El ciberpunk o la incapacidad de pensar en utopías
El ciberpunk, en un primer momento, se consideró un subgénero de la ciencia ficción expresado mediante la narrativa de la novela de espionaje, pero pronto pasó a constituir un estilo propio. Ciber es el prefijo abreviado de cibernética, que hace referencia al mundo de las computadoras, las redes informáticas y el espacio virtual; y punk se refiere a su supuesto carácter rebelde y contestatario.
Como suele ocurrir, comenzó siendo un movimiento literario surgido durante la década de los ochenta de la mano de escritores como John Shirley, Rudy Rucker, Michael Swanwick, Pat Cadigan, Lewis Shiner o Richard Kadrey, pero sobre todo William Gibson con su famosa novela estandarte Neuromancer (Neuromante) y Bruce Sterling, que mediante su fanzine Cheap Truth (Verdad barata) ayudó a liderar y expandir el movimiento y su ideología. El escritor Bruce Bethke hizo uso del término en 1980 en su historia corta Cyberpunk (publicada en 1983) y el editor de ciencia ficción Gartner Dozois es el que lo popularizó en 1984 refiriéndolo a un tipo concreto de literatura.
Casi paralelamente, emergieron nuevos sub-géneros que utilizaban conceptos del ciberpunk pero que exploran de manera distinta el uso de la tecnología y sus efectos sociales: el steampunk de Tim Powers, Kevin Wayne Jeter y James Blaylock; el biopunk reflejado en la obra Ribofunk de Paul Di Filippo; e incluso el postciberpunk de Neal Stephenson con su novela La era del diamante. Como antecedentes al movimiento podríamos encontrar Frankestein o el moderno prometeo de Mary Shelley (1818), Un mundo feliz de Aldous Huxley (1932) o 1984 de George Orwell (1949).
Características del género
El ciberpunk refleja visiones distópicas del futuro: sociedades dominadas por la tecnología, marcadas por un gran desarrollo cultural, un bajo y depauperado nivel de vida y algún tipo de subversión, un lado clandestino en el uso de dichas tecnologías que trata de generar un nuevo paradigma social. A diferencia de muchas tramas clásicas de la ciencia ficción que sitúan su narración en un futuro distante y en planetas y galaxias lejanas, las tramas del ciberpunk suelen describir un futuro cercano del planeta Tierra.
Las historias recrean las atmósferas del cine negro y utilizan algunos recursos de la novela policiaca. Sus argumentos versan sobre un personaje marginal en lucha contra las megacorporaciones que dominan el mundo y que se han hecho con el poder económico, político y militar mediante sistemas informáticos y redes globales de comunicación (se ha descrito la World Wide Web mucho antes de que esta se popularizara), generando un sistema totalitario. También hablan sobre inteligencia artificial y luchas entre hackers. Recrean además una sensación esquizofrénica en la representación de la realidad, dado que la frontera con la realidad virtual a veces se confunde o se diluye en el ciberespacio, en el que se suele desarrollar la acción. Por otro lado, el cerebro humano suele estar en conexión con un sistema computarizado de información que genera representaciones multisensoriales que fomentan dicha sensación esquizofrénica dada la confusión sobre lo que es auténticamente real.
El componente aparentemente punk y contracultural del género viene de la mano de sus protagonistas: anti-héroes inadaptados, solitarios y rebeldes; anarquistas que tratan de combatir la injusticia, defender la libre circulación de la información para evitar la manipulación y hacer uso de tecnologías de cifrado que garanticen la privacidad y preserven la identidad humana personal a cambio de quedarse sin historia, sin vínculos afectivos y convirtiendo su presente en un sitio de paso. Eso sí: resulta ser más una etiqueta estética que un movimiento reaccionario en sí mismo.
En cine, el film Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965) podría considerarse un buen antecedente del género, pero los grandes clásicos comienzan en los ochenta. Algunos de los icónicos exponentes son Blade Runner (1982), Videodrome (1983), Robocop (1987), Desafío total (1990), Días extraños (1995), Matrix (1999) o la serie de televisión Max Headroom (1987); y por supuesto, el anime ciberpunk japonés: Akira (1987), Ghost in the Shell (1995), o las series Cyber City Oedo 808 (1990) y Serial Experiments Lain (1998). Mención especial a Cielo líquido (1982), que no es puramente ciberpunk pero sí contiene elementos del género, y Tetsuo, el hombre de hierro (1989) como un exponente remarcable del biopunk, un espectáculo visual con una narrativa complicada solo equiparable a Cabeza borradora (1997) y que ilustra a la perfección la modificación invasiva del cuerpo humano y la tendencia autodestructiva, todo ello regado de una banda sonora de thrash metal, música industrial y post-punk muy acorde a su estilo.
Contexto
En los años ochenta, el ciberpunk era uno de los temas de investigación académica que representaba la idea del futuro postmoderno y sus actitudes; un futuro próximo en el que ciertas predicciones son totalmente viables o se comienzan a cumplir, razón por la que dicho movimiento es tan efectista y perturbador. Y es que, aunque el pensamiento anti-utópico es característico de la época postmoderna que comienza a finales de los cincuenta, principios de los sesenta, es en los ochenta cuando se gesta la revolución tecnológica: nace la versión de Internet más parecida a cómo la conocemos hoy en día, comienzan a desarrollarse las redes de comunicación, aparecen los ordenadores personales y se comercializan los primeros teléfonos móviles; y todo ello en el contexto del capitalismo tardío y su red multinacional de corporaciones que controlan el mundo y con la Guerra Fría aún presente.
El ciberpunk, por tanto, es una metáfora de la asfixia y la indefensión aprendida que genera el avance sin medida del capitalismo salvaje, la corrupción de los gobiernos, el control militar, la alienación y enajenación del individuo, el control y la vigilancia tecnológica, la materialidad y la banalidad de la sociedad consumista, y la percepción de que cualquier movimiento contestatario será absorbido por el sistema, ficcionándolo o transformándolo en un producto cultural para que nos acostumbremos a todo sin cuestionarlo.
El pensamiento anti-utópico o la incapacidad, la ansiedad o el temor de pensar en utopías requeriría un estudio filosófico y psicológico en profundidad, porque la distopía no solo representa una necesaria reflexión acerca de dónde nos lleva el camino por el que vamos como sociedad humana, sino que existe una marcada tendencia pesimista centrada en la desconfianza en el ser humano y su naturaleza, y por extensión, en el ejercicio del poder; pero lo que es aún peor, también esconde una tendencia a la inamovilidad, ya que es más fácil abandonarse a la normatividad burocratizada y al pesimismo que responsabilizarse de lo que supondría construir la utopía y generar cambios. Otro factor importante es la exasperante tendencia que tenemos los seres humanos a buscar referencias inmediatas, simplificadas y polarizadas en vez de tolerar la incertidumbre que supone generar nuevas referencias, en este caso concreto, el automatismo a asociar utopía al fantasma del comunismo o a las proyecciones religiosas y pseudo-espirituales de una sociedad perfecta sometida a una moral puritana.
Por último y no menos importante, en el otro extremo está la tendencia infantil y naif de lanzarse a la utopía, al idealismo en cuanto a idea abstracta; de desechar lo que existe en vez de transitar por la realidad y partir de esta, dando pequeños y, a veces, imperceptibles pasos hacia el cambio que deben salir de uno mismo en vez de en exigencia constante hacia esa abstracta entidad que entendemos como sociedad.
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