Cuando las grandes fortunas pagaban impuestos: las enseñanzas de Sam Pizzigati
Hace tiempo que la sociedad occidental parece haber olvidado que economía y política dependen la una de la otra y que no siempre, necesariamente, la segunda se subordina completamente a la primera. A lo largo de las últimas décadas, la progresiva desaparición del intervencionismo estatal, la relajación de las políticas impositivas y la relajación de la lucha contra la evasión fiscal han horadado el Estado de bienestar. Unas pocas décadas han bastado para injertar en la cultura popular la idea de que los gobiernos no tienen poder frente al mercado.
Si le sorprende saber que las grandes fortunas norteamericanas llegaron a pagar un 91% de impuestos sobre la renta; si no tienen tiempo de estudiar la cadena de mentiras que forman uno de los grandes engaños de nuestro tiempo, no se preocupe: Sam Pizzigati ha recorrido cada uno de sus eslabones y la editorial Capitán Swing ha traducido sus enseñanzas a nuestro idioma. Quizá así recordemos que Los ricos no siempre ganan.
La lucha contra la plutocracia
La historia sufre todo tipo de manipulaciones intencionadas, pero la historia económica es objeto de un severo ocultamiento. Puede que no resulte interesante que la sociedad acceda a esta disciplina que habita entre dos grandes ciencias sociales, la Historia y la Economía, muy diferentes pero estrechamente relacionadas. Quizá pasa desapercibida porque las herramientas que da para comprender el mundo en el que vivimos son susceptibles de ser empleadas como armas arrojadizas. Sam Pizzigati no es historiador, ni economista. Es periodista. Desarrolla esa profesión con derecho y obligación de intrusismo, y recientemente ha decidido recopilar una abundante e interesantísima cantidad de datos relacionados con la lucha contra la desigualdad que marcó la historia de EEUU a lo largo del siglo XX.
A principios de la pasada centuria, EEUU era una nación profundamente desigual. La conquista de su propio territorio y la posguerra del conflicto civil de finales del XIX habían dejado a su paso grandes fortunas y un elevado número de familias muy humildes o directamente pobres. Sin embargo, el nuevo siglo trajo consigo una lucha mediática a través de la cual se fue vaciando de contenido el discurso imperante, que dictaba que la nación solo prosperaba cuando les iba bien a los ricos. El proceso comenzó casi dos décadas antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa; no fue necesario que una amenaza excepcional se cerniese sobre el futuro de la nación. Se trataba de no prescindir de ninguna parte de la sociedad civil y acabar con alguna de las peores manifestaciones de la explotación como el trabajo infantil y las peores consecuencias del esclavismo.
En la primera década del siglo XX, asociaciones progresistas, socialistas, católicas y diversos colectivos de inmigrantes alcanzaron una comunión de intereses. Con la democracia incrustada en el ADN de la nación, era cuestión de tiempo que algún político acudiera a semejante masa de votantes. El hombre que recogió el guante fue Theodore Roosevelt. Frente a los argumentos de quienes, como Rockefeller, afirmaban que siempre que se respetasen las normas, a la sociedad no le debía corresponder nada de la riqueza generada por los empresarios (porque ya generaban trabajo para ella), Teddy planteó que nadie puede hacerse rico sin el concurso de una sociedad y, por lo tanto, a esta le debía corresponder parte de los beneficios. Su victoria electoral se tradujo rápidamente en un impuesto sobre las rentas más altas del 15℅. Una cifra modesta, pero que surgió tras un debate ambicioso. Tanto, que razonamientos de ese tipo e incluso el propio vocabulario que emplean, han quedado proscritos en el debate político actual. Sin embargo, ocupaban gran parte de la agenda política hace algo más de cien años, justo antes del estallido de la Primera Guerra Mundial.
Financiando dos guerras mundiales
Desde el inicio de la Gran Guerra, EEUU estrechó lazos con su vieja metrópoli y sus aliados, hasta el punto de acumular muchos intereses en la victoria de la Triple Entente. Cuando, por diversas razones, la Unión dio el paso de tomar parte en el conflicto, América se dio cuenta de que los gastos militares serían desorbitantes. Instituciones como el Comité Norteamericano de Finanzas de Guerra plantearon entonces argumentos muy expeditivos: si los ciudadanos de a pie iban a librar la guerra, no sería justo que también la pagasen. Al fin y al cabo, si el gobierno podía confiscar la vida de un hombre y enviarle a la guerra, ¿por qué no podía confiscar la riqueza de los que se quedarían en casa? Los progresistas estaban dispuestos a aprovechar la tesitura para avanzar en pos de la igualdad.
