Para muchos aficionados al cine, Burt Lancaster fue un actor que construyó su carrera dando volteretas y saltando entre trapecios. Algunos, con buena memoria, recordarán también sus papeles de alta mar y alguna que otra escena en la que el neoyorquino revoloteaba a través del velamen de alguna embarcación. Como vimos la pasada semana, el trapecista de Hollywood mantuvo una fructífera relación con el agua y supo hundirse en sus profundidades para llegar a capitanear un submarino estadounidense en plena Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, fue en las piscinas de la jet set de Connecticut, en un espacio físico mucho más constreñido, donde Burt Lancaster pudo desplegar todo su talento como actor.
El nadador (Frank Perry, 1968) fue una turbulenta producción basada en un relato corto de John Cheever, en el que se critica a la alta sociedad norteamericana y se plantea un recorrido vital por el pasado de Ned Merrill (Burt Lancaster), un atlético, popular y jovial hombre de éxito afincado en la costa este norteamericana. Solo la enfermiza obsesión por las piscinas de sus vecinos nos ofrece alguna pista de los problemas de un protagonista por lo demás resplandeciente. Pero, a medida que Merrill avanza rumbo a su misterioso hogar haciendo paradas en todas las piscinas que encuentra a su paso, los nubarrones comienzan a despejarse dejando entrever un océano de problemas. Paralelamente, Burt Lancaster, en una de sus mejores actuaciones, deja paso a los primeros signos de debilidad: la progresiva pérdida de su poderío físico, acabará convirtiéndose en la antesala de su colapso.
Pero no ofreceríamos una visión precisa de El nadador si no explicásemos todos los problemas que rodearon su producción y que (no hay mal que por bien no venga) con el paso del tiempo han contribuido a convertirla en una película de culto. Ya durante la preparación del rodaje, el equipo encontró enormes dificultades para conseguir localizaciones asequibles; sin embargo, los problemas no habían hecho más que empezar, ya que, poco después, el director abandonó el proyecto y Columbia Pictures tuvo que acudir a Sydney Pollack, un joven director de tan solo 34 años (pero que ya había tenido tiempo de facturar Danzad, danzad, malditos y estaba afrontando el rodaje de Las aventuras de Jeremiah Johnson). La dirección a cuatro manos y los errores atribuidos a Frank Perry (que por momentos parecen un flirteo con el surrealismo), dan a El nadador un tono onírico en el que es posible encontrar desde un cierto genio hasta una preocupante obsesión con el psicoanálisis. De hecho, como en cualquier gran obra, la interpretación final estará sujeta a la impresión de cada espectador.
Porque lo cierto es que, pese a todos sus problemas de continuidad y montaje, The Swimmer, según su título original, es una maravillosa película, capaz de desnudar al mismo tiempo a un individuo y a la clase social a la que pertenece. Ned Merrill, que solo posee un mísero bañador, llegará a su hogar después de culminar un extraño periplo personal que acaba convirtiéndose en toda una odisea (nunca mejor dicho). Es difícil saber a quién debemos agradecer la tremenda secuencia final de la película: si a John Cheever, el escritor; a Frank Perry, el director, o a su mujer Eleanor, encargada de la adaptación del guion; a Burt Lancaster, implicadísimo en el proyecto o incluso a Sidney Pollack, su ejecutor final. Puede que en realidad El nadador tenga un poco de todos ellos: personajes, al fin y al cabo, del mundo del cine y por tanto protagonistas de esta historia rodada en un mundo de ricos, en el que pararse a pensar en las cosas importantes acerca al más terrible de los finales.
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