las grandes capitales europeas. Para 1500, Madrid (que, dentro de los límites de la Europa más occidental, está lejos de Alemania) ya tenía imprentas. Dos años más tarde, los Reyes Católicos dictaron una Pragmática por la que se organizaba la censura de los libros que empezaban a proliferar. No obstante, la imprenta tardó más en llegar a provincias (no digamos ya a la España rural, en la que por otra parte había menos gente que supiera leer) y dedicar su tinta a la impresión de periódicos. La demanda masiva y periódica de información aún estaba gestándose y, por eso, los primeros periodistas aparecieron antes que los primeros medios de comunicación.
Desde hacía mucho tiempo existían informantes que remitían diversas noticias manuscritas a las capitales europeas. Sus noticias se difundían a través de rudimentarias copias y lecturas colectivas para los analfabetos. De hecho, cuando los tipos móviles se instalaron en las grandes ciudades del continente ya se había articulado un rudimentario mercado periodístico que, por supuesto, al chocar con la disrupción provocada por la imprenta entró en crisis.
Piénsenlo bien: competencia tecnológica, guerra de precios, nuevos contenidos… Toda una tormenta recién salidos de puerto. Algo así como si Colón hubiera encontrado una tempestad incluso antes de reavituallar su flotilla en las islas Canarias. Más que un mal augurio, es una promesa: la de las incontables crisis que parecen atravesar la historia del periodismo. Quizá porque ese es su estado natural: por su propia naturaleza, el cuarto poder viaja por la historia encaramado en el carajo de su palo mayor. El lugar desde el que mejor se otea el horizonte es aquel en el que más se sienten los bamboleos del navío. A pesar de nuestra prevención inicial (sin duda, hoy sentimos que el periodismo está en crisis y por eso buscamos otras en su historia), debemos preguntarnos: ¿Cuántas crisis ha sufrido? ¿Podrían ser diversos episodios de un mismo trance? ¿Puede algo estar siempre en crisis y contar por siglos su propia historia? El Sporting de Gijón demuestra que sí, pero, en fin, hoy hemos venido a hablar de periodismo…
Aunque, con el paso de los años, cada vez considero más importante huir del tremendismo histórico, creo que estas preguntas son legítimas por las posibilidades que sus respuestas despliegan ante nosotros. Pensar en las posibles crisis del periodismo revela una tensión interna provocada por el continuo proceso de sustitución tecnológica al que va aparejado, inevitablemente, una pugna entre las viejas élites periodísticas y las nuevas generaciones. Una constante tensión entre los viejos y los nuevos medios, siempre sometidos a una competencia descarnada que promueve la supervivencia de los más adaptados a una sociedad cambiante. Una lucha, en definitiva, entre distintas formas de comunicación humana.
Por último, al pensar el periodismo como un campo que percibimos, y a la vez se autopercibe, como un pilar esencial de la sociedad moderna (y luego de la posmoderna), como un poder sacralizado y a la vez sumido en una relación tóxica con los otros tres, comprenderemos mejor el transcurso de su propia historia y, con ella, la nuestra. La tensión entre el primer periodismo manuscrito y el impreso nos habla de la transformación digital; la pugna entre las cabeceras decimonónicas y las grandes rotativas de la prensa de masas, explica todavía el desarrollo actual de la opinión pública. La prensa obrera y la televisión, los diarios digitales y el streaming, cabalgan desbocados la ola de la historia que aspiramos a comprender.
En definitiva, como decíamos al principio hablar de la historia de la prensa es hablar de nosotros mismos. Porque eso es lo que más nos gusta (en plural mayestático, como diría el Nota) a los historiadores. Viejos conocidos, intrusistas del cuarto poder, que hoy siguen dando forma a la historia del periodismo.
[1] Una arcana tradición historiográfica asegura que, si no tiene alguna cita a pie de página, ningún texto puede considerarse medianamente serio.
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