Las islas son un decorado predilecto de la ficción. La escasez de espacio y recursos enfrenta a sus náufragos con la decisión de colaborar o competir para escapar de un encierro especial, en el que la fuga queda bloqueada por la inmensidad del mar.
Muchas veces, además, la isla se convierte en una jaula compartida por la presa (casi siempre protagonista) y el cazador. Da igual si se trata de una turba de niños enloquecidos, de la soledad y la locura, de un gobierno de largos tentáculos o de un grupo de seres infectados por un hongo mutágeno capaz de enloquecer al hombre. Los otros siempre controlan los resortes de la isla, conocen el terreno, y sus víctimas deben decidir cómo gestionar sus escasas posibilidades de escapar. Ese es, precisamente, el hilo conductor que une La fuga de Alcatraz (Don Siegel, 1979) y Matango: Attack of the Mushroom People (Isihirô Honda, 1963), protagonistas de una sesión doble que nos lleva a través del Pacífico, desde la costa oeste norteamericana a una pequeña isla al sur de Japón.
En el film protagonizado por Clint Eastwood, no encontramos grandes sorpresas o inesperados giros de guion. Este clásico de un género como el de prisiones, que ya hemos visitado con anterioridad, consigue, con ritmo sosegado, que los pequeños acontecimientos que tienen lugar en Alcatraz, sin resonancia siquiera en la cercana bahía de San Francisco, resulten trascendentes. En el pequeño mundo de la isla penitenciaria, son prácticamente lo único que ocurre: sin contar más de lo estrictamente necesario de ninguno de los protagonistas, sin explicar nada del futuro que anhelan, La fuga de Alcatraz explota de forma magistral su presente continuo. Cada detalle cobra importancia, a medida que nos acercamos al desenlace de una historia que se valora a sí misma, y valora al espectador, evitando decir más de lo necesario. Al fin y al cabo, ¿qué importa lo que empuja a Frank Lee Morris y sus compañeros a colaborar y jugarse la vida para fugarse de la Roca? Ser los primeros en escapar de un lugar tan brutal como Alcatraz es motivo más que suficiente como para merecer la libertad.
También en una isla, aunque por diferentes motivos, se desarrolla Matango: Attack of the Mushroom People, una película japonesa de 1963 que, bajo una apariencia risueña, esconde un mensaje clásico de las películas de naufragios. En esta ocasión, un grupo muy variopinto de japoneses da con sus huesos y su yate de lujo en una isla perdida del Pacífico, en pleno regreso de sus vacaciones. Pronto descubren que la zona es un cementerio de viejos pecios abandonados. Con la radio averiada y pocos víveres, el grupo se desespera y sus eslabones más débiles comienzan a resquebrajarse. Primero, desaparece un poco de comida; poco después, alguien vierte la primera sangre en su propio beneficio, antes de que otro lo haga en su lugar.
Aunque todo lo que encuentran a su paso apunta a que los hongos que abarrotan la isla son venenosos, el hambre, enemigo paciente, acaba torciendo el brazo de los náufragos. Comienza entonces una transformación que parece aproximar a la cinta al terreno de la serie B, pero que desde un punto de vista meramente dramático, simboliza la locura en la que se sumerge el hombre cuando, voluntaria o involuntariamente, cede a sus instintos más primarios.
Matango, en cierto modo, resulta tan engañosa como sincera es Alcatraz; ambas, no obstante, transcurren a escasos metros sobre el nivel del mar, en un espacio que adquiere rango de protagonista. Las islas y los caminos que llevan hasta ellas han sido el decorado de alguno de los capítulos más oscuros de la historia del hombre, pero también de muchas de nuestras grandes epopeyas. En ellas, el hombre, alejado de su sociedad, se ve obligado a crear un mundo nuevo; un mundo más terrenal, por mucho que esté totalmente rodeado por el mar. Quizá por ello Sancho Panza quería extender su buen gobierno sobre una ínsula: en las islas, lo mejor y lo peor del hombre parten de cero.
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