Durante buena parte de la historia, la única conexión de un sinfín de comunidades humanas con el exterior se establecía a través de compañías teatrales y circenses, de juglares que vagaban por el mundo recogiendo tradiciones orales que, poco a poco, se fueron transformando. Su llegada era un soplo de aire fresco en un mundo por lo demás monótono; un auténtico acontecimiento que alteraba la rutina de personas que pasaban toda su vida en un mismo valle.
Hoy día, sin embargo, los cables y los satélites que recorren el planeta nos atiborran con mucha más información de la que somos capaces a digerir. Por ello hay lugares en los que la farándula es recibida con desconfianza o incluso con abierta hostilidad. Si la semana pasada vimos cómo la producción de También la lluvia quedaba atrapada en mitad de la Guerra del agua que recorrió Bolivia en el año 2000, en esta ocasión es el espectáculo en sí mismo el que encenderá la mecha de la destrucción. Una destrucción con la que Béla Tarr rebusca las causas profundas de la violencia y la sinrazón en las sociedades humanas.
Vaya por delante que quien suscribe opina que, con Armonías de Werckmeister, entramos de lleno en el terreno del cine con mayúsculas, ese en el que cada espectador encuentra lecturas diferentes (todas ellas tan válidas como erróneas). La mía será eminentemente política, pero sería injusto dejar de advertir al lector que la séptima película del reconocidísimo cineasta húngaro reserva, también, agradables sorpresas para los amantes de la metafísica y la música. Los primeros encontrarán en la cinta una reflexión en torno a la existencia, el ser y la propia realidad a través de un realismo fílmico que tiene algo de mágico y mucha decadencia. Los segundos encontrarán en el título de la película la certeza de que orbita alrededor de un monólogo vibrante: el de un viejo músico acerca de la obra de Andreas Werckmeister, tratadista alemán de la segunda mitad del siglo XVII que veía en la música la obra de dios y en cuyas teorías se apoyó Bach para cambiar la historia de la armonía y, de paso, la de la propia música. A pesar de todo, resulta difícil no encontrar en la película de Béla Tarr una terrible profecía del devenir político de su país, que ahora es también el del resto del mundo.
Resulta imposible, cuando la superficie de la película narra la llegada de un espectáculo que muestra el cadáver disecado de la ballena más grande del mundo al interior de una Hungría mísera y atemporal; cuando El príncipe, presentador de una función que nunca se celebra, usa semejante cebo para atraer al gentío hasta su camión y desconectar a los ciudadanos de su mundo; cuando les vemos dejar de beber juntos, hablar de prodigios, y alguien riega sus temores con un discurso repleto de odio. Y también cuando discurrimos que Béla Tarr rodó esta película en el año 2000, en el ecuador del primer mandato de Viktor Orbán, por entonces considerado un lunático por el resto de Occidente. Hoy, de nuevo en el poder, aspira a capitanear la alianza continental de la extrema derecha.
Por ultimo, también es necesario advertir que Armonías de Werckmeister no es una película fácil de digerir; por supuesto, superar sus dificultades hace que el premio de los nutrientes de su cine resulten todavía más gratificantes: su fotografía es un continuo ejercicio de claroscuros imposibles, pero eso es precisamente lo que la hace brillante; sus planos secuencia pueden resultar exasperantes, pero devuelven el protagonismo al silencio el tiempo justo para que cada palabra resulte atronadora; la acción escasea, hasta que la tragedia que se incuba durante dos horas estalla, a pesar de todo inesperada y capaz de provocar en el espectador una verdadera catarsis. Tras ella, otra imposibilidad: salir del universo creado por Bélla Tarr sin preguntarse qué significa esa ballena gigante, varada en mitad de una plaza. Para quien escribe, la respuesta es igual de inevitable que la pregunta: la ballena es un ser majestuoso que se guía por el recuerdo; y la muerte de la memoria simboliza que la tragedia más grande es el olvido.
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