Muchas veces el amor, incluso una mera atracción, sirven como catalizadores de una gran historia que, en realidad, poco o nada tienen que ver con ellos. No obstante, el amor no es sino un sentimiento central en cualquier vida que merezca ser contada; es lógico, por tanto, que en tantas grandes ocasiones de la historia del arte el amor haya reclamado el papel de protagonista. En la época dorada del cine, cuando todas sus apariciones requerían (como hoy) de la participación de un hombre y una mujer, hubo una actriz que encarnó su pasión como nadie, convirtiéndose en objeto de adoración y deseo de todos los hombres. Medio siglo más tarde, sigue siendo uno de los grandes iconos de la industria que más nos ha entretenido. Ella fue Norma Jeane Mortenson, aunque todos la conocemos como Marilyn Monroe.
La semana pasada vimos cómo su pequeño papel en La jungla de asfalto fue capaz de torcer la ordenada vida de un hombre respetable. Hoy la volvemos a encontrar, en el apogeo de su popularidad y su belleza, encarnando uno de sus personajes más emblemáticos. El que dejó una imagen para la posteridad: Marilyn vestida de blanco y sonriente mientras evita que el viento que sale por una boca de metro le levante la falda.
La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, Billy Wilder, 1955), había sido hasta entonces una obra de teatro de éxito, escrita por George Axelrod y protagonizada por Tom Ewell. Ambos desembarcaron para rodar esta película en Hollywood, el primero como guionista y el segundo como protagonista a pesar de que, cuenta la historia, Wilder habría preferido para el papel a alguno de sus actores predilectos. Hoy, sin embargo, resulta difícil imaginar este clásico sin el histrionismo de Ewell, que logra complementar con una actuación teatral la fascinación ejercida por la vecina de arriba.
Repentinamente solo en su apartamento por culpa de (o gracias a) las vacaciones de verano de su familia, Richard Sherman se dispone a disfrutar del verano haciendo lo que mejor sabe hacer. Quizá también lo único: trabajar. Una puesta de largo que Axelrod exprimió para generar un sinfín de situaciones cómicas que Billy Wilder, faltaría más, supo aprovechar sin dejar por ello de dedicar su película a la belleza absolutamente abrasadora de Marilyn Monroe.
Más allá de la brillantez de los diálogos, La tentación vive arriba se graba en la retina del espectador a través de los movimientos, la voz y el cuerpo de una mujer que, inevitablemente, ha quedado sepultada por su propio mito: bajo ese corte de pelo que ya siempre llevará su nombre, entre el morbo del Cumpleaños feliz al presidente y tras la sobredosis (suicidio) de barbitúricos, encontramos una belleza universal que volvió loco al mundo y, verdaderamente, merece su propio lugar en la historia del cine.
Marilyn Monroe hizo películas, unas mejores, otras peores, mientras su personaje la iba devorando fuera de los escenarios. Su triste historia acabó por convertirla, prácticamente, en un género en sí mismo. La tentación vive arriba es quizá la pieza, de todas las que forman esa colección, que mejor refleja su perfección.
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