Cinefórum CCCIII: «Fellini, ocho y medio»
Existe un dicho popular sobre el camino de Santiago que reza: «Quien va a Santiago y no a San Salvador, visita al criado y no al señor». Se refiere a aquellos peregrinos que, en su camino a Galicia, pasan de largo sin visitar la catedral de San Salvador, en Oviedo, donde se guardan algunas de las reliquias que presuntamente acompañaron a Cristo en sus últimos momentos terrenales.
Podríamos hablar de la película de la semana pasada, de la filmografía de Almodóvar, de Woody Allen, de Sorrentino… de muchos otros que tienen en común, entre otras cosas, ese interés por echar la mirada atrás hacia sus recuerdos y sus trayectorias. Nos daríamos cuenta, entonces, que todos ellos tienen un nexo en común, un maestro: Federico Fellini. Hoy hablamos de Ocho y medio, una de las películas más complejas y lúcidas del cineasta italiano.
Rodada en 1963, la cinta nos cuenta la historia de Guido Anselmi (alter ego en todo momento del propio Fellini), un director de cine que intenta gestionar una crisis creativa en pleno proceso de producción de una película. Entre tanto, Guido empezará a reencontrarse con su presente y su pasado, sus recuerdos y sus sueños, sus éxitos y sus fracasos; especialmente, con las mujeres que formaron parte de su vida.
Fellini realiza un titánico alarde de técnica y estilo cuidando hasta el último segundo de metraje y proponiendo una suerte de juego multidimensional e intelectual tan complejo e interesante que los propios espectadores terminan formando parte del experimento. El protagonista está atascado, no sabe como solventar la producción y, a medida que avanza la película, vemos que lo mismo que ocurre en su producción está sucediendo en la cinta que estamos viendo; que todas las reflexiones y dudas del protagonista trascienden la pantalla y asaltan al espectador. Y no solo eso, pues el juego de ritmos que alternan momentos apabullantes, llenos de ruido y confusión, con súbitos silencios, hace que nos metamos en la mente de Anselmi y seamos partícipes de su dulce desorientación. Un estado que se asemeja al aturdimiento lúcido de esa cantidad justa de alcohol con la que todo y nada está claro, con la que poco a poco todo se desvanece.
Ocho y medio desborda valor, honestidad y sentido del humor. Es un espejo en el que Fellini se autoanaliza con la sátira y la ironía que siempre le caracterizaron, con los dos pies firmemente colocados sobre la dualidad que aparece entre la tierna frivolidad y la profundidad existencialista. Por ello, el guion queda salpicado de reflexiones sobre el arte, la aceptación del público y la integridad del creador; sobre el sentido de la existencia, la capacidad de amar y la verdadera o relativa dimensión de las cosas.
El famoso nombre de la película es fruto, en realidad, de una casualidad: esta era su octava película (la mitad sobrante provenía de una colaboración para un proyecto de menor envergadura). Y, sin ser esta una cinta propia del ocaso de una carrera, vemos un estilo absolutamente depurado (hoy diríamos felliniano), con una puesta en escena muy cuidada, operística por momentos; movimientos de cámara laterales que nos llevan de la mano hacia donde quiere el director; y un elenco de actores que no es uno cualquiera, sino el elenco: Marcello Mastroianni, Claudia Cardinale (en un papelón que representa la inspiración, la musa con mayúsculas), Anouk Aimée, Sandra Milo y una pléyade de secundarios totémicos donde el personaje más insignificante está tratado con el más cuidadoso mimo. Además, Gianni Di Venanzo firma la fotografía y Nino Rota la partitura. Todo triunfos en la baraja. Tullio Pineli, Ennio Flaiano y Brunello Rondi escoltan a Fellini en la escritura de un guion que, confieso, estoy buscando en edición impresa.
Para ir concluyendo, Ocho y medio está cargada de momentos memorables: desde el baile en el balneario, al episodio con la abuela y la explicación del conjuro Asa Nisi Masa; desde la escena de la playa al contubernio musical de sus mujeres. Es una colección de momentos que se van difuminando en un progresivo surrealismo psicológico que culmina con un final que se hace esperar, pero es magistral, donde pudiendo optar por el derrumbamiento, la muerte y el suicidio, Fellini levanta el vuelo uniendo a todos los personajes en una celebración colectiva y un canto a la belleza vital.
Mencionábamos al principio de este artículo las cinematografías de Almodóvar o Allen entre algunas de las más representativas y evidentes influencias que proyectó Fellini; pero es quizá la de Paolo Sorrentino la figura en cuya obra se rastrea más claramente la de Fellini, pudiendo considerarse al napolitano un alumno del director de Rímini y a su película La juventud un clarísimo homenaje a Ocho y medio. Acuérdense que, si van a ver al discípulo, no deben dejar de visitar al maestro.
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