NELINTRE
Opinión

Coronavirus, gripe A, violencia familiar y demás pandemias

«Querida Ana, cuando me falta el aire, sé que no se trata solo del miedo al Coronavirus, sino también del recuerdo de otros virus que viví y que todavía ahogan. En estas semanas de aislamiento en las que circulan bromas geniales, datos importantes, información falsa, mensajes de esperanza y reflexiones anónimas, me llega un comentario de un cineasta argentino, Eduardo Milewicz: las horas del día son apenas de contraste. Es de día o de noche, como en los guiones de cine. Es siempre interior. Sé de lo que habla, hace diez años yo viví en dos: Interior – casa & Interior – hospital. Quiero contártelo».

El email de Sofía me llega el 25 de marzo. Decido compartirlo porque el protagonismo del Covid-19, aunque comprensible, ha sacado de foco otras pandemias, de origen animal y humano.

«Había llegado a Buenos Aires desde Madrid huyendo de la primera epidemia: el virus VG, la violencia de género. Las primeras señales no las había visto; es que había tenido dos relaciones largas con dos hombres maravillosos, solo conocía el puro amor. Desconocía la sutileza de los predadores, las trampas, las sonrisas con las que puede comenzar lo peor. Como el virus, que entra sigiloso en tu cuerpo y solo adviertes su presencia cuando se ha apoderado de todo. La convivencia con Sánches, el portador del virus VG, empeoró con mi embarazo. En mayo de 2008, cuando sus amenazas pusieron en riesgo a mi bebé, el grupo de expertos me indicó el protocolo: denunciar y huir. La mujer policía escuchó mi relato entrecortado, hizo preguntas, me ofreció un té y acarició mi cabeza con ternura. Un patrullero me llevó luego al Juzgado. El abogado de oficio me aconsejó paciencia; es una jueza con experiencia, dura en el trato, directa en las preguntas, se toma tiempo para decidir, dijo. No fue mi caso, a poco de comenzar: «suficiente, esto es urgente», dijo y emitió la orden de alejamiento para Sánches y por la noche, yo ya estaba embarcada en un tren. Recuerdo en mi vagón pasajeros atónitos, contracciones peligrosas y mucho miedo; luego, el hospital donde nació mi hija, una luz en medio de la oscuridad; luego, una casa de acogida, luego el dolor irracional que me quitó cordura. Tiene razón Rosa Montero con eso de que a veces el dolor se parece a la locura. No estaba con mi amada hija rodeada de gente querida sino con mujeres desconocidas con sus recién nacidos, con historias iguales o peores a la mía. Y no lo aguanté, no pude con tanto dolor junto respirado en la misma casa, enloquecí y volví a la madriguera de Sánches. Error garrafal. Los maltratadores no reconocen su violencia ni cuando son condenados; si encima la presa vuelve a casa, entonces todo se da vuelta, el agresor dice que es la víctima y que la víctima es la fabuladora que lo ha calumniado. En medio de la pandemia VG, con los recursos agotados por tantos errores cometidos, tío Alfred ofrece alojarnos en su casa en Argentina. Dudé. No pensé y viajé. Aterrizamos una mañana soleada de enero de 2009. La primera epidemia parecía bajo control. Al menos, el Atlántico me separaba del foco principal de infección. Eran vacaciones de verano, Buenos Aires brillaba bajo un cielo azul mediterráneo como el madrileño, estaba vacía de gente y llena de gorriones, de olores a comida casera, de música en los balcones, de gente parlanchina; todo hacía creer que lo peor había pasado y restaba importancia a los sucesos extraños que pasarían después. Tío Alfred pidiéndome dinero prestado para pagar su alquiler (quinientos euros al mes, una fortuna en ese momento en ese rincón del mundo); tío Alfred comentando anécdotas misóginas sobre su exesposa; tío Alfred comentando la compra en cuotas de su propia sepultura; clavos, monedas, imanes, pinchos en el suelo, al alcance del bebé, que por más que juntaba desesperada, seguían apareciendo y el tío Alfred… “que no, Sofía, que no están siempre ahí, que se deben haber caído, que yo estoy atento, exagerás, calmate, salí a tomar aire”.