La respuesta mediática nos resultará conocida: los medios comenzaron a advertir de una más que probable huida de capitales a Canadá, de la caída la inversión y la destrucción de empleos. Sorprendentemente (o quizá no tanto) nada de eso sucedió. Para dejar de tributar en EEUU había que irse físicamente del país y los socialistas se apresuraron a relacionar patriotismo y el pago de impuestos. Pronto, las cargas fiscales directas llegaban ya al 60% sobre la renta de las grandes fortunas. Además, la afiliación sindical se multiplicó por dos durante la guerra y las huelgas aumentaron exponencialmente. Cuando se firmó el armisticio, la opinión pública trasladó sus preocupaciones al crimen organizado y la inseguridad, pero EEUU estaba caminando decididamente por la senda de la igualdad.
Los plutócratas, las familias que habían dominado Norteamérica hasta el inicio del siglo XX, tenían dificultades para reaccionar a todos esto acontecimientos. De hecho, en el convulso contexto de los felices años 20, la patronal optó por embarcarse en una guerra contra los sindicatos y reforzar su lucha mediática contra el mensaje de los impuestos progresivos. No obstante, el crack de la bolsa de 1929 acabó con cualquier atisbo de reacción por parte de las grandes fortunas: el gobierno no quería que la miseria lanzase a los EEUU en brazos del comunismo. Y ellos tampoco. La lucha contra la desigualdad iba a verse seriamente reforzada por el fantasma de la URSS.
La Gran Recesión supuso, por tanto, un drama para las grandes fortunas y las clases medias-altas norteamericanas. Incluso los más ricos se vieron afectados, aunque (como hemos comprobado en el inicio de este siglo XXI) las pérdidas de las élites son, relativamente, más asumibles que las de otros sectores sociales y eso puede acabar reforzando su posición. Aproximadamente dos años después del comienzo de la crisis, al comprobar que el trago sería largo además de amargo, las élites recogieron sus banderas y pancartas y decidieron ponerse a resguardo durante un tiempo. Con la presencia de la URSS en el escenario internacional, la estrategia para enfrentarse a la crisis sería opuesta a la que hemos conocido recientemente. Tocaba repartir la riqueza.
La aparición de otro Roosevelt, Franklin Delano, nos transporta a uno de esos momentos de la historia en los que un hombre cabalga a lomos de la voluntad colectiva. Desde luego, el corcel, la práctica totalidad del pueblo norteamericano, se entusiasmó con la ambición que transmitían los discursos del que sería el trigésimo tercer presidente de los EEUU. Roosevelt apalizó a su rival por la Casa Blanca, pero una vez en el poder decidió rescatar a bancos, empresas e instituciones en riesgo de quiebra, esperando que su intervención reactivara la economía. Hasta aquí, la actuación del líder demócrata parece más bien de un hombre de paja puesto al servicio de las élites. El acierto de Roosevelt fue algo tan sencillo (y tan complicado) como rectificar: al ver que sus primeras medidas no daban el resultado esperado, dio paso a una intensísima política impositiva y recaudatoria y, bajo su mandato, EEUU volvió a prosperar.
Merece especial consideración el hecho de que la sociedad iba por delante de sus políticas: algunos medios e instituciones hablaban de limitar directamente las rentas y gravar el 100% de los beneficios que excedieran el límite acordado. Los sueldos más altos de la nación comenzaron a hacerse públicos y los grandes ejecutivos se vieron sometidos a una fuerte presión social. Roosevelt entendió que, si bien limitar las rentas era de todo punto ilegal en base a la legislación vigente, desde luego tenía margen para continuar gravando los beneficios de las grandes fortunas. Por primera vez en mucho tiempo, el partido del Presidente mejoró sus resultados en las elecciones a la Cámara de Representantes. Ocurrió en 1934 y Roosevelt utilizó su mayoría para aprobar rápidamente un impuesto sobre la renta del 79% para los americanos que ganaran más de 5 millones de dólares al año y uno de sucesiones, del 70%, para herencias con un valor superior a los 50 millones. Unos le tacharon de loco y otros de blando; pero, en 1936 (sí, unos meses después del golpe de estado franquista y de que España perdiera el tren de la Historia) obtuvo nada más y nada menos que el 61% de los votos emitidos en las elecciones generales norteamericanas. El desempleo había pasado del 25 al 10% gracias a una fortísima política de empleo público sufragada por un Estado capaz de recaudar ingentes cantidades de dinero.
