Cinefórum CCCXXXVII: «A Ghost Story»
La semana pasada consumimos una nueva ración de brujas (y van muchas últimamente) acompañadas con una guarnición de convencionalismos propios del terror. En palabras de Marcos García Guerrero, El bosque maldito funcionaba como una oda al género, pero se lastraba a sí misma. Justo lo contrario le pasa a la película de hoy, A Ghost Story (David Lowery, 2017), que efectivamente va de un fantasma, pero no se interesa lo más mínimo por las convenciones del género ni tampoco pretende, como se lee por ahí, redefinirlo. Quizá por eso es una cinta que tiende a polarizar a su audiencia.
Una oda al letargo emocional, vaya tela, no he conseguido aguantar ni 20 minutos, espectros sin misterio, ¡vete a tomar el pelo a otro! y fantasmada, son algunas de las reseñas más populares que suspenden sin paliativos esta película en FilmAffinity. El Sentido de un Más Allá, A ghost story – Atrapada alma en pena o El alma sin cuerpo, son sobresalientes altos de usuarios que, ya se darán cuenta ustedes, se pusieron intensos viendo la película. Y es que, en esta historia de amor de Rooney Mara y Casey Affleck que deviene en el cuento de un fantasma, se entra o no se entra. En ambos casos por culpa (o gracias) a la dirección de David Lowery.
Lowery, nacido en Milwaukee en 1980, es una figura importante en el cine independiente norteamericano. De esas que llaman la atención en su debut, colabora en películas de culto como Upstream Color, saborea el éxito con El caballero verde y acaba trabajando para Disney (Peter y el dragón, Peter Pan & Wendy) con decreciente gloria. En cualquier caso, hace algo más de un lustro, antes de ganar buenos y legítimos dineros sacando transatlánticos de puerto, andaba ocupado surcando fueraborda los mares de la experimentación: durante veinte minutos que se hacen eternos, conocemos a la joven pareja (sus buenos y malos momentos, los rápidos y, sobre todo, los lentos), vemos como él se convierte en un fantasma y observamos a la chica enfrentándose al silencio de una casa vacía. Solo que en realidad no lo está. No lo estuvo ni lo estará nunca.
Quienes superen la prueba (que es de actitud y no de aptitud) entrarán en una hora de pura narrativa visual, con pocos diálogos y una banda sonora (a cargo de Daniel Hart) que se convierte en coprotagonista de la película. El otro es el fantasma, claro está, peón de Lowery convertido en dama a base de vagar libre (y solo, sobre todo solo) por el tablero de su vida, en la casa que quiso llenar de vida con su mujer. El lugar en el que ambos se cruzaron y que, desde su punto de vista, atraviesa inevitablemente esa construcción humana a la que primero llamamos tiempo y, después (irónicamente), espacio-tiempo. Pero, ¿qué ocurre con el segundo cuando la mente trasciende el primero? Quizá lo que estamos viendo es un espectro no relativista, expandido en el tiempo.
Especulo y, sin embargo, existe un corazón para esta cebolla; un instante en el que Lowery se toma un respiro, ventila la estancia y monta una fiesta con sus amigos. En él, parece querer hablarnos directamente a través de otro tótem de la industria cultural (y alternativa) estadounidense: Will Oldham (aka Bonnie Prince Billy) confiesa que los artistas y también el resto, como podemos, buscamos el modo de ser recordados. Representamos grandes y pequeñas obras en el gran teatro del mundo y estas sobreviven más o menos tiempo, pero nunca explican, en realidad, lo que nosotros fuimos. Poco tienen que ver con la huella que dejamos, que se desvanece cuando desaparece la memoria de nuestros pequeños gestos cotidianos, de los encuentros fugaces con las almas afines.
Todo esto lo mira el fantasma, una sábana con dos simples agujeros capaces de transmitir un sinfín de emociones a base de luces y sombras, pliegues y tensiones que, aquí, quizá no asustan, porque buscan angustiar y enternecer. En opinión de quien esto escribe, lo consiguen.
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