En abril de 2009, Buenos Aires se llenó de malos aires: Pandemia de gripe A (H1N1) o gripe porcina, que había llegado a través del tráfico aéreo comercial con las áreas endémicas principales, México y Estados Unidos. En poco tiempo, Argentina se convirtió en el octavo país del continente americano en reportar casos. El 27 de abril la OMS elevó a 4 el nivel de alerta porque el virus ya se había propagado a Canadá, Europa y Oceanía; tres días después la subió al nivel 5 y el 11 de junio, al 6. Ese era el contexto general, en el personal, estaba con mi bebé de diez meses en brazos cuando escuché el diagnóstico de mi madre: cáncer de páncreas. A partir de ese momento, la pandemia, en su fase 4, me partió en dos: entre la vida recién nacida y la muerte anunciada; mi bebé mamando la vida en la trinchera y su abuela agonizando en la primera línea del frente: había sido ingresada al Hospital de Agudos Dr. Juan A. Fernández, con los mejores médicos del país… pero con la mayor cantidad de infectados de gripe A. Mi madre estaba en un piso distinto al de los infectados y por eso yo la visitaba a diario y por eso también, el personal médico comenzó a desaconsejar mis visitas: los virus, se sabe desde siempre, pero ahora más que nunca, viajan. A pesar de la advertencia, continué mis visitas, confiando en mi operativo de autoprotección: no tomaba el ascensor, no tocaba nada, no saludaba, no… No sabía que mi hija y yo estábamos en el grupo de riesgo (la juventud siempre tiene algo de Superwoman), la realidad se sabría más tarde… Organización Panamericana de la Salud: “El sesenta pro ciento de los casos confirmados de gripe A se detectaron en personas menores de veinte años” (septiembre 2009). Organización Mundial de la Salud: “alrededor de una tercera parte de los mayores de sesenta y cinco años presentaban cierta inmunidad al virus. Las personas más jóvenes, sin embargo, no tenían inmunidad protectora” (junio 2010). El cáncer terminal había convertido a mi madre en una niña con antojos. “¡Uvas, por favor!”. “Mmm, ¿sangüchitos de jamón crudo?”. “¡Hoy me comería un alfajor de chocolate!”. Mamá pedía y yo le llevaba cada día lo que podía ser su última cena. Luego emprendía el difícil regreso a la casa. En el baño más cercano a la puerta de salida del hospital, me lavaba las manos, la cara, el cuello, envolvía la bufanda en papel de aluminio y me envolvía una mano en papel, la que abriría las puertas si el codo no podía. No tomaba el transporte público, caminaba, trotaba, necesitaba creer que el aire se llevaba lo malo, que lo malo moría en el camino. En el jardín delantero de la casa me desnudaba completamente, ponía toda la ropa en una enorme bolsa plástica y el calzado en otra; ambas en un rincón para ser lavadas a noventa grados o quemadas en la terraza. Con guantes de cocina que dejaba en el jardín antes de marcharme, tomaba la segunda bolsa que había dejado también allí, con ropa limpia. Me recogía el cabello, lo envolvía en una gorra de goma y entraba. Corría hasta el baño y me sumergía en duchas eternas, pasando la esponja por todo el cuerpo con desesperación; corrían ríos de jabón, el agua solo al final, para que se llevase el monstruo atrapado en la espuma. Me lavaba el cabello como si hubiese estado sumergido en petróleo y lo secaba con el secador pegado al cuero cabelludo; por si quedaba algo del monstruo que no había muerto con el jabón, pues que muriese quemado. Cepillarse los dientes, las uñas, una y mil veces. Luego de una hora o más, me reunía con mi bebé. El ritual diario sufrió la primera restricción cuando una enfermera me interceptó en la puerta del hospital: “hoy sí que no deberías entrar, ingresaron más infectados graves, yo le llevo a tu mamá la vianda”, dijo. Regresé a la casa antes de los previsto y escuché lo que no debería haber sabido. Hablaban de mí, había escuchado claramente mi nombre, pero la conversación parecía referirse a ingratos usurpadores. El tono era siniestro, entre lo familiar y lo desconocido.

¿Y todavía siguen ahí?— era el dueño de la casa, por Skype.

—Sí, insoportable, tengo ganas de echarla— era el Tío Afred.

Pobre bebé, sin padre y con esta madre, la peor basura de la familia.

Loca de mierda.

