El Mary Poppins del proletariado. Ese es Totò, el risueño protagonista de Milagro en Milán, una de las grandes películas del neorrealismo italiano. Sin embargo, en esta ocasión Vittorio de Sica va más allá de la etiqueta que él mismo ayudó a definir, adornando los elementos más tradicionales del género con pequeñas dosis de surrealismo y, sobre todo, de ternura.
Una elección interesante cuando el objetivo es reflejar el mismo mundo inhóspito que dio fama mundial al director italiano por El ladrón de bicicletas. Aquí, de Sica amortigua los golpes interponiendo el cuerpo de un niño que solo dejará de serlo por fuera y que, con una mirada limpia, libre de los prejuicios de los adultos, será capaz de transformar el mundo de una forma muy sencilla: ayudando a quien lo necesita. Entre la inocencia y la pobreza de la posguerra italiana, aquí es el desollinador el que tiene poderes mágicos.
Pero, ¿de dónde viene Totò? La primera vez que le vemos aparece recién brotado al mundo, entre las lechugas y las coles del huerto de una anciana. Una escena después, el niño, otra vez solo, entra al orfanato y sale inmediatamente convertido un joven dispuesto a comenzar, por fin, su vida. Visto que sigue sonriendo y que lo primero que hace con su libertad es regalar su única posesión a quien más la necesita, no necesitamos saber más de él: Totò está tocado por la divinidad. La película está arrancando, pero su protagonista ya es merecedor de recibir como regalo el poder revolucionario del espíritu santo.
De Sica logra crear en pocos minutos una sensación de ligereza que ya no abandonará la película y le permite mostrar sin rubor la pobreza absoluta de la clase trabajadora de la década de los 50. Así, un poblado improvisado, insalubre, instalado junto a una fábrica, puede ser un escenario para la comedia; y la pequeña sociedad que lo puebla, sus miserias materiales y morales, pueden sostener la historia del joven Totò. Solo falta el combustible: para mover la maquinaria, de Sica escoge la gasolina de la propia historia del hombre, la lucha de clases. Súbitamente, en el poblado aparece petróleo. Oro negro para invocar la codicia del hombre y hacer que la burguesía milanesa entre entonces en escena.
A partir de aquí, asistimos a un crescendo que pone en manos del proletariado el soplo todopoderoso del espíritu santo: se suceden los efectos especiales (tan desfasados como entrañables) mientras el bueno de Totò sigue comportándose de la única que manera que sabe: ayuda, agrada a todo el mundo. Primero, les da todo lo que necesitan; después, todo lo que desean. El frágil ecosistema empieza a descontrolarse y la policía detiene a los trabajadores mientras el petróleo brota a borbotones por las comisuras de la tierra. La violencia impone su imperio en las calles de Milán. Es el momento de echar el telón: con el majestuoso Duomo de Milán como telón de fondo, Totò libera a sus compañeros, sonríe, arrebata la escoba a un barrendero y sale volando con los suyos hacia el horizonte.
Antes del protocolario fin, Vittorio de Sica se despide del espectador: «Hacia un reino donde buenos días quiera decir verdaderamente buenos días».
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