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Cinefórum CXXXIII: Good Bye, Dragon Inn

En el cine, los espacios cerrados suelen convertirse en una prisión de la que escapar. Así sucedía en la irlandesa Room la semana pasada; sin embargo, muchas veces los límites también sirven para abrazar la contradicción y encerrar un torrente de pensamientos entre cuatro paredes. En Goodbye, Dragon Inn, un viejo cine de Taipei dedica su último pase, antes de cerrar para siempre, al tipo de películas que desaparecerán con él. En menos de noventa minutos y sin salir del lugar que quiere despedir, Tsai Ming-liang coloca su película entre las más grandes declaraciones de amor al séptimo arte.

Su película, no obstante, no es para todos los paladares. Rodada de forma casi íntegra dentro de un enorme edificio que se cae a pedazos, sus planos y secuencias eternos están diseñados tanto para fascinar como para incomodar a los espectadores. El director parece querer rodear su obra de una barrera rítmica y estética que debemos superar para entrar en un universo que, poco después, comienza a dulcificarse. Pronto recibimos sutiles recompensas que van conformando un relato conmovedor: el penoso y lento caminar de una trabajadora lisiada que trata de mantener en marcha el negocio da paso a los escasos diálogos de la película. Poco a poco, lo que parecía una historia supeditadaa al último pase de Long men kezhan (Dragon Inn), el clásico taiwanés de 1967 que se proyecta en el cine y da nombre a la película, nos introduce en un universo concentrado en una veintena de frases. A pesar de ello, Ming-liang logra situar sus personajes al nivel de una fotografía que supura talento, encerrando en cada línea de su guion un pequeño enigma.

Sabemos que la trabajadora tullida mantiene todo en marcha, siempre en silencio, pero intuimos que se desvive por alguien a quien no conocemos hasta que apaga con desdén las luces del cine, mientras ella se aleja sola bajo la lluvia habiendo renunciado a todo. Vemos que un abuelo disfruta de la compañía de su nieto, pero súbitamente descubrimos que aquella era su propia película: a la salida, el anciano encuentra a un antiguo compañero de reparto en Long men kezhan (Dragon Inn). Tratan de hablar del pasado, pero queda demasiado lejos. Vuelve al refugio de su nieto, a su nuevo lugar en el mundo: en otra vida fue actor, ahora es solo abuelo.

Sobre todas las historias se alza la del propio director y su homenaje al cine de la isla. Porque Ming-liang es  un director malayo de ascendencia china que creció viendo películas taiwanesas. En varias ocasiones ha explicado que afincarse en la cultura capitalista de Taipei le valió sentir que no pertenece a ningún sitio, y quizá por ello introdujo en su gran cine decadente a un extranjero homosexual que acude a la sala para dar satisfacción a todas sus excepciones y al que el rechazo empuja de vuelta a la película. Hacia todo lo que estamos despidiendo en riguroso silencio, como si trasladáramos el homenaje barroco y mediterráneo que Cinema Paradiso le hace al cine hacia oriente, con un lenguaje que no es el nuestro y, sin embargo, no nos hace sentir extraños. Es la magia de las películas que Tsai Ming-liang ama sin reservas.

Víctor Muiña Fano
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