Vértigo. ¿Qué es esto? Mis oídos no daban crédito. ¿Había huido de una epidemia para alojarme en otra? Alfred y el dueño de casa nunca se habían respetado; se denigraban uno a espaldas del otro. ¿Ahora de golpe eran amigos? ¿Y amigos con objeto de odio compartido, socios en el desprecio? Había más: el portador del virus VG, el denunciado que la ley había encontrado culpable de maltratos graves, contaba con la empatía de estos dos hombres: “Hablé con Sánches, tiene un corazón de oro”, decía Alfred. “Pobre tipo, Sofía le arrancó a su hija”. “Yo hubiese hecho lo mismo que Sánches”. Aún en shock, ese estado que se parece a la anestesia, entendí que no podía volver a huir; debía organizarlo mejor. Me guardé en el sótano de mi espanto lo que había escuchado y resistí. Aumenté las horas de mi trabajo online, ahorré cada peso argentino; organicé la ida con más calma, aunque urgía la huida del falso refugio y era inminente el final de mi madre. La enfermera volvió a interceptarme en la entrada del hospital, esta vez con una orden innegociable del director: no más visitas. El 15 de junio, una beba de tres meses se convirtió en la primera víctima fatal de gripe A en Argentina. Ahí sí que vino el pánico como una cachetada de electricidad. Tomé conciencia de la brutalidad de este virus y del que se venía, unas horas más tarde, cuando el tío Alfred me informó la noticia: el dueño de casa nos desalojaba por las deudas contraídas, teníamos quince días de plazo para marcharnos. No quise creerlo. ¿Y si era su idea? ¿Cuántas veces se quejaba Alfred de que nuestra llegada había interrumpido su vida amorosa? (Tenía setenta años y medía 1,50 de altura, pero ostentaba dos metros y varias novias). Lo creí cuando yo misma leí el correo: una lista detallada de deudas en euros sin concesiones, que parecía escrita por un notario profesional e implacable. Pero era la narrativa de la esposa del propietario que ambos firmaban. La carta también aludía a los “arreglos sin permiso” y eso aludía a mí: había colocado en lo alto de una escalera interior de la casa una pequeña puertita para evitar que la bebé cayera. Esa medida de protección había enfurecido al dueño. El tío Alfred armó su propia estrategia de salvataje a largo plazo: haría lo que sea para volver a esa vivienda en ese barrio, así que agachó la cabeza, besó la mano de quien le daba de habitar y se fue con sus bártulos. (La estrategia le funcionó, actualmente vive ahí; no paga alquiler en euros, sino en dólares: los que no guarda en el banco sino en la casa y heredará su dueño cuando al tío Alfred le toque irse de este mundo). La epidemia alcanzó un pico máximo entre finales de junio y comienzos de julio de 2009. En una de esas noches frías de julio, en su propia casa, murió mi madre. En brazos de una enfermera y no en los míos, a pesar de que había rogado por un cambio de planes. Mientras el tío Alfred estaba en su reunión impostergable de los jueves con sus amigos, yo estaba en un taxi recorriendo media ciudad en busca de un medicamento que me habían dicho que calmaría el dolor horrible de las últimas horas. Los casos de gripe A comenzaron a disminuir, hasta que catorce meses después de haber dado la vuelta al mundo, la pandemia se dio por finalizada. Entonces nos marchamos al hogar definitivo, donde hoy crecen plantas, la biblioteca, la lista de nuestras canciones favoritas y una niña que brilla como artista».

Cuando terminé de leer la historia de Sofía, advertí que ya me la había contado, por eso le pregunté por qué ciertas personas se llamaban ahora «tío Alfred» y «el dueño de casa». Suponía la respuesta, pero la quería de su alma y por escrito.

«Como millones de personas, sobreviví a muchas pandemias, la porcina y la del cáncer, entre otras. Hasta me recuperé de Sánches. Pero aún no logro reponerme de la última y por eso escribo “tío Alfred” en lugar de mi padre; o “dueño de casa” en lugar de mi hermano, para tomar distancia de la historia, para hacer como que no me pertenece. Hoy guardo una cuarentena privilegiada con gente querida y mi hija, el amor de mi vida. Pero no puedo dejar de pensar en quienes han quedado encerradas en falsos refugios o en medio de pandemias que no tienen vacuna todavía. Por ellas rezo a Diosa, o a quien corresponda».


NOTA de AVB. El email de Sofía fue editado y abreviado. Los dichos de tío Alfred y dueño de casa no corresponden a un solo diálogo sino a distintos momentos, que están en correos y archivos de audio que Sofía comenzó a grabar apenas entendió que lo vivido sería difícil de explicar a su hija solo con la verdad de su palabra. He leído el material y escuchado las grabaciones. Me he espantado y me he reído. Sofía también «es una comedia negra», me ha dicho. Cuando el humor empieza a reírse del terror, de lo inaguantable, es que hemos comenzado a curarnos.

Ana Valentina Benjamin
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6 comentarios

  1. Impresionante. Lamentablemente una historia que no deja de repetirse. Muy dura. Pero excelente nota. Muchas gracias a quien la escribió y a “Sofia” por si valentía.

  2. Me ha dejado con el estómago encogido, es duro y es valiente. Subyace un optimismo agridulce, quizás lo más parecido a estos momentos que vivimos, muchos están rozando la negrura más absoluta, pero llegará la luz. Ojala y como en tu historia, tod@s aprendamos algo.

  3. Verdaderamente escribes muy bien… Y ere muy buena en lo tuyo… Esperó que todo sea ficción y que en tu mente tus recuerdos no sean así…. Pues indicaría una mente distorsionada y después de tanto tiempo un dolor tuyo innecesario… Pues nadie fue tan diablo como lo cuentas y después de 12 años nadie nos hemos olvidado de ese Sol de criatura y los demás también hemos sufrido por razón tuya… Un fuerte abrazo y espero estéis muy bien de corazón

  4. Hermosa forma de contar una historia terrible. La violencia intrafamiliar como razón y forma de las otras violencias que permitimos en nuestros cuerpos y en nuestras almas. Pesadilla de un tren que nunca se termina si no se corta definitivamente.

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