El hombre menguante: Richard Matheson y la creación de nuevos mitos
Cuando uno habla de mitología todos pensamos en lejanas historias de dioses y héroes narradas seguramente por griegos ciegos, trovadores, druidas y bardos. Pero lo cierto es que la humanidad nunca ha dejado de crear nuevos mitos que le hablen de su propio tiempo y de su lugar en el mismo. A menudo estos nuevos mitos se esconden en la cultura popular, en obras aparentemente inocentes que, por distintos motivos, consiguen penetrar la naturaleza humana y construir nuevos arquetipos míticos. Es el caso del hombre menguante.
Es importante no caer en el error de igualar la figura del hombre menguante con la del hombre menguado, ni con la del diminuto. El primero sería aquel que es anormalmente reducido por la acción de un agente externo a su naturaleza y pasa directamente a su nuevo tamaño, como por ejemplo los protagonistas de Dr. Cyclops (1940) o incluso de Cariño, he encogido a los niños (Honey, I Shrunk The Kids, 1989). El segundo corresponde a aquel ser de apariencia humana que ha nacido y se ha desarrollado en un tamaño inferior al que consideramos medio. Recordemos aquí los liliputienses de Jonathan Swift o los habitantes de Minuni que conoceremos en Tarzán y los hombres hormiga (Tarzan and Ant Men, 1924).
Sin embargo, cuando un personaje es reducido por el efecto de algún suceso, ajeno a él mismo o no, sigue siendo él mismo. Tarzán puede hacerse pequeño para vivir increíbles aventuras y después seguir su camino una vez recuperada su habitual estatura. El Átomo de DC o el Hombre Hormiga de Marvel pueden encontrar hasta divertido ese cambio continuo de tamaño, pero un hombre normal que menguase constantemente, convirtiéndose poco a poco en un ser diferente, en algo que no sabríamos muy bien cómo definir… eso es otra cosa.
Y eso es lo que tuvo que pensar Richard Matheson cuando se sentó a escribir El hombre menguante (The Shrinking Man, 1956) y sin saberlo nos entregó un nuevo mito que añadir a la larga serie que nos ha dado la Edad Contemporánea. Para comprenderlo vamos a acudir a las tres obras oficiales y autorizadas que existen al respecto, una literaria y dos cinematográficas, de muy diferentes calidades y logros.
El hombre menguante (1956)
Richard Matheson entró en el mundo de la ciencia ficción con una fuerza inusitada. Su primer relato salió a la luz en 1950. Nacido de hombre y mujer (Born of Man and Woman) posteriormente llegaría a ser elegido como uno de los mejores relatos publicados antes de la institución de los premios Nébula. A sus veintidós años Matheson había logrado hacerse un sitio entre los escritores americanos.
Seis años después ya estaría en su plenitud creativa y había firmado la obra que le daría más fama: Soy leyenda (I Am Legend, 1954). Esta historia del único superviviente en un mundo atestado de vampiros tiene muchas más conexiones con la que nos ocupa de lo que pueda parecer. En ambos escritos se trata la desaparición de la sociedad y el aislamiento del individuo, proporcionando ambas unas conclusiones muy diferentes.
El hombre menguante es una obra que escapa de lo que uno se espera de la misma gracias a su capacidad para pintarnos a un protagonista creíble y cercano. Scott Carey, el hombre del título, no es ningún héroe al principio de la epopeya que le tocará vivir, sino un americano de clase media cuya única obsesión parece ser la de tener una casa mejor y proveer a su mujer y a su hija. Su vida no es perfecta, pero se siente realizado. Sin embargo, un suceso totalmente azaroso, como es una misteriosa neblina que cae sobre él en un viaje en yate, acabará con la fachada de la realidad. Cuando empieza a menguar, su mundo comienza a derribarse y las grietas que lo recorrían se convierten en profundos abismos.
La narración sigue los últimos días de Carey antes de que su progresiva pérdida de tamaño le haga dejar de existir, enfrentado a un sótano que se ha convertido en una jungla llena de peligros y gobernado por una viuda negra que trata de cazarle cada día. Esta historia de supervivencia se ve interrumpida constantemente por flashbacks en los que vamos viendo cómo avanza el proceso de menguado de nuestro protagonista. La maestría de Matheson en la estructura es indudable, consiguiendo que nuestro conocimiento del pasado de Carey vaya guiándonos por su camino hacia la superación del mismo.