Ni siquiera el estallido de la Segunda Guerra Mundial alteró los planes del gobierno de Roosevelt. «Ni un solo millonario de guerra», fue el lema del presidente, que recordaba bien las polémicas provocadas por las grandes fortunas que algunos acumularon mientras sus compatriotas luchaban al otro lado del Atlántico. De hecho, los impuestos siguieron subiendo (se alcanzó el 81% para las rentas más altas): a finales del 42, alguien que ganase un millón de dólares al año pagaba 809.995 solo en impuestos directos. Los ricos tenían un poder adquisitivo siete veces inferior al que habían tenido antes del estallido de la Gran Recesión.
El regreso de la desigualdad
Tras el desenlace de la Segunda Guerra Mundial y el encumbramiento definitivo de EEUU como una de las dos grandes superpotencias mundiales, la Guerra Fría contribuyó a mantener la inercia de las políticas redistributivas como parte de las estrategias que debían frenar el avance de la URSS. El bloque occidental necesitaba demostrar al mundo que el capitalismo era una vía hacia la prosperidad, y en ese contexto no era posible abandonar a ninguna clase social a su suerte. A lo largo de la década de los 50, los grandes patrimonios estaban tan esquilmados que muchas mansiones familiares provenientes de la época colonial se transformaron en museos dado el alto coste de su manutención. Con la desaparición de alguno de sus más antiguos símbolos, la derrota de la plutocracia parecía absoluta.
Sin embargo, y a pesar de que la última legislatura de Truman y todo el mandato de Ike Eisenhower parecieron seguir la misma senda, algo empezó a cambiar: los impuestos podían llegar a gravar el 91% de las rentas más altas, pero algunas industrias comenzaron a abrir grietas en el sistema: los grandes estudios de cine consiguieron exenciones para su industria, considerada estratégica en la lucha propagandística contra el comunismo; las petroleras texanas obtuvieron contraprestaciones a cambio de ingentes inversiones y dedicaron parte de sus beneficios en la adquisición de los principales medios de comunicación del país. La reacción aún no era palpable en la superficie (Nixon, todavía senador, tenía que hablar de la «conciencia de clase media» para tener posibilidades de ser elegido por California), pero lo cierto es que la constante vigilancia en la lucha por la igualdad comenzaba a relajarse.
Como si viajase en la vagoneta de una montaña rusa, la opinión pública pasó de perseverar en la costosa conquista de la igualdad a tomarse un merecido descanso y, casi sin darse cuenta, a precipitarse por la vía del liberalismo. Para comprender el cambio de paradigma, baste señalar que un presidente demócrata, John Fitgerald Kennedy, para colmo considerado un miembro de su partido especialmente progresista, tuvo que hacer suyo el discurso que proclamaba que los impuestos excesivamente altos frenaban el desarrollo. Paradójicamente, la reforma que prometió entró en vigor tres meses después de su traumática muerte. Fue una rebaja muy moderada y, al mismo tiempo, un gran punto de inflexión en la historia moderna de las políticas impositivas.
Los logros de varias décadas comenzaron a ser retorcidos en la prensa: seguía existiendo miseria, marginalidad (especialmente entre la población negra), así que la tan cacareada igualdad no significaba nada. Además, a partir de 1970 las empresas norteamericanas debieron empezar a afrontar la competencia de algunos productos extranjeros que por primera vez entraron en el país. Pronto, el discurso había oscilado hacia la protección de las empresas, que necesitaban exenciones fiscales para mantener sus inversiones. Algunas de ellas comenzaron a sortear los altísimos impuestos bonificando a sus ejecutivos con acciones propias, y sorprendentemente el Estado toleró la artimaña. Desde entonces, los directivos norteamericanos empezaron a interesarse más por la evolución de las acciones de su empresa y la búsqueda de dividendos se impuso a la estabilidad de los negocios. La necesidad de beneficios inmediatos sustituyó al trabajo en el largo plazo y rápidamente llegaron los recortes de personal y la degradación de las condiciones de trabajo. Cuando la misma estrategia llegó a los medios de comunicación, incluso abanderados históricos de la igualdad como el Washington Post fueron finalmente derrotados. En un proceso pasmosamente rápido, los servicios públicos comenzaron a deteriorarse, dando la oportunidad a los medios de incidir en el discurso de que lo privado se gestionaba mejor y no acarreaba costes (impuestos) para la sociedad.
