Los resultados en el cine, como en cualquier arte, están más cerca de la impredecibilidad alquímica que de la fiabilidad científica. Sin embargo, no cuesta suponer que cuando James Foley dirigió Glengarry Glen Ross (1992) debía saber que jugaba la partida con una mano ganadora. La materia prima del proyecto era casi insuperable: el guion lo firmaba David Mamet, que adaptaba su propia obra de teatro homónima y que le había valido el premio Pulitzer en 1984; el reparto estaba formado por una pléyade de interpretes mayúsculos que combinaba la veteranía del Hollywood legendario (Jack Lemmon, Alan Arkin) con la grandeza de sus estrellas modernas consolidadas (Al Pacino) y el deslumbrante crepitar de sus promesas en ciernes (Kevin Spacey, Ed Harris, Alec Baldwin). El resultado, impredecible alquimia mediante, está a la altura de lo conjurado.
Glengarry Glen Ross (título tan complicado de recordar en inglés para un hispanohablante como apremiante de olvidar en su versión traducida: Éxito a cualquier precio), nos presenta a un equipo de vendedores inmobiliarios que, una lluviosa noche, reciben un ultimátum de sus superiores: o realizan una serie de complicadas ventas en menos de un día o van de cabeza a la cola del paro. El monumental monólogo inicial de Baldwin, además de ser el acicate que pone en marcha la despiadada competición entre colegas, es el ejemplo perfecto de hasta qué punto el capitalismo más feroz está dispuesto a vender a su propia madre por el incesante afán de conseguir unos cuantos dólares más.
Y es que esto es exactamente lo que pone sobre el tapiz el texto de Mamet, cuya puesta en escena (casi todo el metraje trascurre en una oficina) y su desarrollo narrativo (brillantes diálogos y coralidad equilibrada) remiten en todo momento, como ya habíamos apreciado en este mismo cinefórum con otra adaptación fílmica del autor, a su originaria naturaleza teatral.
Así, con la solvente dirección de Foley y la descomunal fuerza y versatilidad interpretativa del reparto, el peso de su moraleja hace que la película trascienda su inevitable manierismo dramático hasta convertirse en la más realista de las sátiras recientes sobre el capitalismo. Porque en el fondo, lo que nos cuenta Glengarry Glen Ross apenas difiere de esas tragedias shakesperianas sobre poder y traición que tan bien reflejan el lado más oscuro del alma humana.
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