En cada fragmento del pasado arrastrado hacia el lector, este encuentra un personaje del que apenas sabe nada pero que, sin embargo, acabará convertido en el guía de la historia que está descubriendo. El Scott Carey menguante es un hombre furibundo, que odia lo que le sucede y que casi desde el principio de la historia empieza a identificar sus problemas con una pérdida de la masculinidad sexual que le amenaza a él y su mundo.
Matheson es aquí tan directo como la historia necesita. Carey es un hombre perdido que no resulta ningún santo y que no duda en espiar a una adolescente, aunque él mismo admita que no le resulta atractiva, o en pasar una noche con una mujer de su tamaño a pesar de que eso implique romperle el corazón a su esposa. También sufrirá el acoso de un pedófilo, siendo incapaz de defenderse por sí mismo, y será humillado por unos niños. Su destrucción como hombre es casi absoluta, y esto le sume en una rabia perpetua que parece influenciar a toda su casa y los que le rodean, en un proceso que se va haciendo tangible a lo largo de las páginas.
La casa de los Carey se convierte en algo parecido a una casa encantada que trata de acabar con la vida del protagonista ante la indiferencia de su mujer y su hija. Esta última termina siendo un auténtico peligro para la existencia de su padre, atrapado en algo que su mente no es capaz de comprender. Llegados a ese punto la masculinidad de Scott Carey ya apenas existe y las antes inevitables resonancias sexuales se convierten en una suerte de eco lejano que prácticamente no afecta a nuestro personaje principal.
Ese proceso de disolución del americano medio es en realidad un camino, un medio para que este se libere. Solamente cuando Scott Carey admite que ha dejado atrás su vida anterior, que ya no es un padre ni un marido, sino solamente un hombre enfrentado a la misma existencia, podrá liberarse de lo que le atenaza. El sótano es su prisión física y mental, aquello que le impide avanzar, el miedo al más allá y a sí mismo. Convertido en una suerte de caballero medieval de nuevo cuño, Carey conseguirá triunfar cuando menos probable resulte.
Como todas las grandes obras de ciencia ficción, El hombre menguante habla sobre su presente y lo hace de una manera que todavía resuena con fuerza a día de hoy. Richard Matheson aprovecha una premisa fantástica para atacar a la sociedad que le tocó vivir y mostrar que la figura del hombre triunfador que le rodeaba no era más que una ficción esperando derribarse en cualquier momento. Scott Carey no conseguirá realizarse hasta que aprenda a apreciar su propia vida por sí misma y no aquello que la sociedad le ha impuesto. Y, sin escribirlo, Matheson deja claro que a su protagonista, sencillamente, le ocurre lo mismo que a todos los demás.
El increíble hombre menguante (1957)
Richard Matheson no era solamente uno de los grandes autores del siglo XX en los géneros del terror y el fantástico, sino un muy buen guionista. Curiosamente, eso aún no lo sabía nadie cuando la Universal le dejó adaptar su propia novela para que Jack Arnold realizara su última gran película dentro de la ciencia ficción de los años cincuenta.
El aficionado recordará con cariño la carrera de Arnold dentro de la ciencia ficción americana, señalada sobre todo por su participación en La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, 1954) y su secuela, además de Tarántula (Tarantula, 1955) y Llegó del más allá (It Came from Outer Space, 1953). Una carrera que estuvo marcada por un uso inteligente y efectivo de los efectos especiales y un estilo tan funcional como falto de estridencias que convierte su trabajo en una serie de obras ejemplares y que, posiblemente, le convierta en el director por excelencia de la ciencia ficción clásica americana, esa que nuestro imaginario colectivo une con los autocines o las reposiciones a altas horas de la noche en la televisión transoceánica.
El increíble hombre menguante destaca en la faceta del guion por ser una adaptación bastante fiel de la historia de la novela, aunque su desarrollo conllevase muchos cambios en la estructura. El principal es, sin ninguna duda, el abandono de la narración en flashbacks de la obra original en favor de una presentación cronológica de la trama. Esto hace que la película resulte mucho más accesible al espectador medio y también permite una reducción del metraje necesario para desarrollar la acción, aunque al mismo tiempo dota al conjunto de una condición casi documentalista que está ausente en la obra original.
Mientras que la novela se construye como una odisea personal de superación por parte del protagonista, la película apuesta por una presentación externa y carente de implicación personal por parte de la cámara. A pesar de la voz en off que guía la narración, es el director quien documenta la vida del protagonista y no el propio Scott Carey quien la transmite.
