La semana pasada nos paseamos por la venganza con insinuaciones de universalidad de Hard Candy, una película que nos puede parecer menor a día de hoy, pero que en su momento pilló a la gente con la guardia baja y fue elevada a la condición de moderna obra de referencia. Al menos eso pasó en Sitges, cuyo festival la premió como mejor cinta en su edición del año 2005. El certamen de la ciudad catalana ha sido una referencia del fantástico, en su concepción más amplia, desde su fundación en 1967. La primera obra del festival que se puede considerar ganadora del premio a mejor película (hay que tener en cuenta que durante las primeras ediciones el galardón aparecía y desaparecía de manera inesperada) fue la que hoy nos ocupa: El incinerador de cadáveres; una obra checoslovaca de 1969 que, no obstante, ganaría la edición de 1972. Entonces la distribución no tenía nada que ver con la inmediatez actual.
El incinerador de cadáveres, Spalovač mrtvol en su impronunciable checo original, es parte de lo que se llamó la nueva ola checoslovaca en el cine. Así se definió a la inesperada pujanza de la producción fílmica del país europeo en los años sesenta, un milagro del que siempre fue ejemplo y recuerdo la carrera del enorme Miloš Forman. El mismo mes que moría Forman, solamente cinco días antes, nos abandonaba también Juraj Herz. Con su muerte, el 8 de abril de 2018, se iba otro de los grandes directores de la nueva ola checoslovaca. Pero antes nos había regalado El incinerador de cadáveres.
La película muestra un extraño y casi imposible equilibrio entre lo cómico y lo terrible. La historia es la de un encargado de un tanatorio en la Praga de los años treinta, durante el ascenso del nazismo. Se extiende hasta algún momento indeterminado, después de la llegada del totalitarismo a la ciudad. Obsesionado por la idea de que la cremación ayuda a liberar el espíritu de los muertos, el protagonista servirá como trasunto de la caída de la sociedad checa en la locura del fascismo, mostrando cómo una persona aparentemente inocua y alejada de los radicalismos políticos se termina convirtiendo en el más fanático de los fanáticos. Las risas se ubican siempre en algún lugar entre la ironía, el nerviosismo e incluso la incomodidad, mientras Rudolf Hrušínský, magistral en su papel, nos muestra los recovecos ideológicos de un arribista de poca monta que ve como sus creencias más extrañas se ven validadas por el nuevo régimen que domina su país.
Se dice que las reacciones al estreno de El incinerador de cadáveres fueron muy diferentes dependiendo del país. En la Europa occidental, aquello se veía como una comedia desde el primer plano. En Eslovaquia la cosa daba risa, aunque sin olvidar que existía un trasfondo real. En Praga dejaba a sus espectadores deprimidos. El cine se mostraba así como el espejo en que todos debemos mirarnos, uno que devuelve a los demás una cara más amable y asumible, pero que reduce a escombros nuestra propia identidad, enseñándonos todo lo malo que habita en nuestro interior. Nosotros podemos reírnos porque no pudimos ser Karel Kopfrkingl; muy diferente es lo que pueden hacer aquellos que realmente estuvieron a punto de convertirse en él o que finalmente lo hicieron.
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