Entre el asesinato de Kennedy y la llegada de Reagan al poder transcurrieron tan solo diecisiete años, pero los impuestos directos bajaron 43 puntos. El republicano rebajó drásticamente las tasas federales en su primera legislatura y culminó su tarea poco después, dejando el tipo máximo en el 28%. Él mismo admitió entonces que lo más importante de lo que había ido a hacer a la Casa Blanca, ya estaba hecho. Y eso que fue él quien tuvo el honor de asistir, desde el despacho oval, al comienzo del colapso de la URSS.
La nación que dirige el mundo
Bill Clinton y la dinastía Bush por partida doble (Partido Demócrata y Republicano, respectivamente), derogaron en dos décadas diversos impuestos de sucesiones, eliminaron tasas extraordinarias y expulsaron a los auditores públicos del ámbito privado y a los inspectores de trabajo de las empresas. Al terminar el proceso, el 0,1% más rico de la nación acumulaba el 12,3% de la riqueza nacional, la cifra más alta en casi un siglo.
Sin embargo, el mayor éxito de las grandes fortunas ha sido conseguir que la población norteamericana (y con ella, la del resto de occidente) perciba la igualdad como algo pasajero, fruto de circunstancias históricas excepcionales y, por lo tanto, inalcanzable en el mundo actual. La vida se ha hecho brutal para muchos estadounidenses desde que este pensamiento se ha impuesto, pero la sociedad no parece capaz de romper un círculo vicioso que permite imponer políticas cada vez más draconianas a una población que las percibe como inevitables. En plena recesión, las grandes fortunas norteamericanas del siglo XXI no solamente están saliendo indemnes de la crisis, sino que han empleado sin decoro la vía de la evasión fiscal. Los impuestos más bajos de la historia reciente no son suficiente: en 2006, el fraude alcanzó la cifra de cuatrocientos mil millones de dólares.
En Los ricos no siempre ganan, Sam Pizzigati desgrana, paso a paso, la cadena de acontecimientos, las pequeñas decisiones políticas (Condado a Condado, Estado a Estado) que forman este relato, e ilustra las trayectorias de los protagonistas que nos dejaron a las puertas de la crisis de 2008. Las enseñanzas que nos transmite, demuestran una vez más que la balanza social nunca permanece en equilibrio demasiado tiempo: cuando la lucha por la igualdad desfallece, reaparece la miseria. En los últimos años, hemos visto cómo se rescató a los principales bancos del mundo para salvar la economía; para salvarnos a todos. El colapso del sector financiero no habría sido bueno para la economía mundial, pero resulta dolorosa la falta de interés de los grandes medios a la hora de explicar que, solo dos años después de la intervención de los Estados, la mayoría de las entidades ya habían recuperado sus beneficios hasta niveles previos a los de la crisis.
Ocho años después, las rentas de las familias aún no han alcanzado las cifras de 2008 y la desigualdad crece al mismo ritmo al que aumenta el número de grandes fortunas.
Recientemente, Obama ha decidido mantener las reducciones especiales de impuestos para las rentas altas, en su enésimo intento por revitalizar la economía.
Hillary Clinton o Donald Trump. Uno de ellos presidirá EEUU durante los próximos cuatro u ocho años.
Como es lógico, el libro de Sam Pizzigati no ha entrado en el top 10 de ventas. Pero deberíamos escuchar atentamente sus enseñanzas.
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El dia que las personas de izquierda o derecha descubran lo que yo descubrí, pues su GPS político se les va trastocar para siempre.
LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD DESDE TIEMPOS INMEMORIALES NO ES MÁS QUE UN TORTUOSO CAMINO HACIA EL SOCIALISMO.
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408-El Socialismo Verdadero; es mas libertad, no menos!