Nazis para desayunar, nazis para comer y nazis para cenar. Nazis por todas partes. Parece que no podemos ni queremos librarnos de ellos. Hemos visto náufragos nazis, nazis desactivando minas, parodias musicales sobre nazis, italianos nazis e incluso nazis invisibles, en negativo, que no salían en la película, pero fijaban los límites de la infancia perdida de un niño de la guerra. Finalmente, la semana pasada vimos a los malditos nazis tratando de robar las obras de arte de quienes eran mejores que ellos, porque al no ser nazis nunca se dejaron vencer del todo por el odio.
Nos hemos prevenido contra ellos más que contra cualquier otra cosa, pero ahí están, setenta años después, a la vuelta de la esquina. Cabe suponer que nunca se fueron del todo y toca preguntarse, quizá, si deberíamos habernos prevenido algo menos y actuado un poco más. Mientras aclaramos la cuestión, tendremos que seguir regresando recurrentes hasta ellos, intentando adoptar distintos puntos de vista que nos ayuden a comprender las raíces de su patología. Ahí reside el genio de El puente: es una cinta que nos ayuda a descubrir qué pensó Alemania de los nazis. Bernhard Wicki la rodó su en la República Federal Alemana tan solo catorce años después de la caída de Berlín. Para ello abrazó la única salvación posible de su nación: trazar una nítida línea que separase a sus compatriotas de los nazis. Una línea que debía exonerar, necesariamente, a la juventud germana, y debía nacer durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial.
Llama la atención que el guion adaptado de Die Brücke, la novela original de Manfred Gregor, abraza desde el principio la idea de una Alemania en guerra, pero idílica. Sabemos que nos encontramos próximos al fin de la Segunda Guerra Mundial, pero, lejos del frente, la vida de los jóvenes alemanes se desarrolla en una Arcadia feliz en la que no resulta complicado paliar el desabastecimiento. Lejos de la ciudad, la vida transcurre pacíficamente entre juegos, deberes y travesuras. Probablemente porque ese era el recuerdo genuino de muchos alemanes que, además, conocieron las penurias del periodo de Entreguerras; el que alumbró la recesión que aupó a Hitler al poder.
Sin embargo, la visión optimista de aquella Alemania no frena la asfixiante irrupción del nacionalismo. Un estado generalizado de enajenación que, poco a poco, lleva a los jóvenes renunciar a sus estudios, sus amores y sus familias, en un intento por no defraudar, por no ser señalados como los cobardes que no están dispuestos a dar la vida por su país.
Es importante recordar que no hace falta más: la manipulación masiva de la inmadurez y los complejos de millones de alemanes bastaron para que aquellos muchachos salieran a celebrar su carta de reclutamiento. La suya, además, anunciaba el principio del fin del Tercer Reich, que llamaba a filas a unos niños para que se interpusieran en el camino de unos Aliados sedientos de kilómetros cuadrados. Muchos cayeron en Berlín. Nuestros protagonistas, aún más prosaicos, defendiendo un mísero puente. Sin edad suficiente para entender por qué sus compatriotas huían, su bisoñez otorga a la segunda mitad de la cinta una dureza impactante. Los jóvenes que debían dedicar la primavera a robar un beso furtivo tratan de recoger sus tripas del suelo mientras se desangran; cuando mueren, ya no están orgullosos de haber sido nazis.
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