Choque frontal: juicio a Volkswagen en Alemania
Alemania, como país de tradición ecologista, técnicamente impecable, con bajos índices de corrupción y ejemplo de evolución en materia de derechos humanos, constituye una leyenda que periódicamente se choca con la realidad. Esta vez le ha tocado a los coches del pueblo: Volkswagen (Volk, pueblo; Wagen, coche, en alemán), empresa líder del mercado automotriz mundial, enfrenta una multimillonaria denuncia por fraude.
El escándalo detonó el 18 de septiembre de 2015 cuando, tras la acusación de las autoridades norteamericanas, Volkswagen admitió haber equipado once millones de vehículos con un software ilegal para trucar resultados y pasar las pruebas anticontaminación en los Estados Unidos; traducido al castellano, para hacer parecer el vehículo menos contaminante de lo que en realidad es. La reacción global le ha costado al grupo, por ahora, más de treinta mil millones de euros en gastos judiciales, multas e indemnizaciones. En 2017 se declaró culpable. El 10 de septiembre de 2018, inversores reclamaron una indemnización por la monumental caída en bolsa de los títulos de Volkswagen como efecto del dieselgate. Luego llegó la hora de la Verbraucherzentrale Bundesverband (VZBV), la Asociación Federal de consumidores que, actuando como demandante único en representación de cuatrocientas cincuenta mil personas, acusó al grupo automovilístico de haber perjudicado deliberadamente a sus clientes. La multitudinaria acción, inédita en la historia judicial teutona, comenzó el pasado 30 de septiembre en el tribunal regional de Brunswick en Wolfsburgo, Baja Sajonia.
El escándalo no sorprende a quien tiene buena memoria. A pesar de que «los alemanes aman sus parques», como suele decirse; a pesar de tener leyes que cuidan el reciclaje de residuos como un mandamiento religioso, una industria alimenticia bio con enorme demanda y un partido abocado al cuidado del planeta, Los verdes (Die Grüne), Alemania es el sexto país del mundo que más dióxido de carbono (CO2) escupe a la atmósfera: con una emisión de nueve coma siete toneladas de CO2 cada año, no tiene mucha autoridad moral para quejarse de China, India y EEUU. Es rigurosamente cierto que estos países representan un ochenta y cinco por ciento de las emisiones globales de CO2 y con un lamentable incremento: durante 2018, EEUU las aumentó en un dos coma cinco por ciento, China un cuatro coma siete y la India un seis con tres, según el informe de The Global Carbon Project, elaborado por científicos de sesenta institutos de investigación en quince países. Pero ello no disminuye la responsabilidad alemana que, en cuanto a (falta de) ética ambiental, invierte hace décadas en propaganda transgénica. Por ello, quien le haya seguido la carrera desde el comienzo, reconoce la ruta.
Nuestro acusado nunca ha restringido su modus operandi al crimen climático; tuvo, desde su cuna, un prontuario notable. Volkswagen se estableció en 1937 como parte de una estrategia del Partido Nazi para promover un «automóvil popular», accesible al público. Esta aparente accesibilidad no era tal: su público, su Volk, el pueblo aludido, era exclusivamente el ario, ninguno otro más al volante. Tanta voluntad para construir tantos autitos necesitaba mucha mano de obra: Volkswagen fue una de las primeras empresas del régimen hitleriano que, para ampliar su producción de a millones a coste cero, se aprovechó del trabajo forzoso reclutando prisioneros de guerra, presos de los campos de concentración y trabajadores extranjeros. Quienes no tenían la suerte de entrar al plantel de esta y otras empresas, corrían otra suerte, con una famosa impronta macabra. A los destinados al horno de gas se les decía que iban a «centros de trabajo» en cuyos portales de bienvenida podía leerse «Arbeit macht frei» (el trabajo libera). En septiembre de 1998, supervivientes del Holocausto presentaron en un tribunal de Nueva Jersey una demanda contra el grupo automovilístico. El emporio se hizo cargo, puso el freno un rato y continuó su marcha por el mismo camino. Las ambiciones económicas de la empresa siempre han ido e irán por más: el acuerdo firmado el 14 de julio de 2015 entre la República Islámica y las seis mayores potencias del mundo, Alemania entre ellas, fue una oportunidad que no se desaprovechó. Para ampliar sus plantas petroquímicas, Irán necesitaba maquinarias específicas y para suministrarlas aparecieron, triunfantes, Siemens, Lufhtansa y Volkswagen. «Las perspectivas son prometedoras», decía en mayo de 2016 Pablo Kummetz, comentarista en temas de economía de la Deutsche Welle TV. Ciertamente, no prometedor para todos. Al momento del acuerdo comercial, Amnistía Internacional publicaba su Informe 2014 – 2015 de Derechos Humanos en el mundo y sobre el nuevo cliente, decía: «Prevalece la tortura – Mujeres, minorías étnicas y religiosas carecen de derechos elementales -, se ejecutan penas de flagelación y amputación en público y penas de muerte por lapidación – Siguió elevándose el número de ejecuciones de menores -, las relaciones homosexuales prevén castigos desde cient latigazos hasta la pena de muerte». ONG Humanium: «el tráfico de niños es alarmante, niños iraníes de entre nueve y catorce años son vendidos por quince dólares en el mercado negro de explotación sexual en Pakistán, Turquía, Emiratos Árabes, Bahrein o Europa». Los CEO que firman acuerdos económicos y de protección de los Derechos Humanos con el mismo boli, también comparten un lema: business is business.
El Departamento de Relaciones Públicas ha sido siempre clave en estos casos. En el nuestro y como ejemplo: en 1999, Volkswagen abrió una exposición permanente en su planta original titulada Lugar de recuerdo del trabajo forzoso en la fábrica de Volkswagen, cuyo objetivo tenía visibilizar los pecados empresariales, mostrando cuán involucrada había estado en el desarrollo de la economía nazi. Pero dicen que al que nace barrigón es a ñudo que lo fajen y parece que así sucede con la gula automotriz. Tanta disculpa, tanta mea culpa, y en marzo de este año Herbert Diess, CEO de Volkswagen, debió excusarse por su alusión a un hit de la retórica nazi. Destacando la importancia de aumentar las ganancias de la empresa, Diess empleó la abreviatura «ebit» (Earnings before Interests and Taxes) y dijo a su público: «Ebit macht frei». Una traición del inconsciente por haber tomado un atajo o una filtración del consciente que demostró, junto con el veinte por ciento de aumento de antisemitismo según la Oficina Federal de Policía Criminal (Bundeskriminalamt), que ni Alemania ni muchas de sus estructuras han logrado rehabilitarse totalmente de su pasado negro.
En su web oficial, sin embargo, el grupo no se da por vencido y asegura que «cambió profundamente» para «recuperar la estima de la empresa». «Wir bedanken uns bei Ihnen für Ihre Geduld und Loyalität», comienza diciendo… «Le agradecemos su paciencia y lealtad. Estaremos cien por cien satisfechos cuando nuestros clientes estén cien por cien satisfechos. Cada cliente es importante para nosotros». Lástima que la Tierra no sea cliente y gire alrededor del Sol sin autito.
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Una empresa alemana que ha crecido durante el regimen nazi? No me sorprende, tio