La cinta también sufre otras modificaciones, esta vez ocasionadas por la eterna búsqueda de liberar metraje o adecuarse a la censura cinematográfica de la época. Destaca sobremanera la desaparición de la figura de la hija del matrimonio Carey, lo que conlleva un comprensible cambio en la figura de Louise, la esposa del protagonista. También se eliminan los momentos más escabrosos de la novela, lo que desposee a Scott de gran parte de su motivación para seguir adelante. Este elemento, que podría resultar menor (después de todo el cine americano sabía trabajar de manera sobresaliente eludiendo estas cuestiones), es lo que separa a la película de la magnificencia del relato escrito. El Scott Carey que vemos en la pantalla es un hombre mucho más íntegro, más recto y menos creíble que el literario. A pesar del buen trabajo de un Grant Williams que suele destacar más por su presencia que por sus labores interpretativas, no podemos identificarnos con la epopeya vivida por su personaje. Al igual que pasa con la visión del director, en ningún momento logramos dejar de ser espectadores para implicarnos emocionalmente en lo que se nos narra.
Dejando de lado otros cambios menores, como la conversión de la viuda negra de la novela en una tarántula ya conocida por los seguidores de la obra de Arnold, la otra gran variación de la película es el soliloquio final que el director añadió a la obra. De una belleza indudable, sin embargo no puede dejar de observarse el modo en que cambia radicalmente la conclusión de la novela, transitando por caminos mucho más trillados y menos inspiradores. Nuestro hombre menguante aquí acepta su condición y parece desaparecer para poco menos que fundirse con el universo, con la divinidad, algo que choca comparado con ese mundo digno de los Micronautas que vislumbrábamos al final del original escrito.
Curiosamente, Matheson pretendía realizar una continuación de la película llamada The Fantastic Shrinking Girl (también publicada en alguna ocasión como The Fantastic Little Girl). Esta vez sería Louise Carey la que menguaría para unirse a Scott en el mundo microscópico del final del libro para vivir diferentes aventuras y terminar volviendo gradualmente a su estatura normal una vez juntos. Es una pena que la Universal nunca la produjese y tengamos que contentarnos con leer su guion.
La increíble mujer menguante (1981)
Para finales de los setenta y principios de los años ochenta, la Universal ya no era la casa del terror y del fantástico que había sido en el pasado. Sin embargo, seguía teniendo los derechos de muchas de aquellas películas y había cosechado un puñado de éxitos con comedias que llevaban a la gran pantalla a algunos de los cómicos más famosos del país, caso de Granujas a todo ritmo (The Blues Brothers, 1980) o Cómo flotas, tío (Cheech & Chong’s Next Movie, 1980).
Con esa perspectiva todo estaba abonado para la aparición de uno de esos despropósitos cinematográficos que difícilmente se olvidan. Coger los derechos de El increíble hombre menguante y dejarlos fiados al talento cómico de la hoy relativamente olvidada Lily Tomlin.
Esta actriz y cómica estaba entonces en la cima de su popularidad gracias al éxito de Cómo eliminar a su jefe (9 to 5, 1980), en donde compartía protagonismo con Jane Fonda y Dolly Parton. Su mayor fama, sin embargo, provenía del mundo de la stand-up comedy y de su participación en el mítico Rowan & Martin’s Laugh-In. Tal vez en aquel momento darle una película para su lucimiento personal no fuera tan mala idea como parece insinuar el resultado final.
La influencia de Tomlin en la producción fue casi total. El guion estaba realizado por su pareja en la vida real, Jane Wagner. Tras haberse conocido en 1971, antes del éxito de Tomlin, Wagner se ha convertido en la colaboradora y escritora habitual de la cómica hasta el punto de que desde entonces sus créditos cinematográficos y dramáticos básicamente se reducen a sus colaboraciones con su esposa. Sin querer juzgar su trabajo en los sketches de Tomlin, lo cierto es que su carrera no auguraba nada bueno. De hecho, la única película que había llegado (y llegaría) a dirigir fue Vivir el momento (Moment by Moment, 1978), en la que Tomlin y John Travolta, recién salido de Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, 1977) y Grease (1978), trataban de dar salida a una historia de amor intergeneracional, perpetrando un auténtico desastre de crítica y público.
