Al igual que en el anterior cinefórum, en el de esta semana llega una amenaza venida del cielo. Si entonces eran unas babosas extraterrestres que zombificaban a la gente (a una gente que, todo sea dicho, en la década de los ochenta ya andaba de por sí bastante zombificada), ahora la cosa toma forma de cometa que, en su paso por las cercanías de nuestro vecindario cósmico, altera la noción de nuestra realidad. Porque por lo que parece, cuando se habla de cometas, asteroides, meteoros, meteoritos o meteoroides (para los objetos celestes de destrucción masiva no escatimamos en sinónimos) parece que no solo sirve con que, como dirían los galos, el cielo se nos caiga encima; por lo visto, también hay que añadirle la posibilidad de que alteren las características de nuestro espacio-tiempo. Sujétame el cubata, Bruce Willis.
Pero es que la primera alteración de la realidad relacionada con esta película es el hecho de que Coherence (James Ward Byrkit; 2013) haya sido escrita, supuestamente, sin guion y basándose, en buena medida, en la improvisación de sus intérpretes, los cuales solo conocerían la parte de sus personajes. Porque es precisamente su guion el que le valió un galardón en el Festival de Sitges y el que, de hecho, le ha otorgado un lugar referencial como cinta de paradojas temporales y universos paralelos. Lo lógico es pensar que dicha afirmación es más improbable que la huida motorizada de Elijah Wood en Deep Impact, ya que la escritura sobre estas temáticas demanda, por lo general, una ingeniería narrativa exhaustiva. Sin embargo, y habida cuenta de la voluntad experimental del cineasta (y de la posible ironía del título), no deberíamos descartar que Ward Byrkit nos crea tan tontos como en realidad somos y que se lo haya jugado todo a que, en el complejo batiburrillo de idas y venidas espacio-temporales de los personajes, nosotros encontremos un rompecabezas irresoluble digno de admiración.
Y es que de eso va Coherence, de que el paso de un cometa cerca de la Tierra provoca un evento Tunguska en las coordenadas vitales terrícolas, sumiendo en un bucle temporal de infinitas ramificaciones a un grupo de amigos adultos de cena con sus típicos problemas de amigos adultos de cena: una mezcla imposible entre Melrose Place, Los cronocrímenes y La estrella misteriosa de Tintín que, sorprendentemente (y esto es mérito de la dirección y del trabajo actoral), goza de un ritmo y de una solvencia que hace digeribles las consabidas dificultades de entendimiento de la decoherencia cuántica. Porque es una película que se ve del tirón, que te deja días pensativo y que no acabas de entender del todo, pero en la que asumes que puede que haya un universo paralelo en el que una versión más inteligente de ti mismo consiga hacerlo.
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