Para acabar de redondear la faena, el papel de director se dio a un debutante en la gran pantalla de nombre Joel Schumacher. El director neoyorquino cuenta, a estas alturas, con una carrera marcada por sus incursiones en el universo de Batman post-Burton, pero resulta difícil olvidar los buenos momentos que muchos hemos pasado con obras suyas como Jóvenes ocultos (The Lost Boys, 1987), Línea mortal (Flatliners, 1990) o incluso Un día de furia (Falling Down, 1993). En sus inicios, sin embargo, Schumacher destacará por la falta de personalidad de su trabajo, en una dirección tan funcional como aburrida y por una falta de estímulos que se ve boicoteada definitivamente por un trabajo totalmente deficiente con los actores.
En manos de este equipo creativo, y con la ayuda de algunos elementos de atrezo dignos de mención como la aparición del bueno de Rick Barker embutido en un disfraz y haciendo de gorila inteligente, se pretende que la historia de Matheson sirva como marco para una crítica bastante inocua al consumismo que nunca acaba de despegar. Cierto es que hay algunos apuntes interesantes en la figura del esposo de la protagonista y su trabajo como publicista, o en el tratamiento de los programas televisivos, pero, por desgracia, todo se viene abajo al descubrir una trama conspiranoica que no viene a cuento.
Resumiendo, en esta ocasión la víctima de un accidente producido por la mezcla aleatoria de diferentes productos cosméticos (olvidémonos de la poética neblina de anteriores ocasiones) es un ama de casa corriente de unos Estados Unidos más de postal de nunca, de nombre Pat Kramer. Con la ayuda de su esposo y sus dos inaguantables hijos se enfrentará a un complot internacional que busca capturarla para poder menguar a los habitantes del planeta y dominar la Tierra. Ahí es nada.
La película podría parecer un ejemplo de explotación comercial de manual si no fuera porque, en realidad, aquí lo único que importa es proporcionar un vehículo a Tomlin para que esta trate de expresar su idea de la comedia. Las citas al original de Arnold o a la novela que le inspiró se reducen a algunos apuntes en el primer tercio de la cinta. Así, la visita al médico y las reacciones del galeno ante su problema son casi idénticas a las que ya conocíamos, en un paralelismo que más que despertar algún tipo de cariño por la nueva visión produce una suerte de repulsión. También merece la pena destacar un intento de cita más acertado pero que termina desembocando en un gag sin ningún atisbo de gracia: me refiero al momento en el que la protagonista trata de narrar a una cinta de audio sus experiencias y empieza casi parafraseando el monólogo inicial de la película de los cincuenta.
La increíble mujer menguante termina resultando, por desgracia para sí misma, una película desagradable para aquel que conoce tanto el texto original como la película de los cincuenta; una banalización en forma de comedia que comete el peor de los delitos: no ser graciosa.
De mitos y hombres menguantes
Se dice que todos los mitos pasan por cinco estadios: horror numinoso, leyenda folclórica, arte fantástico o terrorífico, humorismo y bufonada. En el caso del hombre menguante parece oportuno pensar que el proceso ha quedado reducido a tres. Así, se habría saltado los puntos intermedios para pasar directamente desde el horror numinoso, producido por la destrucción de la identidad construida por la sociedad de la novela, al arte entre fantástico y terrorífico de la película de Arnold y acabando en la bufonada perpetrada por Schumacher.
Sin embargo, quizá esta última es una decisión demasiado audaz, habida cuenta de que se nos amenaza desde hace años con una nueva versión cinematográfica que puede que haga menos mala a la protagonizada por Tomlin. A pesar de todo, resultará difícil: lo cierto es que el mito del hombre menguante es algo tan joven en la cultura popular que resulta chocante que consiguiera exprimir todo su recorrido vital en apenas veinticinco años.
Pero tal vez no debería extrañarnos tanto. Del mismo modo que el nuevo mito del hombre que vive su vida desde la vejez a la infancia fue construido de manera definitiva por F. Scott Fitzgerald en El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 1922), Richard Matheson nos dio su mito totalmente configurado y preparado para ser devaluado por él mismo apenas un año después de publicarlo. Quizá es un signo de nuestros tiempos: creamos nuevos mitos a tal velocidad que acabamos fagocitándolos, impidiendo que reposen y se desarrollen en toda su plenitud. O puede que, simplemente, nos traicione la falta de perspectiva histórica, claro está.
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